DRAGOLANDIA: Diario de Viernes (Ruta Quetzal-BBVA): 4. Algo más sobre Neruda


Neruda

Treinta y seis horas de navegación en el Valdivia. Ruido de motores, bandazos de mar relativamente gruesa, austeridad castrense y espartana. Hay tiempo para todo: para aburrirse (quien sea capaz de eso), para mirar el vacío del horizonte, cuando el sol lo alumbra, y la plenitud del firmamento, por las noches, para leer el nuevo volumen -absorbente, como todos los demás- del Salón de pasos perdidos de Trapiello, para ver películas en la sala de oficiales, para charlar con los chicos de la Ruta y con los adultos que la dirigen, y para seguir reflexionando, como lo hice en la segunda entrega de este cuaderno de bitácora, sobre el hombre cuyas sombras y luces líricas y épicas aún palpitan, gimen y ríen en Santiago, en Isla Negra, en Valparaíso…

Gran mal poeta, dijo Juan Ramón de Neruda, y poeta más cerca de la sangre que de la tinta, añadió su buen amigo García Lorca. Ambas opiniones son respetuosas, además de respetables. No quitan ni ponen rey, pero colocan al desmesurado escritor chileno en el lugar que a mi juicio le corresponde, matizan el análisis y la valoración de su poesía y rebajan un poco la quimérica calentura suscitada en la urbe y en el orbe por este monstruo de la palabra que tan eficazmente supo convertir la política en rampa de lanzamiento de la literatura.

Decir, después de tanto como ha llovido, que el poeta Ricardo Eliecer Neftalí Reyes padeció desde su infancia un galopante e incurable exceso de inspiración, y que de tan curiosa dolencia se deriva todo lo bueno y todo lo malo que hay o hubo en él, equivale a descubrir la pólvora, pero tampoco está de más traer a colación las cosas olvidadas de puro sabidas.

Sin ningún propósito peyorativo escribe Alberto Cousté -uno de los biógrafos del poeta- lo que sigue: si se agregan los libros que Neruda aún publicó antes de morir, las ocho colecciones de poemas que se publicaron póstumamente, sus memorias y los siete cuadernos de prosa varia que acaban de aparecer bajo el título de Para nacer he nacido, las dos mil páginas mencionadas por Hierow (en 1962) suben a más de cinco mil, configurando un corpus bibliográfico que supera el medio centenar de títulos.

Ante un maremoto poético de tamaña magnitud no queda más recurso que santiguarse, hacerse cruces y exclamar: ¡Jesús!, zambulléndose a continuación en el vivificante estreñimiento lírico de Valèry o de Rimbaud. ¿Cómo no va a haber quintales de broza (y hasta de cizaña) entre tanto trigo?

Súmese el volumen de las ventas a la frondosidad de la producción y… El balance es de vértigo, de pesadilla, de pies en polvorosa. Casi una incitación al analfabetismo. Nos encontramos ante una especie de Cecil B. de Mille de la poesía del novecentismo.

Un momento… Según Diego Muñoz (uno de los mejores y más constantes amigos de Neruda, y quizá la última persona que lo vio vivo, sin contar a Matilde Urrutia y a los médicos), Pablo expresó el amor en una forma tan auténtica que sus versos iban de boca en boca. Cuando un joven quería conquistar a una muchacha, le recitaba unos versos de Neruda, y listo.

Indudablemente. Sería injusto por mi parte no reconocer y agradecer aquí la elevada cifra de apetecibles mozas que allá por los años cincuenta y sesenta -juventud, egolatría- cayeron como castañas calientes en mis glotones brazos gracias a la astuta recitación, musitada al oído en lugares apartados, de los celebérrimos veinte poemas de Neruda, pero espanta y deprime enterarse de que en 1981 (sin contar, anota Cousté, las ediciones piratas) se había vendido, sólo en castellano, la friolera de dos millones y medio de ejemplares de ese librillo adolescente. Sumen (o multipliquen) y estremézcanse: cincuenta millones, cincuenta, de cantigas de amor nerudianas circulan a su aire, sin collar ni bozal, por el ámbito de nuestro idioma, lo que significa que salimos a una media de una trova de amor de Neruda, como mínimo, por cada seis hispanoparlantes.

Mucho amor me parece eso, la verdad… Se explica así la actual escasez de vírgenes, pero por lo mismo y al mismo tiempo me abruma ahora la terrible sospecha de ser o haber sido -yo y todos nosotros, los de entonces- ni más ni menos que una partida de horteras. ¡Y nos creíamos tan rompedores! Las zagalas de la generación de mi madre, al fin y al cabo, también se dejaban convencer (y vencer) por el clandestino y rotundo sartenazo de una dolora de Campoamor recitada a tiempo.

Ni tampoco es grano de anís la reserva espiritual de Occidente que supone la libre circulación de dos millones y medio de patéticas canciones desesperadas. Una se atribuye a Espronceda, y con sólo eso tuvimos bastante los de mi quinta para ensombrecernos e inclusive para masturbarnos a la espera de algo más sólido y tangible.

Dejémonos de bromas… O, mejor dicho, metámonos en política. No cabe ahí absolución alguna. El torpe y miope estalinismo profesado por el autor del Canto general le hizo incurrir en la aberración de repudiar lo que muchos -y yo entre ellos- consideran su mejor etapa: la surrealista… Fue el propio Neruda quien en 1949 prohibió la edición rumana de Residencia en la tierra, con los argumentos de catequesis de María Inmaculada que aquí transcribo: Contemplándolos ahora considero dañinos los poemas de Residencia en la tierra. Estos poemas no deben ser leídos por la juventud de nuestros países. Son poemas que están empapados de un pesimismo y una angustia atroces. No ayudan a vivir, ayudan a morir. Si examinamos la angustia ―no la angustia pedante de los esnobismos, sino la otra, la auténtica, la humana―, vemos que es sólo la eliminación que hace el capitalismo de las mentalidades que pueden serle hostiles en la lucha de clases.

