El mundo está lleno, por fortuna, de cosas raras, y raro es, en efecto, que casi nadie ―ni turistas ni viajeros― incluya Gujarat en su hoja de ruta, o lo haga sólo como zona de breve e inevitable paso, cuando visita la India. No soy yo la persona más indicada para presumir de lo contrario, pues durante varias décadas he cometido el mismo error, víctima, como tantos otros, de esa dolencia mental y óptica que es la distracción. Pasé de largo, sin reparar en casi nada, por la zona central y el flanco oriental de Gujarat en el otoño del 68.
Y permítanme reconstruir aquel viaje. Miren un mapa. Entré en tierra gujarati por el camino que conduce a ella desde el monte Abu, enclave de santidad jainista coronado por tres templos marmóreos que parecen joyas cinceladas por un orfebre florentino, atravesé un desierto de infinitud parduzca habitada por una plétora de pavos reales que desplegaban sus colas como si fueran peinetas de mujer de lujo en tardes andaluzas de toros, yeguas y vinos finos, hice noche en Ahmedabad, capital del estado, di allí, por la mañana, buena y veloz cuenta de unos cuantos monumentos y salimos de estampida hacia la gateway of India pasando de refilón por Vadodara ―la Baroda de los parsis― y, casi fuera ya de Gujarat, por Daman, la ex colonia portuguesa, que sigue pareciéndome hoy, como ya me lo pareció entonces, uno de los lugares más absurdos que haya visitado nunca. Eso fue todo.
Bueno, todo, no, porque en Ahmadabad me encapriché con la mangosta de un encantador de serpientes, se la compré por pocas rupias, la bauticé con el nombre de Riki-Tiki-Tawi, en homenaje a la heroína del célebre cuento de Kipling, y me la llevé campo a través de la India hasta que se extravió, asustada por unos niños, en una gasolinera de Mysore. Era, aquel roedor, un encanto, un ángel, un animal divino. Viajaba sobre mi hombro, besuqueaba el lóbulo de mis orejas con su hociquillo fresco y me limpiaba con su patita delantera la cazoleta de la cachimba cada vez que yo, después de haber fumado en ella, se la tendía.
Nunca he vuelto a tener una mangosta. Dones y pérdidas: así es la vida.
Pero quizá, quién sabe, fue su espíritu, o el de su estirpe, o el de su descendencia, si la tuvo, lo que hace un año, en la primavera de 2005, tiró de mí y me condujo por segunda vez ―hippy anciano, cowboy o sheriff de Peckimpah que se niega a dejar de serlo― hasta el fulgor, el silencio y la calma, todo simultáneo, de Ahmedabad. Allí nació un 2 de octubre el padrecito ―bhapu lo llamaban― Gandhi. Yo también nací ese día, aunque en peores tiempos, los del 36, y en distinto año. Quizá también tiró de mí esa coincidencia cronológica, esa convergencia zodiacal, esa fraternidad de horóscopo.
Pero en mi segunda expedición, hace nada, y sea como fuere, con o sin mangosta, con o sin Gandhi, ya no iba distraído, sino muy atento.
A Gujarat, que siempre ha sido región de cruce, puede llegarse desde muchos sitios, incluso por mar, como lo hacían los veleros portugueses, o desde Paquistán, que es nación limítrofe, aunque no sé si ese punto de entrada es hoy viable. Recomendable, desde luego, no. Cachemira queda lejos, allá arribota, pero hindúes y paquistaníes, doquiera estén, son como gatos y perros que se pelean en la misma jaula.
Yo lo hice, llegar a Gujarat, en la excursión (o, mejor, incursión) que ahora relato, desde el lugar, acaso, más hermoso, por mil motivos, de la India: Mandu, la ciudad olvidada y colgada de las nubes. Sí, sí, ya sé que, tratándose de ese país, lo que acabo de decir es mucho decir, pero lo digo, y que los cuatrocientos millones de dioses del Panteón hindú ―¿quién demonios los habrá contado?― me perdonen.
