Bangkok, 26 de mayo de 2008
Otra vez aquí, pero por poco tiempo…
Dentro de veintitantas horas estaré camino de España. Ha llegado, pues, el momento de cerrar el bucle que hace setenta días abrí.
Dediqué las primeras entregas de mi cuaderno de bitácora indochino (y, a veces, de desahogo) a los preparativos del viaje, de cualquier viaje, de todo viaje, y no sólo de éste, por considerar que tales cuestiones, mínimas, sin duda, a primera vista, pueden condicionar la tónica del mismo. Mal acaba, a menudo, aunque no siempre, lo que mal comienza.
Hablé entonces del equipaje y de los aeropuertos, y anuncié que a renglón seguido lo haría de las líneas aéreas, pero otros asuntos me distrajeron. Cumplo hoy con la palabra dada.
Cogí por primera vez un avión en febrero de 1956. Lo hice para huir de la policía de Franco, que me buscaba. Era de Iberia, me sacó de Madrid y me dejó en Santiago de Compostela, donde me recogió mi tío Jorge, me llevó a Ferrol y me dio asilo en su casa.
En 1965 cogí otros dos aviones. Uno, de Alitalia, para ir de Roma a Turín, donde tenía que cubrir para la RAI el Salón del Automóvil, y otro, de Air France, para ir y volver de Roma a París, ciudad esta última en la que los antisalazaristas portugueses iban a poner en mi pasaporte, fraudulentamente conseguido, el sello que me permitiría volar a Tokio e iniciar mi larga andadura asiática.
Todas las líneas aéreas, y créanme si les digo que probé muchas en aquellos años, eran entonces buenas. Ahora ya no lo es casi ninguna. Se han masificado. Se han adocenado. Son incómodas. Tratan a los pasajeros como si fuesen ovejas estabuladas. No salen ni llegan con puntualidad. Sus azafatas parecen sargentos, discípulas de Matrix o severas gobernantas. No dan comida. Dan pienso. Y lo que es aún más grave: nada las distingue, carecen de personalidad, son idénticas entre sí, ofrecen lo mismo, no tienen un mal detalle…
Vista una, vistas todas.
¿Todas? No. Por supuesto que hay excepciones: las de algunas líneas aéreas del sudeste asiático. ¿Sólo del sudeste asiático? Pues sí: sólo del sudeste asiático. No puedo elogiar a ninguna de las existentes en otras zonas del mundo. Lo siento. Ya me gustaría.
La JAL es (o era) excelente, como casi todo lo que lleva el marchamo de Japón, pero tiene un defecto: no vuela desde ni hacia ningún aeropuerto español. Sé que tiene el propósito de hacerlo en el futuro, a condición de que las autoridades de Sol, de Cibeles y de Barajas se lo permitan. Ojalá lo hagan. Madrid, con olimpiada, pero sin Tokio, seguirá siendo un poblachón manchego.
Era, digo, porque los japoneses me dicen que la JAL va a menos y no resiste la comparación con lo que fue. No puedo pronunciarme al respecto. Llevo tiempo sin tomarla.
De la misma carencia adolece la línea aérea de Singapur. Es fantástica, pero quien recurre a sus servicios tiene que hacer escala, al ir y al volver, en aeropuertos por lo general horribles: Frankfurt, Londres, París…
Y aunque no lo fuesen. El último tramo de los viajes de regreso a España procedentes de los confines asiáticos -Tailandia, Indonesia, China, Seúl, Japón- es peor que un descabello: apuntilla a quien, exhausto ya tras doce horas de vuelo, tiene que apurar el cáliz del viaje arrastrándose como un alma en pena por los interminables pasillos y controles de los aeropuertos europeos, arrostrando las vejaciones a las que como si fuera un terrorista se ve sometido y aguardando sabe Dios cuántas horas a que Iberia -¡Iberia! ¡Lo que faltaba!- lo transporte como una croqueta de supermercado a su destino final.
De la Korean Airlines sólo cabe hablar bien. Tiene además, por si sus virtudes fueran pocas, y no lo son, vuelos que arrancan de Madrid, ¡aleluya!, pero que únicamente llevan -nadie ni nada es perfecto- a Seúl, ciudad que queda un poco a trasmano, a no ser que el viajero vaya a Japón o a China.
Y yo, a China, no voy ni a palos. A Japón, por supuesto, sí, y para eso nada mejor, hoy por hoy, que la compañía coreana.
Dulcis in fundu. La mejor línea aérea del mundo es la Thai. No es la primera ni será la última vez que lo digo. No soy tampoco el único que lo hago. Hay consenso. Lo dicen todos. Gratitud, cortesía y sinceridad obligan.
Sé de lo que hablo. En los últimos seis meses he cogido siete vuelos de esa compañía y mi mujer otros tantos, no siempre coincidentes. Impecables, todos. Puntualidad de reloj suizo, delicadeza, elegancia, buenos modales, facturación rapidísima (sobre todo en Bangkok, pero no sólo), atención constante al viajero, aviones en permanente estado de revista, azafatas con las que cualquier varón juicioso se casaría, conexiones ajustadas al milímetro con los principales aeropuertos del vasto territorio que cubre y, como guinda, una orquídea.
La Thai, por añadidura, y en lo que me concierne, viaja a la zona del mundo a la que yo viajo con más frecuencia y –last but not least- no sale de la Terminal Cuatro, que es un parque de torturas, sino de la Uno, cuyo rostro aún es humano. Sólo por eso sería ya mi compañía preferida
Tengo dicho, medio en broma, que podría quedarme a vivir en la business de la Thai si dispusiera de dinero suficiente para financiar ese capricho. Es como un penthouse de millonario de película. ¡Lástima que yo no lo sea!
Y una última observación, ya que hablamos de clase business, porque es de justicia: los asientos de la British, en la categoría mencionada, son los mejores del mundo, tanto para dormir como para velar. Una delicia. ¿A que espera la Thai para instalarlos?