¿Y lo De César Vallejo? ¿Cómo, de qué y por qué murió tan prematuramente, en París y con aguacero, el autor de España, aparta de mí este cáliz?

Escuchemos a don Juan Larrea, testigo de cargo: “… desde entonces Neruda no se portó bien con Vallejo. Lo acusó públicamente y sin fundamento de trotskista por el hecho de que a la mujer del peruano se le fuese la lengua con facilidad, cosa que a nadie le era dado evitar por lo anárquico de su equilibrio. Y lo peor: impidió que se le confiara a Vallejo un trabajo retribuido que le correspondía por muchas razones y que quizá lo hubiera salvado de aquella su lastimosa muerte. A él y a Delia les eché en cara en más de una ocasión que no se dieran cuenta de que Vallejo no se encontraba bien y que […]. Fue inútil. Otra vez volvió a faltarle a Neruda la humana fibra amistosa. Antes de cumplir el año, Vallejo fallecía”.

El affaire sigue sub rosa, aunque no sub iudice. Quien desee llegar al fondo de él, y de las restantes carencias nerudianas, que consulte el espléndido libro de Larrea titulado Del surrealismo al Machupichu.

¿Y todas las miserias y ruindades inocentemente desembuchadas por Neruda en sus memorias?

Que ningún espíritu malicioso me atribuya intenciones aviesas o macabras. Aunque soy amigo de la verdad, también lo soy de muchos, muchísimos versos de Neruda. Mi juventud (y parte de mi madurez) hubiera sido distinta sin la lectura de su obra. Le estoy reconocido. Amo, como él, el amor de los marineros / que besan y se van. / En cada puerto una mujer espera. / Los marineros besan y se van / y una noche se acuestan con la muerte / en el lecho del mar. También sucede que, a menudo, me canso de ser hombre y…

Perdóname, Pablo, y farewell, mientras el suelo del Valdivia tiembla y sus motores rugen. Mañana llegaremos a la isla de Robinsón.

Publicado en: ...el 28 Febrero 2010 @ 21:15 Comentarios (20)

DRAGOLANDIA: Diario de Viernes (Ruta Quetzal-BBVA): 3. Valparaíso, Viña del Mar, el Valdivia


Valparaíso

Después de Isla Negra, Valparaíso…

Poca cosa. En esta ciudad vertical, a cuyo casco antiguo hay que trepar en ascensor, hace más bulla el ruido que las nueces. ¿Por qué la han declarado patrimonio histórico de la humanidad? No es para tanto, señores de la Unesco.

Eso sí: vista de lejos, desde la cubierta del Valdivia, buque de guerra en cuya sala de oficiales estoy tecleando estas líneas, gana.

Gana, como suelen hacerlo las cosas reproducidas en las tarjetas postales, e incluso se agradece el estatus conferido a la ciudad por la Unesco. Es una muralla de contención frente a los usos y abusos urbanísticos de la modernidad. No hay ni habrá nunca en el Valparaíso de las alturas los brutales rascacielos que salpican el de las bajuras.

A Viña del Mar, en cambio, no la salva ni siquiera el bálsamo de la lejanía. Así, desde lejos, la he visto acodado en la barandilla de la amura de estribor del navío, que surcaba ya, rumbo al archipiélago de Juan Fernández, la furia del menos pacífico de los océanos, y he pensado en Benidorm… Cementitis por todas partes. Queda sólo una villa del tiempo antiguo, hermosa, decadente y estresada, en lo alto de una cresta. Los hotelazos y los edificios de apartamentos la acogotan. ¡Qué agobio, cuánta indefensión! Parece un gorrioncillo. Da angustia verla.

El Valdivia forma hoy parte de la Armada chilena, pero nació en Estados Unidos y estuvo en dos guerras: la de Vietnam y la del Golfo. Luego lo vendieron. Es de color gris y su silueta, elegantísima, se disuelve en el paisaje náutico que nos rodea.

Glorioso ha sido ver cómo los chicos de la Ruta aguardaban en el muelle, mientras los titiriteros del grupo Libélula interpretaban pasacalles y canciones sanjuaneras del folclor soriano adaptadas para la ocasión (Moza de Ruta Quetzal en vez de “Moza si a la compra vas” y cantimplora en la cadera en vez de “esta tarde en la pradera”), y trepaban después por la pasarela del buque con las mochilas al hombro y la alegría al viento.

Ahora están en las sentinas que los alojan, no sé si durmiendo o armando bulla. Mañana…

Mañana ya les contaré. Vuelvo, de momento, la espalda a Valparaíso y Viña del Mar, subo al castillo de proa, me pongo al resguardo del viento en un rincón y rememoro el dictum latino: lo que importa es navegar.

Publicado en: ...el @ 21:03 Comentarios desactivados

EL LOBO FEROZ: La pell de brau

Un país es gente agrupada alrededor de símbolos. Lo de prohibir los toros en una región de España que juega a ser nación, y no seré yo -apátrida porque así lo he decidido- quien les niegue ese derecho, no es anécdota, sino categoría. Quizá exagere, pero no miento, si digo que el resultado de la votación celebrada el viernes en la Generalidad de Barcelona es el suceso de mayor trascendencia histórica (y geográfica) de cuantos han acaecido en aquesta pobre, triste i assortada patria -la definición es de Espriú, ínclito poeta catalán y autor de La pell de brau (La piel de toro)- desde la muerte del Caudillo. Dicen los italianos que los espaguetis son la unidad de Italia. Quizá, como yo, exageren, pero verdad es que, salvo el idioma, poco más tienen en común los sicilianos, los romanos y los milaneses. Por parecidas razones cabría decir que la unidad de España es (o era) el culto al toro. ¿Hay excepciones a esa regla? Pues sí… La de las Islas Canarias, por ejemplo, que españolas son, pero que nunca, por su origen, fueron ibéricas. Corrida viene de correr el toro, ya se haga eso dentro o fuera de una plaza, y correr el toro es algo que hacían los habitantes de aquesta patria, de costa a costa, de norte a sur, de tribu en tribu, de región en región, cuando los fenicios, los griegos, los romanos, los visigodos y los bereberes se dejaron caer por aquí. De ello dan minuciosa cuenta los geógrafos e historiadores del mundo antiguo. ¿Qué quedaría de Italia si su gobierno prohibiese la pasta asciutta? Pues lo mismo, más o menos, que quedaría de España si los andaluces, los madrileños, y los vascones -por poner tres ejemplos que cabría a elevar a diecisiete (o a quince, si excluimos las regiones ultramarinas sin tradición taurófila)- renunciaran, por trágala liberticida de sus representantes en los gobiernos autonómicos, a ese elemento de cohesión, rasgo de identidad común y factor de diversidad en el confuso magma europeo que son los toros. Cataluña dio el viernes un primer paso en esa dirección. Si ese abuso de la democracia prospera, ¡adéu, amigos! El parricidio se habrá consumado y los secesionistas se habrán salido con la suya. ¿Deberían pronunciarse al respecto las Cortes, la Moncloa y el Tribunal Constitucional? Supongo, aunque poco sé de tales cosas, que sí, pero me malicio que no lo harán. Lo suyo es oficiar de dontancredos. Acabará pillándolos el toro, pero allá se las apañen. A mí, como soy apátrida, de todo eso, plin.