De Mandu ya hablaré ―escribiré― otro día. Lo tengo pendiente. Si hoy lo cito es sólo por escrúpulo cartográfico y, también, para explicar a quien me lea que iba yo, cuando entré en Gujarat, contento, impresionado, casi en arrobo.
Y cuando salí de él, alrededor de quince días más tarde, seguía estándolo.
Lugar de cruce, dije, y lo es ―Gujarat― no sólo de gentes, de culturas, de idiomas, de costumbres y de invasiones, evasiones y guerras, sino también de la mitología con la historia, o viceversa. No es fácil, lo aseguro, entender y digerir la India sin haber estado en Gujarat. Y casi nadie, ya dije, ni siquiera los indios, sólo los nativos (y muchos de ellos se van a Londres o a Nueva York, donde los llaman patel, que es el apellido más común en la comarca), lo hacen.
¿Por qué? No lo de emigrar o no haber ido nunca, sino lo de entender y digerir la India… A eso me refiero. Y añado ―respondo― que en la costa meridional del Estado se encuentran, geografía sacramental e imaginaria, muchos de los lugares que jalonaron y en los que, dicen los textos y las voces del inconsciente colectivo, transcurrieron los portentosos hechos de la leyenda de Krishna, que es el Cristo hindú y el Niño Jesús de hinduismo, el divino pastor (por ese apodo se le conocía) que no fue a Belén, porque la pastorcillas ―las gopi― se lo rifaban, el hombre que iluminó a Aryuna e inspiró la Gîta, evangelio mayor del hinduismo, la manifestación y encarnación humana de Visnú, segunda persona del Verbo y de la Trinidad india, el Redentor asaetado por los arqueros y sayones del rey Kanda…
Así ―contado queda con autoridad de escritura sagrada― lo aseguran el Mahabbharata, la Gîta, Govinda, los Purana…
¿Les suena todo eso? Prodigios como los mencionados, y como los que menciono, se produjeron al sur de Gujarat, en su costa, al hilo del érase una vez de las centurias áureas. ¿No quedará algo donde tanto hubo?
Allí, en el estado de la Unión India sobre el que ahora escribo, no sólo se ilumina, y se entiende, y se digiere, al trasluz de las leyendas de Krishna, el hinduismo. También lo hace el cristianismo.
La Edad de Oro, sí, pero aún cabe, en Gujarat, llegar más lejos, desplazándonos hacia atrás en la máquina del tiempo, volando con el ala delta de Ícaro, empuñando las riendas del carro ígneo del profeta Elías, remontando a contracorriente el río de la vida del universo y oteando desde esa perspectiva, desde tan singular atalaya, lo que sucedió antes de de que se produjera el big bang y estallase la guerra genesíaca de las galaxias.
No es, lo dicho, literatura volitiva e imaginativa de quien lo escribe, sino leyenda remota en la que los hindúes creen y, por lo tanto, para todos ellos, que son muchos, artículo de irrefutable fe. Vaya, quien no la tenga, al norte del litoral krisnaíta y contemple, estupefacto, mirándolo desde fuera y paseándose luego, con respeto o, si cabe, con unción y devoción, por sus adentros ―patios, galerías, azoteas, pabellones y sanctasanctórum―, el templo heliolátrico de Somnath, mil veces destruido y vuelto a reconstruir con minuciosa exactitud, al que acuden cientos de miles, quizá millones, de peregrinos todos los años y del que se dice ―y así lo creen sus visitantes jacobeos― que ya existía cuando Brama, espirando, exhalando, suspirando, creó el mundo.
No cabe, efectivamente, retrotraerse más, trepar más alto, rayar más hondo, volar más lejos…
¿Más lejos? ¡Pero si el templo de Somnath está a ochenta kilómetros de Junagadh y de Junagadh a Ahmedabad sólo hay trescientos cuarenta y cuatro! Un amén, aunque se recorran ―no sería imposible― a pezuña de camello. En Gujarat, como en la Castilla de Ortega, no hay curvas. Es, en su mayor parte, como el vecino Rajasthan, un desierto, y en los desiertos, que son mares petrificados, todas las líneas son rectas.
