Crónica de una visita anunciada: Zapatero sin zapatos

Este mes está previsto que el presidente del Gobierno inicie una visita oficial a Japón para despachar con el Emperador Akihito y charlar con empresarios españoles. El escritor y viajero impenitente Sánchez Dragó aventura a Zapatero los usos y costumbres del exclusivo recinto donde se alojará: el State Guest House de Kioto, pabellón del Palacio Imperial por el que deberá caminar descalzó.

Un amigo de Soria, Javier Martínez, profesor desde hace muchos años de la Universidad de Estudios Extranjeros de Kioto, Japón, me visitó el paso verano donde vivo, y allí, a la sombra de una parra, botella va, botella viene, me conminó —no se me ocurre mejor palabra (tal era su entusiasmo)— a recorrer cuanto antes las dependencias de la Kioto State Guest House, aneja al Palacio Imperial y destinada a acoger a los huéspedes ilustres, que se había inaugurado recientemente, tras once años de dura brega arquitectónico y 200.000 horas de albañilería, cantería y carpintería, sin incluir en el cómputo los desvelos de artesanía a la antigua usanza necesarios para atender las exigencias del elegante y minucioso interiorismo japonés.

“Nunca he visto nada igual. No hay palabras para describirlo. Ve allí, si consigues que autoricen la visita, lo que no es fácil, y ya me contarás”, remachó mi amigo. Tenía razón en todo. No fue, en efecto, fácil abrir el sésamo del estricto número clausus que protege ese “jardín abierto para pocos y paraíso cerrado para muchos”, como de la Granada nazarí dijese el poeta, pero al cabo, testarudo que soy y buen amigo de las no menos buenas gentes de la embajada japonesa de Madrid, me salí con la mía.

Y de ese modo fue como a la vuelta de un par de meses, mediado el de octubre, este españolito errante cruzaba con paso firme, aunque circunspecto, la airosa explanada que precede y conduce a las oficinas de la Guest House, y era recibido en su vestíbulo por los señores Hideo Sasaki y Masamichi Kawasima, director el uno y jefe de relaciones públicas el otro, de la augusta institución que me disponía a visitar. Me acompañaba, por cierto, en funciones de intérprete, una grácil muchacha de Osaka, muy querida por mí, a la que yo había enseñado, años atrás, el idioma español.

Todo, en el país donde me encontraba, comienza siempre por una reverencia, un intercambio de tarjetas de visita y una taza de té verde. Vino, tras ella, el consabido entrechocar de mil y una fórmulas de cortesía, que en Japón son de precepto, entramos en materia, se fue Sasaki a sus asuntos, que lo eran de tiros largos palaciegos, y Kawasima, gentilísimo cicerone, cogió las riendas de la visita. Sobra explicar que, para entonces, nuestros pies, desprovistos de zapatos y yacentes éstos en el atrio de acceso al edificio, pugnaban por encontrar refugio en el interior de unas exiguas chinelas del número 35, pero nuestro anfitrión, no contento con eso, nos tendió unos calcetines blancos y unos guantes del mismo color. Ambos complementos de indumentaria eran, dijo, indispensables para circular sin riesgo de profanación y subsiguiente estropicio por el interior del refinado e inmaculado sanctasanctórum cuyas puertas iban a descorrerse para nosotros un instante después. Todo, en ese singular conjunto de salones, pabellones y jardines equipados con las más refitoleras ocurrencias de la tecnología de última hora, se había hecho como se hacían las cosas en el año 1000, dos siglos después de que Kioto —la ciudad más hermosa de la tierra… es mi opinión— llegara a ser residencia imperial. O sea: a mano. “Fue el presidente Bush quien estrenó, hace unos meses, la Guest House y dentro de poco, en enero, si todo va como esperamos, se alojará aquí, y será un honor, el señor Rodríguez Zapatero”, nos explicó Kawasima mientras nos enfundábamos los guantes.

Se produjo otra pausa, brevísima, y nuestro interlocutor, con un sofrenado, casi imperceptible deje de ironía, añadió: “Lo digo porque nuestros honorables huéspedes extranjeros casi nunca lo consiguen y optan, las más de las veces, por sentarse con las piernas cruzadas. Se dibujó en su rostro, siempre hierático, una leve mueca de reproche, de contenido horror. Tales cosas son, para los japoneses, muy importantes. Cuentan que al premio Nobel Bernard Shaw, que visitó el país al comienzo del siglo XX, se le cerraron todas las puertas y fue sistemáticamente ninguneado al enterarse los indígenas de que con cerril tozudez de bebedor de cerveza dublinesa se negaba a descalzarse en los antuzanos de los templos, los vestíbulos de los edificios públicos y los zaguanes de las viviendas. Hay que ser burro.