Publicado en: ...el @ 21:00 Comentarios (8)

DRAGOLANDIA: Diario de Viernes (Ruta Quetzal-BBVA): 2. Nerudiana


Varios participantes en la Ruta Quetzal, en la casa de Neruda

En Isla Negra…

Allí está la más célebre residencia en la tierra (junto a la Sebastiana, la Chascona y la madrileña Casa de las Flores) del no menos célebre, en su día, y hoy legendario Neruda.

Un centenar de kilómetros generosamente pesados, rectas y curvas, serranías bañándose en el mar, nubes, niebla, ganado vacuno y equino, un paisaje de alta montaña -dehesas y coníferas- diluyéndose en la linde de arena de las playas, los habituales y cochambrosos barracones turísticos, una veintena de boliches consagrados al culto del marisco y unas cuentas docenas de villas más o menos señoriales y perladas de salitre por entre los abetos, los taludes, los bajíos, las mariposas, los pastizales y los arrecifes.

Y la casa de Neruda, claro… Un lugar de peregrinación, un museo de poemas, un refugio de gaviotas, un mito de la arquitectura y el sueño (o el delirio) de un constructor de viviendas elementales, en toda la extensión de la palabra.

Don Pablo -así se refieren a él los guías del enclave- empezó a construir ésta en 1951 y, en puridad, no llegó a terminarla nunca. Era un arquitecto de marquetería. Le gustaba, aquí y en sus restantes casas, ir añadiendo piezas, cobertizos, miradores, galerías, alas, cenáculos, invernaderos, bibliotecas, tingladillos o lo que se terciase alrededor de un humilde núcleo inicial.

Esta concepción de la arquitectura confiere a todas sus residencias un toque indefinible de provisionalidad, un caprichoso aspecto de opera aperta, de duna móvil, de niño grande, de estalactita en formación, de horadado roquedal marino.

Las casas de Neruda son y no son, a fuerza de serlo todo. Auténtica tentativa del hombre infinito y estravagario de hondero entusiasta, reflejan -diciéndolo con juicios y tropos de su biógrafo Cousté- la inconcebible diversidad de su obra lírica y el cíclico recomienzo de una aventura arquitectónica concebida, una y otra vez, según las reglas de la espiral, el mosaico y el laberinto. De ahí que puedan agradar o desagradar. Vienen a ser algo así como las jorobas, protuberancias y tentáculos de un oscuro cefalópodo desconocido. Redondean el cuadrado en vez de cuadrar el círculo. Aportan una intransferible e imprevisible solución al problema escolástico del movimiento perpetuo.

Tomo prestado el título de la mejor novela de Isabel Allende: Isla Negra es La casa de los espíritus. Náuticos, tendría que añadir. Mar, en efecto, por todas partes: enfrente, abajo, a la derecha, a la izquierda… Y dentro.

Sí, Neruda tenía razón: “El mar de Chile, el mar tremendo, con barcazas de espera, con torres de espuma blanca y negra, con pescadores litorales educados en la paciencia, el mar natural, torrencial, infinito”.
Y violento, rabioso, espumajeante, mordedor, ácrata, erguido, resacoso, añado y pienso yo en plena orgía nerudiana de adjetivos. “Aquí, en el sur del Pacífico, hay que poner atención: la tierra se termina. Unas leguas más o menos… y sobreviene el polo, sobresalta el abismo. Hay que juntar las cosas ante posibles invasiones del mar, hay que colmar el Arca con amor y con ruedas, con palabras y cosas que nos salven, que nos identifiquen mañana en la corriente de Humboldt”.

De ruedas hablaba Neruda en el texto islanegrino recién citado, y una rueda es, efectivamente, el primer objeto en que reparan mis ojos, pero no una rueda normal, sino descomunal, como de carreta española conducida con mimo por arrieros maragatos de mejores épocas… Después iré viendo otras, muchas otras, perdidas y derrengadas de rincón en rincón. ¿Símbolo, incontenible manía de coleccionista o trivial elemento de decoración?

De todo un poco, probablemente. Neruda se hizo decorador en su madurez (elegía piedra a piedra y listón a listón los listones y las piedras de sus casas), fue coleccionista desde niño (me lo confirmó hace veinticinco años Matilde Urrutia en La Chascona) y terminó, como casi todo el mundo, siendo algo budista en su vejez, pero con mesura y sentido del humor.

Y lo que insinué: trozos, astillas, fragmentos de dinosaurio, quijadas de corceles, antojos, surrealismos y, por doquier, sabor, olor y color a restos de naufragio. Una chabola de madera. Un almacén de nada. Un barracón de trastos. Una fuente con delfines pechienhiestos que se asoma, sin traspasarlo, al borde del abismo de la cursilería. Todo es de piedra y de madera. Y no iba a faltar, allá en lo alto del comedido torreón, una grácil veleta con hechuras de pescado. Tarareo en sordina, sin saber por qué, la canción de Spencer Tracy en Capitanes intrépidos: “¡Ay mi pescadito /deja de llorar, / aunque llores y rabies / allí te estarás!”.