Somnath, aunque llegue a él zigzagueando, será uno de los puntos angulares y de los momentos estelares del viaje a Gujarat, y no tanto por lo que allí se ve cuanto por lo que se siente. Es un chakra de la mitología, un corazón de la geografía, una arteria coronaria del corazón de la historia, un párpado del tercer ojo, un lugar de poder chamánico… Venido a menos, por supuesto, en el entorno actual del Kaliyuga o Edad de Hierro (Violencia, Decadencia, Materialismo y Muerte) pero aún se percibe en él la energía que in illo témpore generó el mundo. Fue el dios de la luna ―Somraj― quien construyó en oro puro de infinitos quilates el primer templo, el segundo ―ya de plata― fue levantado por Ravana, rey de los demonios, Krishna utilizó la madera para levantar el tercero y fue, finalmente, reedificado en piedra por una deidad menor. Cuando Al Biruni, viajero árabe del siglo XI, lo visitó, tocaban y cantaban allí trescientos músicos, danzaban quinientas bailarinas y manejaban sus tijeras y navajas trescientos barberos cuya misión consistía en afeitar a ras de cuero cabelludo los cráneos de los peregrinos. Hoy…
Dejémoslo, a modo de señuelo, así, añada lo restante quien a Somnath acuda y regresemos todos ―ustedes, servidor y mi relato― al enclave, todavía ausente de estas páginas, por donde yo debía haber empezado y por donde, sin duda, casi seguro, empezará el viaje de quienes escojan como escenario de su aventura Gujarat. Vámonos allí.
Ahmedabad, capital del Estado con casi cinco millones de habitantes, es una ciudad próspera, industriosa, ruidosa, amistosa, cosmopolita, refinada, contaminada, acribillada por los riscsós ―dicen que en ninguna parte del mundo hay tantos por kilómetro… ¡qué digo por kilómetro!, ¡por centímetro cuadrado!―, y adornada por decenas de mezquitas, mausoleos, baolis (ya destaparé lo que ese palabro oculta) y otros monumentos con mucha miga, tirón y carácter. Dos días no bastan para recorrerla y se necesitan tres, como mínimo, para palparla, absorberla y llegar a quererla. Quizá ―lo último― resulte, al principio, fácil. Ahemedabad sorprende e interesa desde el primer momento, pero hay que arrojarse a ella con decisión y buena voluntad, cerrando los ojos (aunque sin para ello entornar los párpados), como el niño que se tira por primera vez a una piscina, y que sea lo que Dios quiera.
Un consejo: busque el viajero, para recuperar el aliento y la sindéresis, sosegar el pulso, pernoctar y soñar, un buen oasis. Es esencial. Quien no descansa, no mama. Yo lo encontré, el oasis, con avezado olfato de persona asendereada en tales lides, y fue mi bálsamo de Fierebras. Entrar en la suntuosa, elegante y, a la vez, sobria, contenida, espartana House of MG ―un heritage hotel que fue morada de un importantísimo empresario, mecenas y prócer local― y pasar instantáneamente del caos al orden, del estruendo al silencio, del monóxido de carbono a la pureza, era todo uno. Mano de santo. Verandas, grandes ventiladores, mobiliario de lujo, detallismo, delicadeza, dos restaurantes de primera clase, famulato digno de un marajá, servicios puntuales de la más variopinta índole, y todo eso por la décima parte, en rupias, de lo que en euros o dólares nos costaría semejante despliegue de confort en otros pagos (nunca mejor dicha esa palabra). La India colonial en estado puro y con todo su esplendor. Vayan y vean, y alójense allí si pueden permitírselo. Está en el centro de la ciudad, a dos pasos de la mezquita de Sidi Saiyad, ante la que nadie debería pasar de largo y a menos de un kilómetro de las plazuelas, callejuelas y callejones con o sin salida del bullicioso casco antiguo y moderno dédalo de la ciudad. Agarren un ricsó, sujétense a sus barras por si vienen curvas, que vendrán, imagínense que están en la cabina de cualquier montaña rusa, trasládense donde digo y hale, fluyan, déjense ir, resbalen, deslícense cuanto quieran, porque se divertirán, se sorprenderán, picotearán (si no son dengosos y melindrosos… No lo sean) y, vayan donde vayan y acaben como acaben, siempre irán adonde hay que ir y acabarán como hay que acabar. Estamos en la India, fratelli, y ―aunque musulmán en muchos de sus aspectos― conozco pocos lugares tan indios como ese barrio.
