'Arte, amor y todo lo demás'

Prólogo de Fernando Sánchez Dragó
a ‘Samurai’, de Hisako Matsubara

 

 

El título puede mover a engaño: samurai, una palabra de moda (por culpa de Hollywood) que sabe a medievo, huele a budismo zen y suena a entrechocar de espadas. Pero no te descamines, lector. No le tomes mal las medidas a este libro exótico en el que ni tú ni nadie va a encontrar hazañas bélicas de hidalgos japoneses que se tiran la monte vestidos de armadura y ansiosos de aventura. Ni eso ni tampoco esperes vanamente búsquedas del tiempo perdido sabe Dios dónde o nostalgias de las nieves de antaño sobre la cresta del Monte Fuji. Más fácil, mucho más fácil. Lo que te dispones a leer es, simplemente, una historia de amor –de amor frustrado, como todos los amores- ambientada a principios de siglo, en un país remoto y entre seres de otra raza. De otra raza y de otras –muy otras- costumbres.

Ahí, en el amor, el primer movimiento de asombro que hará cosa de un año y medio me produjo la lectura de este libro: ¿una historia de amor japonesa?

Y si lo digo, si me asombré entonces y me asombro ahora, es porque a trancas y barrancas he vivido casi dos años en Japón –seguramente el país más extravagante y desconcertante de este puñetero mundo- y porque, debido a ello, no se me oculta que el amor, tal y como por aquí se entiende, brilla allí por su ausencia. Dos ejemplos: no existe en toda la historia del arte japonés ningún período similar a ése que en las culturas de Occidente (e inclusive en algunas de las de Oriente) hemos dado en llamar romanticismo... Y peor aún (o razón de más peso): en la lengua japonesa no hay –o no había- ninguna palabra que cabalmente significase amor. Ahora, sí, por supuesto. Ahora, como decía Bob Dylan minutos antes de que todo siguiese igual, los tiempos están cambiando. Ahora –dudosa virtud del cine, de las guerras, del turismo, de las multinacionales y de los medios de información- ya existe esa palabra, claro, pero no es de ley ni tiene ideograma propio ni luce pedigrí. Los japoneses, señores míos, llaman love al amor. Así, como lo oyen y como suena: en correcto inglés de Yanquilandia.

Las cuentas, sin embargo, tornan. Y tornan, entre otras razones, porque este libro –japonés, pese a ello, hasta la médula- fue redactado por su autora en alemán. Quizá por eso, por lo dicho, porque en japonés resulta imposible escribir novelas de amor, quizá por motivos más triviales y casuales: Hisako Matsubara se casó en su día con un químico alemán, estudió en la Universidad del Ruhr, vive en Colonia y piensa en el idioma de Goethe (nombre que no cito aquí a humo de pajas, pues bien podría convertirse Samurai en el libro que levantase la veda de la pasión en la literatura nipona y que inaugurase por fin, en su ámbito, esa Edad de Oro y de Romanticismo que le falta. No conviene violar las normas, decía Eliot, antes de aprender a observarlas. Y por lo mismo añado yo, salvando las distancias, que se puede no ser romántico, pero sólo a condición de haberlo sido. ¡Y pensar que ese hueco, esa carencia, se produce precisamente en un país donde casi todos los grandes novelistas de este siglo han optado, como el joven Werther, por la drástica y discutible solución del suicidio! Akutagawa, kawabata, Osamu Dazai, Mishima... Me pregunto: ¿será el Japón, ese modelo universal que anticipa el rostro de nuestro futuro, una encerrona tan grave como para que a los escritores –y a los espíritus libres- no les quede salida más airosa ni mejor recurso que el suicidio? Pues inmediatamente corro al lavabo y pongo mis barbas a remojar).

Decía que tornaban las cuentas, pero debo añadir que también se acumulan las paradojas. ¿O acaso no las hay en la flagrante contradicción de que mi señora Matsubara escriba en alemán habiendo nacido en Kioto (la Florencia, la Toledo, la Benarés del Japón) y siendo hija de todo un sumo sacerdote del shintoismo? Como si el maestro y perito en verónicas Rafael de Paula, digamos, viviera en un rascacielos de Wisconsin, se expresara en polaco antiguo y dictase cursos de astronáutica en los sótanos de Cabo Cañaveral. Secretos son –ciertamente- todos los caminos, sin excluir los del Señor, pero ningún camino tan tortuoso y sigiloso como el puro quehacer literario.