Más delfines, visillos calados, moho, herrumbre, sillas coronadas por (o apoyadas en) imágenes de animales, una chimenea pedregosa y circular, ambiguamente atisbada por las rendijas, una mesa redonda que sirve de soporte a mil y un instrumentos de navegación, un lavabo con huellas de maricastaña, habitaciones que se enroscan y se enrocan en sí mismas, granito, mármol, ventanas ciegas y caprichosas, telones de lona blanquiverde tapiando tragaluces y orificios, caretas y carotas de piel cobriza, ferralla y maderamen procedentes de tifones y desguaces, papiros enrollados, estatuas polinesias en hornacinas, cestos, bolsas, sacos, faltriqueras, biombos de posición oblicua, mariposas, caracolas, escarabajos, una aldaba, un jardín primorosamente cuidado, una locomotora de vapor en rojo y negro y con la alta chistera del escape de humos, un velerillo de juguete ladeado y abandonado junto a un porche, balaustradas, un doble arco de piedra, matorrales rojizos y verdosos, un ancla hincada en un recodo del jardín, pitas, cactus, un friso circular de peces, un pavimento con conchas incrustadas, una pieza de metal oxidado en la que dice: “Oficina de visas de Valparaíso, 1905, Fundación Taracapa”, varios arqueros chinos grabados con técnica de batik en papel de arroz, un guerrero (o quizá un santo) en su incómoda peana, un pabellón inútil, un triclinio empapado, una barca varada, un puesto de observación, un candelabro barroco de nueve luces, una viga poderosa y transversal en la que leo: Regresé de mis viajes. Navegué construyendo la alegría. 1958. P. N…

Y nada más. Solo lo dicho: los restos de un naufragio. He aquí lo que queda de Neruda en su bastión de Isla Negra, casa -hoy- de los espíritus. Lo demás es silencio.

¿Silencio? No del todo. “¡Cuánta piedra litoral alrededor de nuestros ojos! Son redondas de ola, abruptas de arremetida, salidas de los volcanes oceánicos. Son lisas de ágata, ferruginosas y hostiles, acostumbradas al golpe de la sal, al derrumbe del cielo”…
Las palabras de Neruda me envuelven a dentelladas, caricias y borbotones. Aquí, en este telúrico momento de fuerzas y de aire, es como si las hubiese escrito pensando en mí: un don -el del tú a tú- que sólo tienen los propietarios por derecho divino del territorio libre de la poesía.

Y don Pablo me acoge en él, me abre sus puertas con generosidad ancha y feliz: Te puedes sentar, viajero, en esta casa de piedra. Es tarde tal vez bajo tu bandera, en tu patria. Aquí siempre es temprano y el fuego está por encenderse. Algunas figuras errantes, de los navíos, se perdieron de ruta y aquí persistieron, falsamente atadas: libres, en realidad, dispuestas al mar quieto, capaces de irse otra vez a sus itinerarios. Tú, si quieres permanecer o disolverte, puedes hacerlo. Lo único que se exige es azul”.

¿Qué hacer? ¿Qué no hacer? ¿Permanezco, me disuelvo, sigo hacia otra parte?

Y es de nuevo el poeta quien me responde, quien -casi a gritos… ¡Por allí resopla!- me da pauta, consejo y viático. “¡Vamonos -me dice- a Valparaíso, al insólito puerto sin puertas, a la puerta de los anchos mares!

Le obedecemos: donde hay capitán… El nuestro -Miguel de la Quadra- aún no ha llegado, pero sus quetzales siguen.

Y yo con ellos.

Publicado en: ...el @ 20:54 Comentarios (2)

EL COBAYA: Té, chocolate y café

Tres bebidas, tres territorios, tres sustancias sacramentales, porque dan vigor al cuerpo y salud al alma.

La sabiduría, dijo Buda, consiste en estar despiertos, en prestar atención… La teína, la cafeína y la teobromina (así se llama el alcaloide principal del chocolate) nos ayudan a ello.

Tres territorios, tres fronteras culturales, porque el té es de origen asiático, africano el café y precolombino el chocolate. Hoy, sin embargo, son de todos y están en todas partes. ¿Por qué será?

Sus virtudes terapéuticas y energéticas son formidables. No tienen más contraindicaciones que las derivadas del abuso, aunque pueden generar, como cualquier otra cosa, reacciones adversas en determinados individuos.

Yo las tomo a diario… Doscientos miligramos de cafeína No-Doz, made in Usa, por las mañanas, y cuando las circunstancias lo exigen añado otros cien a las seis horas.

Lo primero que pregunté a mi cardiólogo después de la implantación de tres by-passes en mis coronarias fue si podía seguir haciéndolo. Me dijo:

-Nadie hasta ahora ha conseguido demostrar que la cafeína perjudique el corazón. A algunas personas les provoca arritmias o taquicardias y a otras les sube la tensión, pero son reacciones individuales. Si no es tu caso…

No lo era. Seguí y sigo con la costumbre. Suelo tener entre 60 y 65 pulsaciones por minuto, ritmo cardíaco regular y casi nunca supera mi tensión sistólica la cifra de 120 ni la diastólica la de 70.

Mi mujer, que es japonesa, me prepara todos los días un litro de té verde. Lo voy tomando tacita a tacita mientras trabajo. Sus compatriotas también lo hacen. Japón es el país del mundo en el que menor incidencia tienen las enfermedades cardiovasculares.

En cuanto al chocolate… ¡Mmmm! Pero que sea negro, cuanto más amargo, mejor y sin leche, por supuesto, ni grasas hidrogenadas, ni canela, ni tonterías (excepto chiles, pimienta, naranja amarga y jengibre). En cuanto a las dosis… Ya saben: nada en exceso. Ésa era una de las dos frases grabadas en el dintel del santuario de Delfos.