Hay que ser burro, sí, pero yo, típico occidental por aquel entonces, también lo era cuando en abril de 1967, recién llegado a Tokio y todavía lost in translation, entraba en mi propia casa (nunca en las ajenas) con los zapatones de jipi puestos; y aún recuerdo —escena digna de una película cómica— cómo, después de tambalearme, perdí del todo el equilibrio, atravesé limpiamente una puerta corrediza de papel y caí a plomo sobre el futón en el que con envidiable placidez dormía un matrimonio de ancianos la noche en que, tras copiosas libaciones de sake trasegadas en compañía de mis alumnos, intentaba ponerme los zapatos, de los que me había desposeído al entrar, en la zona de acceso a una taberna. Los viejecillos, gentilísimos, no se lo tomaron a mal y me perdonaron, casi disculpándose, quizá porque yo no tenía pinta de irlandés ni de premio Nobel, aunque sí de borrachuzo.

Y fue, en cualquier caso, precisamente entonces, al escuchar la observación formulada por Kawasima y atisbar la burlona expresión de su semblante, cuando surgió en mí la idea, maliciosa, de escribir esta croniquilla y ofrecérsela al dominical de El Mundo para que la publicase en coincidencia con el viaje de Estado de nuestro Presidente al país, diría Goethe, donde florecen los cerezos.

Soplo. Esperemos, por cierto, que lo lleve a cabo. Mis topos en el Gaimusho, que así se llama en japonés el ministerio de Asuntos Exteriores, me han informado top secret de que Zapatero llegará a Tokio el 18 de enero y cosa de un par de días después dormirá como un emperador en la Guest House de Kioto, pero en el Palacio de Santa Cruz no sueltan prenda, y ya se sabe cómo las gasta nuestro Gran Jefe Blanco. Lo mismo, en el último minuto, decide irse de compras a Harrods. Yo que él no lo haría, porque en el aeropuerto de Heathrow ponen últimamente a todo Cristo en pelotas —Isabel Allende, por ejemplo, ha sufrido tamaña humillación—, y sería muy difícil mantener en tan embarazosa tesitura el decoro que el cargo de primer ministro exige, pero en su derecho está, siempre y cuando no se asiente la factura del capricho de Sonsoles en el debe del erario, como dicen las malas lenguas que sucedió la última vez. Lo que me preocupa es la posibilidad de que esta crónica, escrita a comienzos de enero porque de otro modo no podría aparecer cuando debe hacerlo, se quede en relato de una visita anunciada, pero no realizada. En esto del periodismo siempre se corre el riesgo de terminar con las vergüenzas al aire.

En fin… Fue, lo de coger la pluma, idea que se me ocurrió, como dije, sólo para poner pedestal y fuste a un retruécano: el de Zapatero sin zapatos. Sé que con lo que ahora voy a decir infrinjo los cada vez más puritanos cánones de la corrección política, pero me pareció entonces y me parece hoy de una comicidad descacharrante la secuencia de ese hombre torpón, envarado y circunflejo de cejas, levadizo de hombros, melifluo, mefistofélico, de gesticulación robótica y entrecortada dicción asesina de la prosodia, con la mano derecha (aunque izquierdista) en perpetuo movimiento vertical de hacha de verdugo, metálica y mecánica sonrisa fijada a los mofletes con tachuelas, aspecto de replicante de Blade Runner y chapa de acero bajo la piel paseándose en busca del corazón que según algunos no tiene, como el hombre de hojalata de El Mago de Oz, con calcetines blancos y chinelas del 35 por las dependencias de la Guest House.