Hablaba yo antes de los baolis sin aclarar lo que por tal se entiende. Lo hago ahora. Son pozos profundísimos y elaboradísimos, de empinadas escaleras descendentes (y a la inversa, sobra decirlo, luego) y numerosos niveles repechos o plataformas circulares de curioso pergenio repujado y labrado mármol o roca viva a golpe de buril, martillo, laboriosidad y ensueño. Rascacielos, por así decir, invertidos, subvertidos, que buscaban y encontraban con ahínco, trajín, duelo y alegría de pozos artesianos, y artesanales, el agua dulce, allí donde estuviese, para saciar la sed y el apetito de higiene, para lavar, para baldear y para irrigar la enjuta, abrasada y afanosa tierra de labrantío. Los baolis abundan dentro y fuera de la ciudad, en sus aledaños, en todos los poblachones y aldeas del estado (también los hay en el Rajasthan, aunque allí los llaman baoris), y eran ―son―, además de joyas de la arquitectura, lugar de encuentro, de juegos infantilies, de chismes de mujeres, de chistes de varones, antenas de radio macuto, ágoras y cenáculos, trastiendas de la vida vecinal y tribunas del quehacer municipal, liceo y academia de santones, pícaros y filósofos, remansos de frescura para aliviar los rigores del estío, baños públicos y palmerales sin palmeras en los que se detenían y recuperaban el vigor y el buen humor los camelleros de las caravanas. Visitar los baolis es, amigos, obligatorio. Sigamos.
¿Mezquitas? Muchas. ¿Templos? Algunos. ¿Museos? Bastantes.
Deber de quien llega a Ahmedabad es buscarlos, pero les daré una pista: póngase el visitante, para cuanto la mencionada búsqueda y el transporte dentro o fuera de la ciudad requieran o aconsejen en mano de un tal Ahmed, que es de fiar, lo sabe todo, está más que acostumbrado a lidiar con extranjeros, habla un inglés aceptable (mejor que el mío, pero eso es poco decir), propone tarifas juiciosas y susceptibles, como todo en la India, de regateo y tiene un ricsó más que relimpio que las enaguas de una princesa en su noche de bodas y varios vehículos de mayor aforo, almacenaje y cilindrada. En The House of MG facilitan su teléfono, aunque la gestión es ociosa, pues el número viene en los papeles de la carpeta que forma parte de la dotación de las habitaciones.
A Ahmedabad se la conoce por el apodo de la Manchester de la India, y algo habrá en ella para que así la bauticen. Lo hay, y es su inmemorial y cada vez más floreciente industria textil, cuyas ramificaciones y terminales se extienden por toda la India. Tan hermosas como celebradas urbi et orbi son, cierto, las telas de ese país, en general, y eso es algo ―el tejido fabril― que deben a los ingleses, pero ninguno lo son tanto como los procedentes ―made in Gujarat, garantía, etiqueta y certificado de origen― de Ahmedabad. Tiene allí su sede ―y es visita inexcusable que demanda y merece varias horas― el Calico Museum of Textiles, instalado en una haveli (vivienda tradicional y profusamente decorada de quienes en las regiones desérticas del sudeste de Delhi se enriquecieron con las alfombras, las gemas y el tráfago de las caravanas) construida y reinventada a partir de piezas de desguace, reventa y trapicheo de antiguallas. El museo Calico es mucho más que una serie de salas de exposición de objetos como hay tantas en el mundo. Está vivo y… Bueno, bueno, merecería ser ―ahora andan con esa vaina― una de las siete o siete mil nuevas maravillas del planeta, pero describirlo y ponderarlo me llevaría mucho tiempo y requeriría, en consecuencia, muchísimo espacio del que aquí se me concede. Visítenlo, agradézcanme la indicación, que es también exhortación, y punto, pues ya va siendo hora de que nos larguemos, deprisita, arreando y abreviando, porque la mies de Gujarat es mucha y tendré que apelmazarla, hacia… ¿Hacia dónde? Hacia Lothal, por ejemplo, que dista ochenta y cinco kilómetros rumbo al sur. Caben otros caminos, otros derroteros, pero ése es el que yo, en mi último viaje tomé, por lo que no veo motivo alguno para proponer otro.