Publicado en: ...el 26 Febrero 2010 @ 01:07 Comentarios (24)

DRAGOLANDIA: Diario de Viernes (Ruta Quetzal-BBVA): 1. Santiago de Chile

Lunes (con retraso porque no había internet). Ya estoy aquí. Casi catorce horas de viaje aéreo, tranquilo, puntual y cordial. Iberia ha cumplido mientras yo, ajeno a todo, leía las memorias de Kikí de Montparnasse, me atizaba medio trankimazín y una pastilla de somnovit disueltas en dos copazos de buen vino -a grandes vuelos, grandes remedios- y dormía ocho horas de un tirón.

Desperté, subí la cortinilla de la ventana y las cumbres de los Andes, magras de nieve, terminaron de espabilarme las pupilas. Pensé, al verlas tan descarnadas, en el cambio climático y en los señorones de Copenhague, maestros del paripé decididos a no hacer nada. Los zorros al cuidado del gallinero.

Es la cuarta vez que aterrizo en esta ciudad. No reconozco el aeropuerto. Ha ido creciendo éste, para peor, como sucede siempre que hay metástasis, a medida que yo envejecía.

No importa. Llego al hotel y allí me espera el reencuentro con los amigos de la Ruta Quetzal, a los que no veía, excepciones aparte, desde que en 1994, absorbido por otros menesteres y atraído por otros horizontes, dejé de ser cronista de Indias de la expedición.

Quince años son muchos, pero el rescoldo de la amistad es lumbre que sólo la muerte apaga, y a lo mejor, ni eso. Robinsón de la Quadra aún no ha llegado -lo hará el día veinte-, pero algunos de sus leales siguen arrimando el hombro e hincando los talones en esta vigésimo primera edición de la colosal aventura ultramarina iniciada en el 79, proseguida en el 85 y reanudada en el 88.

Y ya hasta hoy.

Deambulo por el vestíbulo, a la espera de que arreglen la habitación, y
van apareciendo muchos de los de entonces: María Ángeles, Rocío, Carlos Pecker, Andrés Ciudad, Zoilo, Carmen Hernández, Jesús León, Jesús Garrido, Ángel Colina, los hijos del Almirante (Rodrigo e Íñigo) y los titiriteros del Grupo Libélula. Hay de todo: periodistas, profesores, monitores, gestores, cómicos, biólogos, arqueólogos, astrólogos, fotógrafos, camarógrafos… Si me olvido de algunos, y de alguna profesión, echen la culpa al jetlag.

Me alegra verlos y me alegra también encontrar aquí, entre las caras nuevas, la de Víctor Amela, con el que tantas veces he bailado, por activa y por pasiva, sobre el filo de la navaja de las certeras entrevistas que desde hace ya casi más años de los que él tiene (y muchos menos de los que yo tengo) publica en la contra de La Vanguardia.

Se van todos a sus cosas y yo, con mi mujer a las mías. Ya las anuncié:
degustar erizos de mar y otras exquisiteces del Pacífico en cualquiera de los restaurantes -son muchos- del Mercado Central, que es una joya de la arquitectura eiffeliana.

Misión cumplida. Nos salvamos por los pelos, mientras busco leche de soja en polvo para evitar la de vaca, de la operación de acoso y derribo organizada por dos malulos (así llaman en Chile a los cacos) decididos a arramblar con nuestras pertenencias. Sobre todo con las de mi cónyuge, que por ser japonesa carece de malicia y de anticuerpos para los virus de la rapiña. En Japón no hay descuideros ni tironeros. El índice de delincuencia roza el encefalograma plano.

Vuelvo al hotel y me entero por la tele de que en España todo sigue tan mal como siempre y, por añadidura, nieva sin que por ello se enfríe la algarabía, mientras aquí, en el hemisferio austral, va la gente en pantalón corto, minifalda y camiseta.

El BBVA nos invita a cenar en un espléndido palacete rematado por una cúpula de vidrieras y adornado por frescos que ponen rostro, ademán y postura a los siete pecados capitales. ¡Vaya por Dios! A mi edad casi todo es virtud.

Chile, señores… Ritmo lento, pocos coches, buen pescado, mejor vino, gente amable, chicas guapas. Ayer se celebró aquí la primera vuelta de las elecciones generales. ¿Quién lo diría? Nadie habla de eso. Lo mismito que en Vandalia, el país de la greña permanente.

Ser español agota y en la ancianidad mata. Yo ya dejé de serlo.

Mañana salimos hacia Isla Negra, hacia Valparaíso, hacia el archipiélago de Juan Fernández… Toda la noche oiremos pasar quetzales.

Publicado en: ...el @ 00:57 Comentarios (8)

DRAGOLANDIA: Búsqueda de la felicidad (y 8): Punto final y comienzo del Diario de Viernes


Rumbo a la isla de Robinsón Crusoe

Ya está bien. No voy a seguir repasando por los siglos de los siglos y los blogs de los blogs las enseñanzas de los sabios que en el mundo ha habido.

Lo sé, lo sé… Nada he dicho acerca de Epicuro, que fue, entre todos ellos, el único que explícitamente cifró su filosofía sólo en eso, la búsqueda de la felicidad, pero no conviene agotar los temas ni, cuando se visita un país o, simplemente, un museo, es juicioso verlo todo. Son los huecos, las carencias, los despistes y los olvidos la palanca que mueve al viajero a volver.

Tecleo estas líneas en un hotel de Santiago de Chile. Anuncié que me iría con Miguel de la Quadra y sus quetzales a la isla de Robinsón Crusoe -en los mapas no se llama así- y aquí me tienen. Llegué hace unas horas, después de doce horas largas de vuelo a bordo de un avión de Iberia en el que todo funcionó a pedir de boca. ¿Qué sería de quien va, desde España, a la América que fue española sin la ayuda de esa línea aérea? Colón sentó el precedente. ¡Tierra a la vista! La del aeropuerto de Santiago.

Salto sin escalas. ¡Hopla! Ni siquiera tengo jetlag, porque he dormido -era de noche- tan plácida y profundamente como mis tres gatos estarán haciéndolo ahora. ¡Todo un mes sin verlos! ¿Cómo se las apañarán? A quien Dios no le da hijos -los míos ya no están en casa- le da animales de compañía.

