Crónica de una visita anunciada: Zapatero sin zapatos
Este mes está previsto que el presidente del Gobierno inicie una visita oficial a Japón para despachar con el Emperador Akihito y charlar con empresarios españoles. El escritor y viajero impenitente Sánchez Dragó aventura a Zapatero los usos y costumbres del exclusivo recinto donde se alojará: el State Guest House de Kioto, pabellón del Palacio Imperial por el que deberá caminar descalzó.
Un amigo de Soria, Javier Martínez, profesor desde hace muchos años de la Universidad de Estudios Extranjeros de Kioto, Japón, me visitó el paso verano donde vivo, y allí, a la sombra de una parra, botella va, botella viene, me conminó —no se me ocurre mejor palabra (tal era su entusiasmo)— a recorrer cuanto antes las dependencias de la Kioto State Guest House, aneja al Palacio Imperial y destinada a acoger a los huéspedes ilustres, que se había inaugurado recientemente, tras once años de dura brega arquitectónico y 200.000 horas de albañilería, cantería y carpintería, sin incluir en el cómputo los desvelos de artesanía a la antigua usanza necesarios para atender las exigencias del elegante y minucioso interiorismo japonés.
“Nunca he visto nada igual. No hay palabras para describirlo. Ve allí, si consigues que autoricen la visita, lo que no es fácil, y ya me contarás”, remachó mi amigo. Tenía razón en todo. No fue, en efecto, fácil abrir el sésamo del estricto número clausus que protege ese “jardín abierto para pocos y paraíso cerrado para muchos”, como de la Granada nazarí dijese el poeta, pero al cabo, testarudo que soy y buen amigo de las no menos buenas gentes de la embajada japonesa de Madrid, me salí con la mía.
Y de ese modo fue como a la vuelta de un par de meses, mediado el de octubre, este españolito errante cruzaba con paso firme, aunque circunspecto, la airosa explanada que precede y conduce a las oficinas de la Guest House, y era recibido en su vestíbulo por los señores Hideo Sasaki y Masamichi Kawasima, director el uno y jefe de relaciones públicas el otro, de la augusta institución que me disponía a visitar. Me acompañaba, por cierto, en funciones de intérprete, una grácil muchacha de Osaka, muy querida por mí, a la que yo había enseñado, años atrás, el idioma español.
Todo, en el país donde me encontraba, comienza siempre por una reverencia, un intercambio de tarjetas de visita y una taza de té verde. Vino, tras ella, el consabido entrechocar de mil y una fórmulas de cortesía, que en Japón son de precepto, entramos en materia, se fue Sasaki a sus asuntos, que lo eran de tiros largos palaciegos, y Kawasima, gentilísimo cicerone, cogió las riendas de la visita. Sobra explicar que, para entonces, nuestros pies, desprovistos de zapatos y yacentes éstos en el atrio de acceso al edificio, pugnaban por encontrar refugio en el interior de unas exiguas chinelas del número 35, pero nuestro anfitrión, no contento con eso, nos tendió unos calcetines blancos y unos guantes del mismo color. Ambos complementos de indumentaria eran, dijo, indispensables para circular sin riesgo de profanación y subsiguiente estropicio por el interior del refinado e inmaculado sanctasanctórum cuyas puertas iban a descorrerse para nosotros un instante después. Todo, en ese singular conjunto de salones, pabellones y jardines equipados con las más refitoleras ocurrencias de la tecnología de última hora, se había hecho como se hacían las cosas en el año 1000, dos siglos después de que Kioto —la ciudad más hermosa de la tierra… es mi opinión— llegara a ser residencia imperial. O sea: a mano. “Fue el presidente Bush quien estrenó, hace unos meses, la Guest House y dentro de poco, en enero, si todo va como esperamos, se alojará aquí, y será un honor, el señor Rodríguez Zapatero”, nos explicó Kawasima mientras nos enfundábamos los guantes.