Dije antes que Gujarat es uno de los puntos focales, genésicos, de la mitología hindú, y añado ahora que lo es también de la historia de la India. En Lothal floreció hace cosa de siete milenios, siglo arriba, siglo abajo, la cultura más remota, en el tiempo, del valle del Indo: la de Harappa, cuyo ombligo y núcleo inicial y capital de difusión estaba en ese país hogaño odioso, por su integrismo islámico, y antaño hinduista, y por ello tolerante y tolerable, que se llama Paquistán.
En Lothal se palpan las vísceras de un ayer tan lejano como misterioso, pues no es mucho lo que se sabe acerca de lo que intramuros de la civilización y era de Harappa se cocía, pero lo descubierto hasta ahora y lo que en las excavaciones, aún en marcha, de ese yacimiento arqueológico va, poco a poco, aflorando, basta para que el ánimo del viajero vuele y componga, a su modo, una estampa de novela de Pierre Benoit o Rider Haggard.
Lothal significa, en gujarati, montículo de la muerte, y no es para menos… Campos de soledad, mustio collado, diría el poeta de las ruinas de Itálica. La comparación no es ociosa. Escucha el viajero allí, mientras absorto frente a la llanura infinita otea el horizonte de la nada y vagabundea por las calles, los muelles, las dársenas, los diques y las compuertas de lo que fue, seguramente, pujante puerto semifluvial, casi marítimo, alejado hoy del agua por las visicitudes geológicas y metereológicas, el fúnebre martilleo de la música de fondo del sic transit.
Pero no se engañe quien me lee. Lo que los ojos ven en Lothal necesita ser apuntalado, completado, por la imaginación. Hay en sus ruinas, poca cosa tangible, pero abunda lo invisible, y ya dijo Saint-Exupéry, en El Principito, que eso, cuanto no se ve, pero se siente, es lo esencial.
¿Vemos lo que somos o somos lo que vemos? Quizá pueda el viajero resolver en Lothal ese koan.
El siguiente punto de destino, en buena lógica geográfica, y etapa cimera de cuanto cabe visitar en Gujarat, es Palitana. Pronto llegaremos allí, pero permitámonos antes un bucle: el Parque Nacional de Veladar, árido, pelón, de escasa fauna y aún más escasos servicios de alojamiento y avituallamiento, lo que forma parte de su encanto, pero que merece, con todo, la visita ―sólo, eso sí, aconsejada a exquisitos que no se la cojan con papel de arroz, a viajeros duros y a frailes mendicantes―, porque parece secadero de bacalao, un territorio complementario del manual de zoología fantástica de Borges. Lo digo, pájaros aparte, pues los hay a granel pensando en dos de los vecinos que más abundan en tan surrealista, excéntrico (en el sentido literal de la palabra) y estrambótico lugar de autos: a los antílopes negros provistos de extravagantes y elegantísimos cuernos con forma de espiral y a los no menos asombrosos nilgai, que son extrañísimos cuadrúpedos de pezuña situados, por su aspecto, a mitad de camino entre la vaca y el caballo. No sé, la verdad, cómo definirlos. ¿Centauros equinos? ¿Vacunos centáuricos? ¿Engendros de la isla del doctor Moreau? ¿Vástagos de bestiales orgías celebradas contranatura para combatir el tedio de las horas muertas en el largo crucero comprendido por el arca de Noé? ¿Clones fallidos y fugados de los laboratorios de la transgenética del siglo XXI? Vayan, vayan allí, si la curiosidad les pica, achichárrense, ármense de paciencia (y de víveres previamente adquiridos) y formulen sus hipótesis.