Tómeselo con humor, Presidente. No se enfade conmigo, deslenguado plumilla, que lo de ser buen fajador debería ir con el cargo, no coja desproporcionada ojeriza a este servidor de nadie, que tampoco es, por desgracia, Fred Astaire en sus años mozos, y admita que su irrupción —la suya, digo, no la mía— en el selectísimo sanctasanctórum que las fotos adjuntas reflejan puede ser como un puñetazo en el ojo de una Madonna de Fra Angelico, como el trotecillo de un animal de pata negra por entre los bancales de una plantación de orquídeas, como el chapoteo de un hiperpótamo ugandés en un estanque de nenúfares budistas o como el anda jaleo de un concierto de los Rolling celebrado en el salón de porcelanas chinas de un palacio de San Petersburgo.

No quiero ensañarme. Para quitar algo de hierro a esta sarta de aviesas comparaciones le diré que peor aún debió de ser lo del césar Bush, al que tanto aprecia usted (y es correspondido), cuando holló sin sus botas de ranchero tejano, pero con sus modales de cowboy en las Azores, las esteras de pulquérrimo tatami de los ambientes íntimos, las mullidas alfombras de pura lana virgen tejida a mano de las salas de reunión y la delicada gravilla y los arriates de musgo y roca cincelados, se diría, por Cellini que festonean y recubren los senderos de los jardines zen de la Guest House en la que él se alojó y usted va a alojarse. ¿Puso, por desventura, Bush sus pies descalzos en alguna de las primorosas mesas de superficie lacada y taracea de lapislázuli, zafiro y malaquita? ¡Tiemblo después de haber reído! No ceda a esa tentación, Presidente. No imite en eso (en otras cosas ojalá lo hiciese) a su colega Aznar.

No lo haga, ni tampoco, si permite que le dé un consejo de hombre ducho en la materia, mienta a los japoneses como suele hacerlo a los españoles, porque no es ése el estilo que allí, en la patria de la honorabilidad, se lleva. Y, ya puesto, también sería conveniente que no mencionase el anisakis, pues nadie se preocupa en Japón por eso. Recuerde que el sushi y el sashimi son para los nipones, Presidente, una eucaristía, un boccato di cardinale tan usual y tan sagrado como para usted lo es la santa memoria histórica, y un poquito, a veces, histérica, de su famoso abuelo. Olvídese del parásito. Hable de otras cosas. No rebaje su rango de primer ministro arrogándose el antipático papel de correveidile de su ministra de Sanidad. Los cocineros japoneses de pescado crudo saben muy bien lo que se hacen, el gobierno está, ha estado y estará por los siglos de los siglos en mayoritario poder del Partido Liberal, los socialistas pintan allí muy poco y los ciudadanos, en consecuencia, son libres de comer lo que les plazca.

El primer español (y rostro pálido) que llegó a Japón se llamaba Francisco Javier, hizo historia y dejó en él imborrable huella. Déjela también usted, Presidente, si es capaz de rayar a tanta altura, pero que no sea en el tatami de la Guest House. ¡Quítese los zapatos, hombre de Dios, y no se fíe de lo le diga su gran visir Moratinos, que sabe mucho de chilabas y babuchas, pero muy poco de quimonos y chinelas!

De sobra sé que no he cumplido con mi deber de reportero, que era el de relatar mi paso por la augusta residencia y descender a sus pormenores, pero ni la centésima parte de ellos cabrían aquí y el lector podrá apreciar algunos en las excelentes fotos que ilustran cuanto he escrito. Donde las cosas están, dijo una vez Ortega, sobra contarlas. Hacerlo, además sería, por inefable, imposible, pues no hay en el diccionario, tal y como me adelantase Javier Martínez, palabras idóneas para retratar tanto esplendor. ¡Voto a tal que me espanta esa grandeza, habría exclamado don Miguel de Cervantes, y que diera un doblón por describilla!

Soy, Presidente, más bien apátrida dentro de España, pero fuera de ella me convierto en capitán Alatriste de bandera rojigualda sujeta al cincho, y es por eso por lo que deseo, de verdad, que ponga y deje usted nuestro pabellón en lo más alto, y así se lo auguro. ¡Zapatero, a tus zapatos, sí, pero sólo al irse de Japón! Quíteselos al llegar, déjelos en la puerta de la Guest House, camine por ella, y por todas partes, de puntillas, y si le piden, como hicieron conmigo, que enfunde sus manos donde yo las enfundé, no lo interprete como licencia para contar sus habituales mentiras convirtiéndose así en ladrón de guante blanco.