Mañana, martes, saldremos hacia Isla Negra y Valparaíso, y allí nos embarcaremos en el buque Valdivia de la armada chilena que nos transportará hasta el archipiélago de Juan Fernández. Serán, según me cuenta Miguel, cuarenta horas y dos noches de ruda navegación castrense. Dormiremos (o no) en literas de marinería, sin sábanas ni mantas, zarandeados por el oleaje de unas aguas que sólo ceden en bravura a las del legendario cabo de Hornos.

Eso explica muchas cosas… Explica que Robinsón naufragase y, como no hay mal que por bien no venga, explica también la gozosa circunstancia de que los mariscos de Chile sean tan sabrosos como los del Cantábrico.

Mar batido, ya se sabe: buen percebe, mejor centollo, excelentes almejas y langostas sin textura de estropajo. De los erizos, ¡para qué hablar! Son uno de mis platos favoritos. En Chile, por acumulación de lo que contienen, los sirven de a puño, como si fueran chuletones. En cuanto envíe esta croniquilla de Indias saldré a la calle y… ¡Mmmm! Ya me relamo.

Otro capítulo de la búsqueda de la felicidad.

Nos han dicho que llevemos crema solar de factor elevado a la enésima potencia y oscurísimas gafas de sol para protegernos, durante las horas diurnas, de las radiaciones y los agujeros del ozono, y una pelliza de forro polar para no morirnos de frío por las noches. Gajes de la longitud y la latitud. La Antártida no queda lejos.

Miguel de la Quadra es como Leónidas y quiere curtir a sus quetzales para que no desmerezcan de los Trescientos.

¿Nuevas Crónicas de Indias lo que a partir del jueves me dispongo a escribir? No, no… Eso fue en anteriores ediciones (y expediciones) de la Ruta Quetzal. Miguel era, en ellas, almirante y yo, su Bernal, su Bernardino, su Alvar Núñez. Ahora es Robinsón, y yo, Viernes. Diario de éste último será lo que en los próximos días escriba.

¿Podré enviarlo desde el islote de Juan Fernández? No lo sabemos. Parece ser que la vida es aún allí, por suerte, bastante primitiva. Langostas sí que hay, tiradas y a puñados, pero internet… Ya veremos.

Si durante unos días este blog enmudece, no vayan a pensar que, como Robinsón, hemos naufragado.

O sí. Ya se enterarán por El Mundo, por Moratinos y por los desgarradores maullidos de mis gatos.

Decía Cervantes al comienzo del Persiles: “Mar sesgo, viento largo, estrella clara”.

Y más adelante: “Con todo, si os faltara la esperanza / de llegar a este puerto, no por eso / giréis las velas”…

Ni más ni menos. Como en Lepanto. Con cien quetzales por banda. Lo que importa es navegar.

Publicado en: ...el @ 00:49 Comentarios (2)

EL LOBO FEROZ: Hermano toro

(Epístola moral dirigida a quienes mañana, miércoles, en Cataluña, prohibirán o no lo que ustedes saben).

Así -fratello-lo habría llamado Francisco de Asís. Así lo llamo yo.

Alguien, en nombre del amor a los animales, el anima mundi, el buen corazón y el sentido común, tendría que poner freno a la campaña de quienes odian a los toros tanto como para desear su muerte.

¿Cómo es posible que haya gente tan malvada, tan insensible y tan inmisericorde?

Pues la hay, y son, según las encuestas, muchos. Dos de cada tres españoles -dicen- militan en la tropa de quienes quieren condenar a los toros a la pena capital.

Puede ser que esa proporción esté maquiavélicamente inflada por los agitadores del movimiento tauricida infiltrados en los medios de información y en los institutos de opinión, pero aún así…

Existe también una quinta columna, llegada de fuera, que organiza griteríos callejeros de apoyo a la hecatombe y recaba la colaboración de organismos internacionales que desprecian cuanto ignoran.

¿Qué hacen los políticos? ¿Por qué no atajan la conjura? ¿Por qué consienten o, incluso, en determinadas regiones del país, alientan y financian con dinero público a los tauricidas? ¿No tienen nada que decir al respecto la Sociedad Protectora de Animales y otros grupos afines? ¿Y los jueces? ¿Acaso no existe, tipificado ya en el código penal, el delito de ecocidio?

El último uro murió en los bosques de Polonia a mediados de los años treinta del siglo anterior a éste. Carecía de utilidad doméstica. Su conservación era demasiado onerosa para la sociedad.

¿Debemos permitir que el toro bravo, descendiente del uro y animal de extraordinaria belleza y nobleza, pero imposible de domesticar y de explotar, como su antecesor zoológico, y de carísimo mantenimiento, corra la misma suerte?

Con él, de paso, desparecería el prodigioso ecosistema -las dehesas, santuario del agua, el viento, el bosque, el matorral, la hierba, las aves, los insectos y buena parte de cuanto natura ha creado- donde el toro de lidia vive, mejor de como lo hace cualquier otro animal, hasta que le llega la hora de rendir el alma.

¿El alma? Sí, porque estoy convencido de que la tiene.

Reaccionemos, por favor, antes de que sea demasiado tarde. Salgamos a la calle. Recojamos firmas. Acudamos a los tribunales. Paremos los pies a los antitaurinos. Si la corrida desaparece, el hermano toro se extinguirá.

Publicado en: ...el @ 00:41 Comentarios (24)

DRAGOLANDIA: Búsqueda de la felicidad (7): Leonardo, el Andrógino


Autorretrato de Leonardo

Olvídate, lector, para empezar, de todas las tonterías que se dicen en El código Da Vinci, delirante ejemplo de cómo es posible mentir partiendo de cosas que podrían ser ciertas, aunque jamás hayan sido demostradas. Mejor para ti si no has leído esa novela, en la que hay de todo, menos buena literatura. Yo lo intenté en tres ocasiones, y en las tres me obligó el tedio a cerrar el libro en sus primeras páginas.