Palitana…
Pero, antes, un consejo. No se empeñen en dormir allí, a no ser que esté ya abierto el Vijay Vilas, otro heritage hotel, que consigan encontrarlo y que alguna de sus seis habitaciones esté desocupada. Yo no tuve esa suerte y, tras dar mil vueltas de cangilón de noria en busca de una cama moderadamente limpia no me quedó más remedio, salvo el del dormir al raso entre turbas de pícaros, beatas y peregrinos, que irme a la relativamente cercana ciudad de Baghnavar, alojarme allí en el suntuoso y espacioso ―toda una experiencia, agradabilísima, por cierto, y vale también la afirmación para su refinado e inesperado restaurante al aire libre― hotel Nilambang, que fue morada de un señorón venido a menos, abandonar ese paraíso a las cuatro de la mañana y, volviendo grupas, encontrarme ya alrededor de las cinco al pie de la colina de seiscientos metros de altitud en cuya cumbre levantó el jainismo algo que parece un sueño, y que, aunque de piedra, lo es.
¿Cabe en cabeza humana construir y suspender del éter por el que sólo las más intrépidas rapaces vuelan una ciudad sagrada y centro de peregrinación en cuyo recinto despuntan ochocientos sesenta y tres templo ―sí, sí, han oído bien― edificados con artesanía de encaje de bolillos hace la friolera de novecientos años?
Poco se puede añadir. Las palabras, por mucho que se busquen y se ajusten, se quedan cortas, no sirven para transmitir quien acometa, con ánimo alegre y piernas firmes, y siempre a la del alba, para que el sol no apriete, la inconcebible fatiga de ir dejando atrás, uno después de otro, y otro más, y otro más, y aúpa, compañero, no te me vengas abajo, los tres mil quinientos setenta y dos escalones ―cuéntenlos, si no me creen― que conducen desde la llanura hasta la cima.
Y una vez en ella…
Soy compasivo. Les echaré una mano. Cabe contratar, al pie de la montaña, un dolí, es decir, una especie de palanquín o sillita de la reina en la que dos membrudos porteadores los llevarán en andas, descansando a veces en los repechos de la escalinata, hasta rendir viaje en el umbral de la civitas Dei… Pero no digan que yo lo he dicho, porque lo canónico es hacerlo sin ayuda, por las bravas, a pelo, a pie, y con un par de pulmones a prueba de alpinismo, vértigo y soroche, y no, nunca, como un señorito de posibles remilgos y rostro pálido. Sin esa condición no se limpia el karma ni hay, para el cristiano, jubileo, lo que significa que este cura sigue con sus pecados a cuestas, sin indulgencia plenaria que los borre, pues subió, lo confieso, levitando y en volandas, arre, caballito, vamos a Belén, aunque no lo hizo así para salvar la cara y el amor propio, durante todos los tramos del trayecto. ¿Me servirán de disculpa antes el Altísimo, y ante todos ustedes, que vergüenza, los tres by-passes de las coronarias?
Gajes de la edad y de la vida a quemarropa. Corto y paso.
Y, además, lo aprieto… El paso, digo, pues me queda mucho Gujarat por delante y sólo tres páginas para contarlo. Nunca tuve, como escritor, y seguro que tampoco en otras cosas, sentido de la medida.
Nuestro destino, ahora, es la islita de Diu, que fue colonia portuguesa y está hoy unida a la costa por istmo artificial de asfalto y peaje, pero desviémonos un poco de la línea recta que antes mencionaba para visitar de refilón el término de Alang, mastodóntico cementerio de despojos náuticos procedentes del desguace de todo tipo de buques y baratillo ―decenas y decenas de almacenes y lonjas de quincallería dispuesto en fila india a lo largo de la carretera― en el que puede encontrarse y comprarse a precios irrisorios cualquier objeto, por disparatado que sea, de los que componen el mobiliarios de los barcos. Aquello parece, como mínimo, un cuadro del Bosco, el estómago de la ballena que se tragó a Jonás o el Gran Bazar de Estambul. Asombroso.
