DRAGOLANDIA: ‘Madrid circense’

Sucedió el sábado. Fui al cine (Ático sin ascensor… Mala) y luego di un largo paseo por el centro de la ciudad. No es cosa que haga a menudo. No me gusta que me reconozcan, ni que me aborden los desconocidos, ni que me pidan fotos, ni que cuchicheen a mi paso. Es un suplicio. En el metro me dan la brasa. ¡Si pudiese borrar mi rostro! Estoy pensando en disfrazarme, pero no sé cómo. Nada de pelucas. Son muy incómodas. Con un antifaz sólo conseguiría llamar la atención. Épocas hubo en las que opté por llevar un tapabocas de gasa blanca, a la japonesa, pero era peor… Se fijaban más. ¿Gafas de sol? Nunca las he llevado. Tengo una máscara veneciana, pero es muy llamativa. ¿Teñirme el pelo de color amarillo, azul o fucsia y peinármelo a lo punki? No me convence. Tampoco es cosa de recurrir a la cirugía estética. Lo único efectivo sería un pasamontañas, pero hay que esperar a que llegue el frío. En fin… Lo mejor es apalancarme en casa o cruzar la frontera, aunque más allá de ella es cada vez mayor el riesgo de cruzarse con turistas españoles.

Tampoco me gustan las muchedumbres. El centro de Madrid estaba abarrotado. Había que abrirse paso como lo hizo Moisés en el Mar Rojo. El oleaje de los transeúntes me avasallaba. En las terrazas no quedaba un sitio libre. Había putas fondonas, pordioseros, nalgas gordas, pantaloncitos a ras de pubis y varones de piernas peludas con chancletas y bermudas (pareado). Un horror, un a modo de Santa Compaña, una corte de los milagros. Infinita era mi nostalgia de aquel fantástico Madrid de mis años mozos en el que no había coches, ni guiris, ni turistas, ni inmigrantes, ni manifestaciones, ni teléfonos móviles, ni selfies, ni parquímetros, ni sirenas, ni maderos por todas partes… La antigua Villa y Corte es ahora un Distrito Policial.

Nada más salir del cine me topé con una ruidosa caravana de harekrishnas que, escoltada por los municipales, recorría la calle de la Montera. Había en ella de todo un poco: chicas y no tan chicas ataviadas con ropajes indios, santones de cráneo pelado, exóticos instrumentos musicales, niños, viejos, banderolas, sonsonetes y carrozas envueltas en cintajos, cendales, faldones, lentejuelas y centelleos de purpurina. Apoteosis de la horterada y del gusto charro. Misticismos de importación prêt-à-porter.

Crucé la Puerta del Sol, subí por Carretas y en su desembocadura me di de bruces con otra cáfila, no menos pintoresca, de huríes, bayaderas en paños menores, virtuosas de la danza del vientre, contorsionistas y musculosos tamborileros que aporreaban el parche de sus bongos y armaban un estrépito ensordecedor. En torno a ellos había una multitud de curiosos que alzaban sus móviles para inmortalizar la escena. Indagué. Nadie parecía saber el motivo del alboroto. Supe luego que sus protagonistas querían alertar a la población sobre los daños de la enfermedad de Parkinson y la necesidad de invertir fondos públicos en su erradicación. Extravagante e inútil manera de hacerlo.

Bajé por Atocha y a la altura del Monumental me crucé, a contrapelo, con una manifestación de apoyo a los refugiados sirios. Yo iba por la acera; ellos, por la calzada. Parecían más bien tristones. Arrastraban los pies. No era una tropa compacta. Había muchos huecos. Calculé que serían no más de mil personas. Al día siguiente leí en este periódico que eran siete mil. Los periodistas nunca permiten que la realidad les estropee la noticia.

Llegué a la glorieta de Atocha y busqué refugio en la barra de El Brillante. En él aún sopla alguna que otra ráfaga de todo lo que en Madrid, ese circo en el que cualquier dislate tiene cabida, se ha llevado el viento del multiculturalismo, la globalización y la explosión demográfica. Pedí un bocadillo de calamares, le hinqué el diente y sentí algo muy similar a lo que sintió Proust al morder su famosa magdalena.

Fernando Sánchez Dragó, elmundo.es, 14/09/2015.