Publicado en: ...el 14 Enero 2007 @ 03:54 Comentarios (9)

Proclama de año nuevo

Y proclamación, mediante ella, de los Derechos Universales de la Literatura. Decía Nietzsche que «sólo como fenómeno estético se justifican eternamente la existencia y el mundo». Así es, aunque así no os parezca. Lo sabía de niño, lo olvidé en mi juventud, lo negué luego, lo reconozco ahora. Sólo un anciano, al que la edad torna invulnerable, puede atreverse a decir en la Europa de hoy, depresiva, represiva y mojigata, que la estética es su ética y que siempre había sido, para él, así.

Fue la estética de la aventura y la literatura, por ejemplo, y no la tediosa ética de la política, la que me condujo a correr al toro del antifranquismo. Lo que de verdad me importaba entonces era el anti, no el franquismo. Hubiera luchado con igual denuedo contra cualquier otro sistema dominante. Rebeldía, j’écrit ton nom.

Poeta y profesor Valverde: Nulla ethica sine aesthetica.

Hoy puede ser un gran día, hoy ganaré unos cuantos —pocos— amigos y me granjearé una montonera de enemigos. Tanto lo uno como lo otro me causa intenso placer. Sobre todo lo segundo, pues de amigos voy sobrado, y de enemigos, en los últimos tiempos, no. Su mutismo me preocupa. Sería horrible carecer de ellos. Cela, que los tenía a mares, les agradeció los servicios prestados en la dedicatoria del Pascual Duarte. ¿Cómo es posible que mi última novela sólo haya suscitado elogios sin merecer o, por lo menos, recibir el espaldarazo de una, digo una, crítica aviesa? ¡Con lo que se prestaba a ello por tratar, entre otras cosas, de la Guerra Civil y elogiar, por ejemplo, la figura de José Antonio, en lo que, dicho sea de paso, me ratifico! Mal asunto. ¿Será porque he cumplido los 70, llevo unas cuantas soldaduras en los sifones del corazón y me dan por amortizado o incluso por amortajado?

Lo dicho, pues… A situación de emergencia, toque de rebato. Hoy puede ser un gran día (para mí, se sobrentiende). Hoy salgo sin adarga a campo abierto, hoy diré lo que me plazca, hoy canto de plano, hoy —los Dragó vienen de Córcega— navego a todo trapo con pabellón pirata. ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

Señor Conde-Duque de León y demás validos —balidos— del Santo Oficio de la Corrección Política: desplieguen, por favor, sus servilletas, desayúnense con esta epístola satírica y censoria, con este desahogo, y envíenme después a los corchetes.

El director Primo de Rivera, padre de un héroe, tildó a Valle-Inclán, máximo esteta, de eximio escritor y extravagante ciudadano. Razón llevaba en las dos cosas.

Por cierto: hace poco, al término de una conferencia por mí dada no sé dónde, se me acercó un joven licenciado en Económicas para preguntarme qué diablos significaba una rarísima palabra que yo había utilizado en el curso de mi exposición.

—¿Cuál? —pregunté con cortesía.

—Eximio —dijo él.

No pude evitarlo. Monté en cólera.

—¡Pues eso significa que tú no eres un ex simio —aullé—, sino que sigues siendo un mono y no has bajado de los árboles!

Perdóneme el cuitado. La culpa no era suya, sino de la LOGSE y demás planes de estudio. Yo, amigos lectores y enemigos inquisidores, no soy ni pretendo ser escritor eximio, engorrosa etiqueta que a nada bueno conduce, pero sí me tengo —desde niño— por ciudadano extravagante. Reconózcame el Estado esa distinción y extiéndame el certificado pertinente. A tal deseo responde mi proclama.

¿Acaso no decía el mejor Neruda en su poema Walking around que sería delicioso asustar a una monja con un lirio cortado o dar muerte a un notario con un golpe de oreja?

Pues ni más ni menos. Estoy, vuecencia, hasta el gorro de la modernidad, de la posmodernidad, de las postrimerías del siglo XX, de las estribaciones del XXI, del tercer milenio y del apocalipsis que nos rodea. Derivó el mundo desde la aristocracia —gobierno de los mejores; nada que ver con la sangre azul— hacia la rebelión de las masas y ahora estamos metidos hasta el cuello en la de la chusma. ¿Apocalipsis, dije? No, no… Post-apocalipsis, quise decir. El fin del mundo ha llegado y nadie —o casi nadie. Seré optimista— se ha dado cuenta. La telebasura, sin necesidad de acudir a otras contundentes pruebas de cargo, aunque las hay, lo demuestra.