Puro, he dicho, y ahí tienes, lector, la clave de esta novela. Muchas lunas llevaba yo en silencio y esperando a que apareciese un libro así, sin ideología ni fraseología, sin ínfulas de información o de comunicación, sin pretensiones filosóficas o sociológicas. Literatura a pecho descubierto, alquímicamente pura, sí, y que nadie me pregunte en qué consiste eso, porque aunque lo sé, lo ignoro. Ignoro, quiero decir, las palabras cabales para definir la inefabilidad. Hay cosas que todos entendemos al tenerlas delante, pero que nadie atina a explicar. Como la Belleza, verbigracia, y perdóname, lector, el atrevimiento de estampar aquí un sustantivo tan sobado, olvidado y desprestigiado. Así va el mundo.

Lo chistoso es que en Samurai, precisamente por ser literatura (y narración) sin mezcla de ganga alguna, encontrarás también sociología (sobre el duro rito de paso que la modernidad ha supuesto para el Japón), filosofía (más bien estoica), ideología (la del romanticismo alemán), información (sobre las curiosas costumbre de un país que, pese a todo, aún no las ha perdido) y, por supuesto, amplia, minuciosa y convincente comunicación relativa a una de las peripecias sentimentales más desgarradoras que hasta la fecha de hoy han captado mis pupilas de lector.

El libro –ya lo anticipé- nos cuenta, con esa elegancia de estilo que consiste en que el estilo no se note, una historia de amor salvajemente vapuleada por el santo capricho de un vigoroso samurai venido a menos. Éste, a su vez, encaja sin pestañear y sin peder el sentido del honor los varapalos que implacablemente le asestan los albores de ese largo momento en que los japoneses deciden abandonar sus cubiles, incorporarse al mundo, aggiornarsi y perecer bajo las futuras bombas atómicas. En contrapartida, y mientras tanto, aprenden a decir I love you.

El samurai, que se llama Hayato, adopta a Nagayuki, lo envía a estudiar a Tokio y lo casa con Tomiko, su única hija legal. Nagayuki, a contrapelo, emigra a las Amércias californianas con la misión de comerse el mundo. Tomiko aguarda pacientemente su regreso en la casa de Hayato. Éste, impasible, canta en sordina su decíamos ayer y se aferra a sus convicciones cercado y acosado por un universo que se desmorona. Transcurren los meses, los años, los lustros. Nagayuki tarda en volver. Tomiko...

Pero no es misión del prologuista destripar el argumento de lo que está prologando ni, por otra parte, cree ese mismo prologuista que el argumento sea factor decisivo a la hora de comentar o enjuiciar una novela. Sí se lo parece, en cambio, el tratamiento. Cualquier español medianamente culto podría contar (y hasta inventar) la trama del Quijote, pero de ahí a escribirlo... La literatura se hace con palabras, sólo con palabras, y el resto es fetichismo, superchería o perversión.

Los críticos –los pocos críticos que se han percatado de la existencia de este libro admirable e inolvidable- lo comparan, ociosamente, a El Gatopardo. Verdad es que las dos novelas rayan en lo literario a la misma altura y que hay en sus páginas –o en sus respectivos protagonistas- un talante hasta cierto punto consanguíneo, pero más lo hay, me parece, entre la novela que nos ocupa y El jardín de los cerezos. En la Sicilia de Lampedusa, efectivamente, el problema consistía en cambiar las cosas justo lo suficiente para que las cosas no cambiaran. Y así sucedió, y en ello siguen, mientras en Rusia o en Japón todo lo pusieron patas arriba con el firme propósito de conseguir que las cosas se transformaran radicalmente. Si eso es bueno o malo, y si se salieron o no se salieron con la suya, es asunto que excede a la incumbencia de este prólogo. Y también, sobra aclararlo, a mi competencia. Ya te dije, lector, que la sociología es en Samurai sólo un valor añadido.

Enseguida, no como un huracán, sino como un soplo, van a venírsete encima las palabras de Hisako Matsubara, esto es, su literatura. Lo que únicamente ella, y no yo, puede contarte. Respira hondo y recréate en la suerte. Disfruta. Caso de no hacerlo, serías –grave responsabilidad- la primera persona, entre las que yo conozco, a la que no le gusta este libro. Y si de sabios es disentir de lo malo, la misma sabiduría se demuestra al coincidir en lo bueno.

Madrid, 11 de junio de 1983
Fernando Sánchez Dragó

'Samurai', de Hisako Matsubara (Tusquets, 235 páginas)