Se produjo otra pausa, brevísima, y nuestro interlocutor, con un sofrenado, casi imperceptible deje de ironía, añadió: “Lo digo porque nuestros honorables huéspedes extranjeros casi nunca lo consiguen y optan, las más de las veces, por sentarse con las piernas cruzadas. Se dibujó en su rostro, siempre hierático, una leve mueca de reproche, de contenido horror. Tales cosas son, para los japoneses, muy importantes. Cuentan que al premio Nobel Bernard Shaw, que visitó el país al comienzo del siglo XX, se le cerraron todas las puertas y fue sistemáticamente ninguneado al enterarse los indígenas de que con cerril tozudez de bebedor de cerveza dublinesa se negaba a descalzarse en los antuzanos de los templos, los vestíbulos de los edificios públicos y los zaguanes de las viviendas. Hay que ser burro.
Hay que ser burro, sí, pero yo, típico occidental por aquel entonces, también lo era cuando en abril de 1967, recién llegado a Tokio y todavía lost in translation, entraba en mi propia casa (nunca en las ajenas) con los zapatones de jipi puestos; y aún recuerdo —escena digna de una película cómica— cómo, después de tambalearme, perdí del todo el equilibrio, atravesé limpiamente una puerta corrediza de papel y caí a plomo sobre el futón en el que con envidiable placidez dormía un matrimonio de ancianos la noche en que, tras copiosas libaciones de sake trasegadas en compañía de mis alumnos, intentaba ponerme los zapatos, de los que me había desposeído al entrar, en la zona de acceso a una taberna. Los viejecillos, gentilísimos, no se lo tomaron a mal y me perdonaron, casi disculpándose, quizá porque yo no tenía pinta de irlandés ni de premio Nobel, aunque sí de borrachuzo.
Y fue, en cualquier caso, precisamente entonces, al escuchar la observación formulada por Kawasima y atisbar la burlona expresión de su semblante, cuando surgió en mí la idea, maliciosa, de escribir esta croniquilla y ofrecérsela al dominical de El Mundo para que la publicase en coincidencia con el viaje de Estado de nuestro Presidente al país, diría Goethe, donde florecen los cerezos.
Soplo. Esperemos, por cierto, que lo lleve a cabo. Mis topos en el Gaimusho, que así se llama en japonés el ministerio de Asuntos Exteriores, me han informado top secret de que Zapatero llegará a Tokio el 18 de enero y cosa de un par de días después dormirá como un emperador en la Guest House de Kioto, pero en el Palacio de Santa Cruz no sueltan prenda, y ya se sabe cómo las gasta nuestro Gran Jefe Blanco. Lo mismo, en el último minuto, decide irse de compras a Harrods. Yo que él no lo haría, porque en el aeropuerto de Heathrow ponen últimamente a todo Cristo en pelotas —Isabel Allende, por ejemplo, ha sufrido tamaña humillación—, y sería muy difícil mantener en tan embarazosa tesitura el decoro que el cargo de primer ministro exige, pero en su derecho está, siempre y cuando no se asiente la factura del capricho de Sonsoles en el debe del erario, como dicen las malas lenguas que sucedió la última vez. Lo que me preocupa es la posibilidad de que esta crónica, escrita a comienzos de enero porque de otro modo no podría aparecer cuando debe hacerlo, se quede en relato de una visita anunciada, pero no realizada. En esto del periodismo siempre se corre el riesgo de terminar con las vergüenzas al aire.
En fin… Fue, lo de coger la pluma, idea que se me ocurrió, como dije, sólo para poner pedestal y fuste a un retruécano: el de Zapatero sin zapatos. Sé que con lo que ahora voy a decir infrinjo los cada vez más puritanos cánones de la corrección política, pero me pareció entonces y me parece hoy de una comicidad descacharrante la secuencia de ese hombre torpón, envarado y circunflejo de cejas, levadizo de hombros, melifluo, mefistofélico, de gesticulación robótica y entrecortada dicción asesina de la prosodia, con la mano derecha (aunque izquierdista) en perpetuo movimiento vertical de hacha de verdugo, metálica y mecánica sonrisa fijada a los mofletes con tachuelas, aspecto de replicante de Blade Runner y chapa de acero bajo la piel paseándose en busca del corazón que según algunos no tiene, como el hombre de hojalata de El Mago de Oz, con calcetines blancos y chinelas del 35 por las dependencias de la Guest House.