Leonardo es mucho Leonardo. No sé, con tanto y tan apetitoso alimento como nos brinda, por dónde hincarle el diente. Es un festín para el espíritu y un venero de sabiduría. Hizo de todo, y todo lo hizo bien.

Si tuviéramos que buscar, entre todos los grandes hombres de los que la historia guarda memoria cierta, el que mejor encarna el prototipo -acaso genésico- de la genialidad, sería, probablemente, el pintor de la misteriosa Gioconda quien se llevase esa palma.

¿Misteriosa o misterioso? ¿Gioconda o Giocondo? ¿Jocunda y sonriente o sonriente y jocundo?

La verdad es que no lo sabemos. Esa obra maestra de la ambigüedad pictórica puede ser femenina, puede ser masculina, puede ser neutra y puede ser, incluso, el autorretrato del hombre que la pintó.

La Gioconda reproduce y eleva a la perfección iconográfica -es su apoteosis, su símbolo, su eucaristía- el mito e ideal pagano del Andrógino.

Nadie confunda éste con otro mito, hasta cierto punto, paralelo: el del Hermafrodita. No es lo mismo la coexistencia en una sola persona de los dos sexos -el masculino del dios Hermes y el femenino de la diosa Afrodita- que la fusión, desaparición y superación de ambos latente en esa propuesta subversiva que es la Androginia. Con ella, el homo sapiens deja de ser mujer o varón y se transforma en criatura humana a palo seco, sin polaridad, sin condicionamientos sexuales, sin mutilaciones psicológicas disfrazadas de lo contrario.

Sólo así -coincidentia oppositorum, cabeza firme, corazón puro, mano vigorosa- se alcanza el Centro, la Suprema Sabiduría, el Ser que se Es, y se empuña el Grial.

Cuestiones complicadas, luz del éxtasis, alto vuelo de la mística que quizá resulten, en un blog tan efímero como lo son todos, extemporáneas e inoportunas, pero sin ellas no cabe, a mi juicio, empezar a entender a Leonardo.

El genio nacido en Vinci, a dos pasos de Florencia, aspiraba, como tantos otros artistas y pensadores de su época, a lo dicho, a la Androginia. Y ese impulso hacia algo inalcanzable aquí, en la tierra, en el mundo sensible, en la gruta de Platón, es lo que plasma la Gioconda y lo que la convierte en un misterio sobre el que han corrido mares de tinta y se han vertido océanos de cavilaciones, pero que nadie, hasta ahora, ha logrado elucidar.

Dije antes que Leonardo representa, por antonomasia, el prototipo de la genialidad, pero de ésta debe decirse lo mismo que Séneca dijo de la felicidad y que yo reproduje al comienzo de esta serie de artículos dedicados a su búsqueda.

Te lo reitero, lector: todo el mundo habla de la una y de la otra, de la felicidad y de la genialidad, pero nadie sabe muy bien en qué consisten.

No basta, para ser un genio, con ser un gran artista, científico, político o filósofo. Cabe ser, de hecho, cualquiera de esas cosas sin asomo alguno de genialidad, a fuerza, por ejemplo, de inspiración, de imaginación, de tesón, de erudición, de reflexión, de habilidad y hasta de mero olfato.

Pero no es lo mismo tener talento que ser un genio. Alcanzar, con las propias obras, lo Sublime -ese punto de confluencia de la Belleza, la Bondad y la Verdad- es condición necesaria para ello, pero no suficiente.

Genio es sólo quien, además de lo dicho, se adelanta a su época y vive en el futuro porque posee el don -congénito, no adquirido- de establecer relaciones, a menudo paradójicas y siempre invisibles para sus coetáneos, entre elementos sutiles, vigorosos, virtuosos, engañosos y dispares, trazando y trenzando así las líneas de fuerza que configuran, delimitan y vertebran lo que está por venir.

Sin esa capacidad de videncia -fruto del karma, pensarán en Oriente, o de la gracia de Dios, dirán en Occidente- es posible ser un gran hombre, pero no un genio.

Leonardo lo fue, esto último, en grado superlativo, y no sólo por calidad, intensidad y hondura, sino también por cantidad, extensión y anchura. Desbrozó caminos en los más variados territorios de la actividad humana. Abruma el catálogo de lo que hizo puertas adentro del arte, la ciencia, la tecnología, la filosofía y la literatura. Uomo universale (aquél que a todos los seres humanos se dirige, alcanza, conmueve y convence), donde los haya, Leonardo no admite más definición que ésa: la de un modelo vital e intelectual, hoy inalcanzable, que nació en el Renacimiento y se extinguió con él. Inútil sería, pues, la intentona de imitarlo, pero cabe estudiarlo y extraer, lector, enseñanzas y señales que jalonen el camino de tu vida y te ayuden a seguirlo sin perderte, esto es, a ser feliz.

Despliega ahora, amigo, tu velamen para que el viento de la genialidad lo hinche, lo impulse y anide en él, y deja que Leonardo te conduzca. Seguro que llegas a buen puerto.

Publicado en: ...el 23 Febrero 2010 @ 02:05 Comentarios (19)

DRAGOLANDIA: Búsqueda de la felicidad (6): Séneca o la buena muerte


Séneca

Decía Petrarca, en lo que algunos creen que es el endecasílabo más hermoso de toda la literatura italiana, que un bel morir tutta una vita onora. Traducirlo sería traicionarlo e insultar al lector.

Gorgias, filósofo griego del siglo V antes de Cristo, murió siendo ya centenario y dijo, o dicen que dijo, cuando sintió que se le iba el alma, que el Sueño entregaba ésta a su hermano Tánatos.

Sócrates murió voluntaria y lúcidamente, rodeado por sus discípulos, y pidió a uno de ellos, en el último momento, que no se olvidara de pagar a otro el gallo que le debía.

Lucio Anneo Séneca, político, dramaturgo y filósofo cordobés, había escrito, en su célebre tratado sobre la cólera, que quienes frecuentan las casas de los reyes -él fue tutor, consejero aúlico y ministro de Nerón- y comparten con ellos comidas, agasajos y libaciones, tienen que reírles las gracias y mofarse de las propias desgracias, porque de no ser así se verán obligados a entregarles las venas (sic).