Estoy hasta el gorro de que todos los políticos entonen una sola y misma cantilena, la del cambio, dando así por supuesto que se cambia siempre para mejor y nunca —lo que es mucho más frecuente— para peor. Donoso Cortés, filósofo decimonónico casi tan cavernícola como yo y diputado en Cortes, dijo durante un celebérrimo discurso pronunciado en ellas:

—Señorías, están ustedes completamente equivocados. El mundo no avanza. Retrocede.

Lo suscribo. ¿Por qué se dice siempre —en todas las épocas, en todos los lugares— que cualquier tiempo pasado fue mejor? Así es, y eso sirve también para mí y para cuanto había en el mundo cuando yo vine a él. No me refiero al franquismo, que es anécdota pasajera y bagatela exclusivamente española, sino al planeta entero y a cuanto en él se cuece. Lo de ahora es infecto; en lo de entonces, no todo lo era; y en cuanto a lo que se avecina… Mejor salgo corriendo. ¿Dónde la traditio —que en latín significa entrega— y la aurea catena, la cadena dorada, que con sólidos eslabones de metal precioso se forjaba y a cuyo hilo transmitían el saber y la sophia perennis los abuelos a los nietos, los padres a los hijos, los maestros a los aprendices, los profesores a los alumnos y los curas a los monaguillos?

¡Otro mundo es posible!, gritan ahora los ignaros. Y lo grave es que, seguramente, llevan razón. Todo, incluso el generalizado horror y la barbarie generalizada de los tiempos que corren, puede ir a peor.

Estoy, vuecencia, hasta el gorro de los revolucionarios, de los rupturistas, de los reformistas, de los progresistas, de los predicadores, de los salvadores de la humanidad o, simplemente, de la patria y de los grandes hombres, clérigos sin sotana y solemnes aguafiestas que todo lo cuestionan y lo ponen patas arriba. Se da mandato a los políticos para que administren y conserven el mundo, no para que se lo lleven por delante. Así ha sido siempre, decía la sabia voz del pueblo en el Egipto de Sinuhé, y siempre será así.

Pero no era verdad.

¿A do fue Tebas? ¿Dónde Tell-el-Amarna? ¿Qué se hizo de Alejandría? ¡Ojalá siguiera el islamizado, occidentalizado y descabalado Egipto de hoy en manos de los faraones, del guerrero Horemheb y de los sacerdotes de Amón!

Me arrogo, vuecencia, como escritor extravagante, aunque no eximio, el soberano derecho —conferido por mi real gana— de anteponer la estética de lo sublime a la ética prosaica de los buenos ciudadanos y no tengo, por ello, inconveniente alguno, en confesar que, como a Álvaro Mutis, no me interesa casi nada de lo que en el mundo ha sucedido tras la caída de Constantinopla; que detesto a los sans-culottes de la toma de la Bastilla y que me hubiera gustado ser lugarteniente antirrevolucionario de la Pimpinela Escarlata; que deploro la victoria de Abraham Lincoln frente a los gallardos caballeros del Sur en la guerra de Secesión de los Estados Unidos; que aborrezco al comodoro norteamericano que con sus naves negras descerrajó el secular bloqueo de Japón y abrió ese último reducto de la belleza al salvajismo fabril del mundo exterior; que maldigo a quienes asaltaron y destrozaron el Palacio de Invierno, bendigo la memoria de los últimos Romanov y cierro filas con las fuerzas leales del Ejército Blanco; que desprecio al masonazo, militarote y borrachín Kemal Ataturk, y derramo inconsolables lágrimas por el naufragio de la fastuosa cultura otomana; que me asquea Sun Yat-Sen y añoro la China del taoísmo, los emperadores, los guerreros de terracota y los mandarines; que me gustaría haber llegado a la India Eterna cuando lo hizo Burton o cuando Kipling andaba por allí y antes, en todo caso, de que Nehru, Indira Gandhi y sus descendientes la profanaran y modernizaran; que aún sueño antes de dormirme, como lo hacía en mi niñez lectora y peliculera, con el Africa Negra de los exploradores y los colonizadores, de Tanganika y Zanzíbar, de la búsqueda de las fuentes del Nilo, de Livingstone, de Stanley, de Speke, de Tarzán de los Monos… Hoy sólo quedan allí sátrapas tribales, negreros, funcionarios de la ONU y curitas laicos de oenegé.