Tómeselo con humor, Presidente. No se enfade conmigo, deslenguado plumilla, que lo de ser buen fajador debería ir con el cargo, no coja desproporcionada ojeriza a este servidor de nadie, que tampoco es, por desgracia, Fred Astaire en sus años mozos, y admita que su irrupción —la suya, digo, no la mía— en el selectísimo sanctasanctórum que las fotos adjuntas reflejan puede ser como un puñetazo en el ojo de una Madonna de Fra Angelico, como el trotecillo de un animal de pata negra por entre los bancales de una plantación de orquídeas, como el chapoteo de un hiperpótamo ugandés en un estanque de nenúfares budistas o como el anda jaleo de un concierto de los Rolling celebrado en el salón de porcelanas chinas de un palacio de San Petersburgo.
No quiero ensañarme. Para quitar algo de hierro a esta sarta de aviesas comparaciones le diré que peor aún debió de ser lo del césar Bush, al que tanto aprecia usted (y es correspondido), cuando holló sin sus botas de ranchero tejano, pero con sus modales de cowboy en las Azores, las esteras de pulquérrimo tatami de los ambientes íntimos, las mullidas alfombras de pura lana virgen tejida a mano de las salas de reunión y la delicada gravilla y los arriates de musgo y roca cincelados, se diría, por Cellini que festonean y recubren los senderos de los jardines zen de la Guest House en la que él se alojó y usted va a alojarse. ¿Puso, por desventura, Bush sus pies descalzos en alguna de las primorosas mesas de superficie lacada y taracea de lapislázuli, zafiro y malaquita? ¡Tiemblo después de haber reído! No ceda a esa tentación, Presidente. No imite en eso (en otras cosas ojalá lo hiciese) a su colega Aznar.
No lo haga, ni tampoco, si permite que le dé un consejo de hombre ducho en la materia, mienta a los japoneses como suele hacerlo a los españoles, porque no es ése el estilo que allí, en la patria de la honorabilidad, se lleva. Y, ya puesto, también sería conveniente que no mencionase el anisakis, pues nadie se preocupa en Japón por eso. Recuerde que el sushi y el sashimi son para los nipones, Presidente, una eucaristía, un boccato di cardinale tan usual y tan sagrado como para usted lo es la santa memoria histórica, y un poquito, a veces, histérica, de su famoso abuelo. Olvídese del parásito. Hable de otras cosas. No rebaje su rango de primer ministro arrogándose el antipático papel de correveidile de su ministra de Sanidad. Los cocineros japoneses de pescado crudo saben muy bien lo que se hacen, el gobierno está, ha estado y estará por los siglos de los siglos en mayoritario poder del Partido Liberal, los socialistas pintan allí muy poco y los ciudadanos, en consecuencia, son libres de comer lo que les plazca.
El primer español (y rostro pálido) que llegó a Japón se llamaba Francisco Javier, hizo historia y dejó en él imborrable huella. Déjela también usted, Presidente, si es capaz de rayar a tanta altura, pero que no sea en el tatami de la Guest House. ¡Quítese los zapatos, hombre de Dios, y no se fíe de lo le diga su gran visir Moratinos, que sabe mucho de chilabas y babuchas, pero muy poco de quimonos y chinelas!
De sobra sé que no he cumplido con mi deber de reportero, que era el de relatar mi paso por la augusta residencia y descender a sus pormenores, pero ni la centésima parte de ellos cabrían aquí y el lector podrá apreciar algunos en las excelentes fotos que ilustran cuanto he escrito. Donde las cosas están, dijo una vez Ortega, sobra contarlas. Hacerlo, además sería, por inefable, imposible, pues no hay en el diccionario, tal y como me adelantase Javier Martínez, palabras idóneas para retratar tanto esplendor. ¡Voto a tal que me espanta esa grandeza, habría exclamado don Miguel de Cervantes, y que diera un doblón por describilla!
Soy, Presidente, más bien apátrida dentro de España, pero fuera de ella me convierto en capitán Alatriste de bandera rojigualda sujeta al cincho, y es por eso por lo que deseo, de verdad, que ponga y deje usted nuestro pabellón en lo más alto, y así se lo auguro. ¡Zapatero, a tus zapatos, sí, pero sólo al irse de Japón! Quíteselos al llegar, déjelos en la puerta de la Guest House, camine por ella, y por todas partes, de puntillas, y si le piden, como hicieron conmigo, que enfunde sus manos donde yo las enfundé, no lo interprete como licencia para contar sus habituales mentiras convirtiéndose así en ladrón de guante blanco.