Diu es una joya aún oculta y al resguardo en el joyero, pero está a punto de perder su status. Alienta en mí el deseo de irme a pasar allí una larga temporada antes de que la marabunta del turismo se adueñe por completo de la isla y la trasforme en una sucursal de Marina Horror, vacaciones todo el año. Está eso al caer. Las primeras hormigas exploradoras ―procedentes, en su mayoría, del infierno de Bombay y pertenecientes a la clase media enriquecida por el milagro económico que vive el país ya han hecho acto de presencia, invaden las casas de comidas a la vieja usanzas con su griterío y la zafiedad de sus modales, ensucian las playas con sus despojos y la irritante algarabía de la pésima educación de sus criaturas, e incorporan a la música de fondo ―constante y relajante― de las olas y del viento que mueve las palmeras el rudo brutal de las horrísonas canciones que emiten, a pleno volumen, los altavoces de sus aparatos.
―¿Cómo dice usted?
―Sí, sí, claro que han aparecido ya, arrimados a las playas todavía virginales, los primeros diplodocus de cuatro estrellas provistas de piscinas en forma de riñón, gimnasios para turistas y gordinflones, tratamientos ayurvédicos para vikingas tontorronas, chulitos de playa para cuarentonas insatisfechas, servicios de spa y toda suerte de horteradas.
Pero Diu es aún, pese a lo dicho y a los nubarrones que lo amenazaban (ya hay, ¡mecachis!, vuelos directos desde Bombay), lo que fue Goa en los sesenta: un paraíso de quietud, de libertad, de baratura, de lujoso subdesarrollo, de pereza y de pobreza, de cosmopolitismo ultramarino, de bebidas alcohólicas, de pescado fresco, de cordialidad y de dolce far niente, envuelto todo ello en casi imperceptibles aromas lusitanos, épica de verso de Camoens, túnicas y greñas de supervivientes del movimiento hippy, en sexualidad y sensualidad difusas, efluvios de tierra de frontera y sonidos lejanos de fado lisboeta.
Toque de silencio, amigos. Estoy revelándoles, y sé que hago mal, pero ya todo es inútil, caigan sobre mí las columnas del Templo y empiece cuanto antes el Diluvio, un secreto que corre de boca en boca y de oído en oído por la India sólo entre nosotros, los de entonces… Absténganse el resto de los mortales.
De Somnath ya se ha hablado. Hablaré ahora del Parque Nacional de Sasan Gir. Está a cincuenta y nueve kilómetros de Junagadh, por donde también pasaremos, y es el último reducto del león asiático de negra crin.
Yo tuve suerte. Vi muchos ―una media docena larga― y guardo de ello una vívida impresión que el paso de los meses no ha borrado. Quizá porque a algunos de ellos los avisté de cerca y no desde la seguridad del vehículo, sino desde la incertidumbre del caminar a pie. Quizá porque hay aún asentamientos y paupérrimos aldeas de tribus ―los maldhari― que fueron nómadas, y dueñas absolutas del bosque y sus misterios, y que ahora sobreviven malamente acogotadas en los últimos calveros de una selva acogotada también por la sequía, la deforestación y el turismo. Quizá por…
Fue todo, desde que llegué, una jornada mágica. Me sentí durante horas como se sentía, supongo, Mowgli cuando Baloo, Bagheera, Kaa, Akela y el Hermano Gris lo acompañaban. También lo acompañaba el agua, y el viento, y la banda sonora de la jungla. Luego, como él, como Mowgli, también yo regresaré al poblado, a Ahmedabad, a Delhi, a España, a Soria, a la familia, a las rutinas…
Y a la condición humana. El hombre vuelve al hombre: tal era el melancólico estribillo de la canción que los pobladores y amigos de la selva, al irse Mowgli, le dedicaron. ¡Quién hubiese nacido niño lobo! Sería placer de dioses y néctar de libertad reencarnarse en eso.