Esto por lo que hace al mundo y a su universal historia, pero no consentiré que mi país —crema, traca, hit parade y apoteosis de cuanto aquí denuncio— se vaya de rositas.

¡Linda trayectoria! De la España Mágica, que yo mismo, en otros tiempos, canté, y de lo que me arrepiento, a la España Trágica de las guerras civiles y de mis Muertes Paralelas, y de ella, ahora, a la España Hortera. ¿Final de trayecto? ¿Qué vendrá después? Tiemblo al pensarlo.

Estoy, vuecencia, hasta el gorro de su Gobierno y de cuanto su Gobierno hace y representa, de los Estatutos —todos— y de las trifulcas cainitas, de las disputas mediáticas, de la Memoria Histórica, la República, el Alzamiento y la guerra, de los flatus vocis (tolerancia, solidaridad, multiculturalismo, diálogo, talante, negociación, Alianza de Civilizaciones), de los pedigüeños y los quejicas, de los que sólo saben protestar y poner el cazo, de quienes se fotografían en pelotas o se rapan el pelo al cero para mamonear, de los nacionalistas, de los turistas, de las feministas y feministos que quieren obligarme a decir albañila y a rezar el madre nuestra, del desarrollismo, de los parques temáticos, los minicines y los centros comerciales, de Marina D’Or vacaciones todo el año, de Marbella, de El Pocero, de los banqueros, del Ibex, de Endesa, de las opas, de la obras de Gallardón, del crecimiento económico, de las gubernamentalísimas organizaciones no gubernamentales, de los emigrantes (que Alá me proteja por decirlo), de los manifestantes, de la televisión, de la Operación Triunfo, de la Fórmula 1 y de la mística del fútbol, el tenis y el baloncesto, de los guiris de pantalón corto y en chancletas, de las púberes canéforas que van por el mundo enseñando los michelines del ombligo con el borde superior del pantalón a la altura de la rabadilla, de las pasarelas, de las top model y su ridícula forma de caminar, de las alegres comadres y los atontolinados compadres que hibernan, bailan el rock y se alimentan con mortadela en los hoteles cutres de Aguadulce, Oropesa y Benidorm, del Código Da Vinci, el Temple, el Santo Grial y María Magdalena, de los tertulianos radiofónicos (yo lo soy), de las encuestas, de las campañas de fomento de la lectura, de la moralina de los anuncios institucionales, de los matrimonios civiles adobados con tul ilusión, de los estúpidos controles de los aeropuertos, de la tortilla de patatas servida en copa, de las gilipolleces de Ferrán Adriá y los cocineros creativos, de los millones de cursis, de los millones de horteras, de los millones de consumistas papanatas, de la plebe en general y de casi todo lo que por ser español y habitante del siglo XXI me ha caído en perra suerte.

¿Qué esperar, por otra parte, de un país en el que hubo un ministro del Interior que se llamaba Mayor Oreja (perdóname, Jaime, pero un chiste es un chiste), hay ahora otro que se llama Rubalcaba, manda en Cataluña un individuo que lleva nombre de vino andaluz y el banquero más importante se apellida Botín?

Nomen est omen.

Y ahora, conde-duque, envíeme vuecencia los corchetes, pero es mi deber avisarle de que va a perder el tiempo. Los septuagenarios y los niños somos, ya lo dije, por ley de edad y de encogimiento de hombros, invulnerables. Tanto, verbigracia, como por trágala del Sistema lo son sus Señorías. Y además me importa un pito, se lo aseguro, lo que vuecencia piense, lo que sus ministros opinen y lo que la gente diga. A la vista está.

Non serviam. Año nuevo, ¿vida nueva? ¡Viva Valle-Inclán! ¡Abajo Salsa rosa, el socialismo, los okupas, el centenario del Quijote, Soria Ya y Teruel Existe! ¿Será el de hoy un gran día? ¿Tendrá cojones El Mundo para publicar este artículo? ¡En pie, patricios de la tierra! Tal es mi envite. Fin de la proclama.

Fernando Sánchez Dragó


Publicado en: ...el 10 Enero 2007 @ 14:55 Comentarios (473)