Regresé, sí, con la cabeza gacha ―alejarme de lo consuetudinario es esplendor en la hierba, acercarse y retornar a ello es el único momento amargo del viaje― a todo lo enumerado, pero antes (era forzoso… ¡Y aunque no lo hubiera sido!) pasé por Junagadh. Hágalo también el lector. ¡Fantástico y milenario enclave, India brava, impoluta, sin turistas, barullo, hermosos edificios de otros tiempos con pátina de polvo venerable, un fuerte de los que cortan el resuello, una mezquita intramuros de él, cuevas budistas, dos baolis de singular belleza, un mausoleo de nabab que habría aguantado el tipo frente al de Halicarnaso y la imponente peña en la que el emperador Ashoka grabó a cincel catorce edictos altamente juiciosos y misericordiosos dos siglo y medio antes de que Jesús dijese casi lo mismo en el Sermón de la Montaña! Y por añadidura, a dos pasos, al alcance de la voluntad y de los pies otra colina sagrada ―la de Girnar― y muy parecida, por no decir idéntica, a la de Palitana, pero con una variante. No son, como ésta, tres mil quinientos setenta y dos escalones los que conducen a la cima, sino diez mil, aunque cabe evitar los tres mil primeros salvándolos en carretera. Algo es algo. ¿Se animan?
Y, si lo hacen, y si la escalada les pilla en noviembre o diciembre, repongan fuerzas y segreguen endorfinas echándose al coleto un par de batidos de leche y mango. Éste, en gujarati, se llama kesar, y los de Junagadh llevan fama de excelencia en toda la India.
Por cierto, y ya que estamos… Comer en Gujarat es placer divino. El de tahalí, plato único y simultáneamente múltiple ―omnia in unum, como decían los alquimistas― que es despliegue de fantasía gastronómica y menú completísimo, vegetariano, por supuesto, a cuyo arrimo van apareciendo, de uno en uno o, por lo general, a la vez, alrededor de una docena de platillos habitados por legumbres, verduras, cereales y mescolanzas de sabrosísima delicadeza y acompañado por una escudilla de arroz y rimeras de chapatis. Todos los tahalí son de fiar, todos son buenos para el sentido del gusto y la salud del cuerpo, y algunos, en determinados lugares, rozan lo sublime. ¿Dónde, por ejemplo? Búsquenlos, pero, en el ínterin, concédanse una cena en el restaurante Agashiye, de Ahmedabad, que está en el último piso, con terraza incluida, del House of MG. Buen provecho.
Tengo que poner fin, ya mismo, a este reportaje, pero no lo haré. Avisarlos antes de que ningún viajero en su sano juicio puede irse de Gujarat sin echar antes un vistazo minucioso al Templo del Sol, en Modhera, al abolí rectangular de Surya Kund, que alberga en su interior más de cien santuarios y que está en frente al monumento recién citado y aconsejado, y al Panchasara Parsvanath, otro templo jainita, que se encuentra en Patan, a dos pasos de Modhera. Las dos ciudades pueden visitarse, desde Ahmedabad, en una sola jornada de ida y vuelta.
¿Hay más cosas, más sitios, más templos, más mezquitas, más baolis, más fuertes, más ciudadelas, medinas y alcazabas, más paisajes? Pues sí, las hay, y a borbotones: Gondal, Pavagadah, Champanes, Aya ―en las quimbambas―, la terra incognita (lo es también para mí. No llegué tan lejos) de Dwarda, Janagar y Kutch. Quédense para la próxima vez, que no ha de faltar ni de tardar, y de momento, señores, carretera sin manta, porque la segunda, en Gujarat, sobra y sería innecesario engorro. Ojalá disfruten del viaje tanto como yo lo disfruté. Nos vemos, cuando quieran, por allí.
Fernando Sánchez Dragó