Fue profético. Anciano ya el filósofo, el emperador lo acusó de conjura magnicida y le exigió el suicidio.

Séneca, flemático, estoico hasta el fin –a esa corriente del pensamiento pertenecía, aunque con acento propio- y valedor de la apatheia o imperturbabilidad del ánimo en cualquier circunstancia, no pestañeó, sonrió, inclinó la cabeza y se abrió las venas -las entregó- con la misma serenidad y el mismo temple de toreo andaluz con los que siempre había vivido.

Paulina, su esposa, quiso morir con él de igual manera, pero los soldados de Nerón, vendándole las heridas, se lo impidieron.

Muchos siglos después, en el vigésimo de la era cristiana, las respectivas secretarias y amantes de otros dos escritores, Stefan Zweig y Arthur Koestler, también sabios y también suicidas, aunque no -lo último- por orden de emperador alguno, sino de sus respectivas circunstancias, se inmolaron con ellos. Son cosas que dan que pensar. A mí, al menos. Uno de mis libros se titula Muertes paralelas.

Stevenson, otro escritor sabio, pero de frágil salud y disipada vida, conminado por su médico a cambiar de hábitos si no quería morir joven, le dijo:
-Doctor, siempre se muere joven.

Séneca había escrito que para ser sabio y entender las cosas se requiere toda una vida, pero también pensaba que lo que importa en ésta no es la duración, sino el contenido.

No son, como quizá lo parezcan, verdades de Perogrullo, sino enseñanzas que la voz del pueblo, a fuerza de oírlas, ha hecho suyas. El refranero, sin Séneca, no sería lo que es.

Su muerte, en todo caso, fue ejemplar, y si hago hincapié en ella, y -a su hilo- en la de otros sabios, es por lo que ya he dicho en esta serie de artículos a cuento de la certeza de que el arte de vivir sirve para muy poco si no es también arte de morir.

El estoicismo, escuela filosófica fundada en Grecia por Zenón de Citio, pero representada en Roma –de cara al mundo y a la posteridad- por figuras hoy tan populares y entonces tan diametralmente opuestas por razón de clase social como el esclavo (y liberto) Epicteto y el emperador Marco Aurelio, predicaba la resignación ante la adversidad y la impasibilidad o ataraxía frente a los deseos, los impulsos y las pasiones. No resulta, pues extraño, que los estoicos fueran maestros en el citado arte.

Difícilmente podrá el lector de nuestros días encontrar obras más útiles para enseñarle a ser feliz que las escritas por los dos autores mencionados y por las del filósofo español al que este prólogo alude.

Gustaban los estoicos de recurrir en ellas a aforismos y preceptos, como también lo hacía -ya lo dije en su momento- el sensatísimo Confucio, lo que acentúa el carácter práctico de su doctrina y contribuye a convertir ésta en conjunto de fórmulas de sencillísima aplicación a la vida cotidiana.

Sophia perennis –sabiduría perenne- la de Séneca, anticipada, en Oriente y en la Hélade, por algunos, y recogida y transmitida después, en todas partes, por otros muchos.

Valga un puñado de ejemplos…

Quien enseña, aprende.

Nunca hagas nada que no puedas contar a tus amigos.

Todos los vientos son desfavorables para quienes ignoran adónde van.

Los deseos encadenan, y la esperanza es el eslabón de los deseos. O lo que es lo mismo: quien espera, desespera.

Haz las cosas por sí mismas, no por lo que de ellas se derive. También lo dice Krishna en la Baghavad Gîta.

El amor, a veces, hiere; la amistad, nunca.

Lo que cuenta –ya lo había subrayado Buda- no es lo que haces, sino la intención con que lo haces.

Gandhi, veinte siglos después, diría: no es rico quien más tiene, sino quien menos necesita. Pero Séneca ya había dicho, volviéndolo del revés, exactamente lo mismo: no es pobre el que tiene poco, sino el que aspira a mucho.

¿Quién no ha leído el If de Kipling? Si guardas, en tu puesto, la cabeza tranquila / cuando todo, a tu lado, es cabeza perdida… No hay nada -ni una estrofa, ni un verso, ni un consejo- en ese memorable poema que no hubiese dicho antes, casi con las mismas palabras, el filósofo de Córdoba.

Pero Kipling no lo sabía. Sophia perennis.

¿La felicidad, lector? Si piensas en ella, respondería Séneca, es que no la tienes. Confórmate, resígnate, convéncete de que nada importa nada, y la alcanzarás.

Publicado en: ...el @ 01:57 Comentarios (8)

EL LOBO FEROZ: Gorrones sin fronteras

Puente largo. Remoloneo en la cama. La tele dice que los misioneros sin crucifijo, pero con chalecos de coronel Tapioca, secuestrados en Mauritania siguen en paradero desconocido. Mi mujer, que es japonesa, exclama: ¡Menudo chollo! Los españoles pagáis al contado y, encima, convertís en héroes a esos pijos. Razón lleva. Pijos, caraduras, gilipollas y gorrones, añado. ¿Acción solidaria? No. Acción mamaria (de mamoneo). Lo de esa gubernamentalísima organización no gubernamental es como para clamar al cielo en el que sus frailes no creen. Pijos, porque basta verlos, saber quiénes son sus papis y pasar lista a los enchufes de los que viven. Caraduras, porque jeta de granito hay que tener para asegurar que es la misericordia -solidaridad, la llaman. Jerga progre- lo que los mueve. ¡Oh, cuánto sacrificio! ¡Qué entereza de ánimo la que los lleva a arrostrar las penalidades del turismo de aventura! Gilipollas, porque lo es en grado sumo todo el que piense que con unos cuantos camiones cargados de alubias, chocolatinas y preservativos va a sacar de apuros a millones de personas gobernadas por sinvergüenzas. Son éstos quienes se quedan con el cepillo. Y aunque así no fuese, ¿no sería más lógico cargar la ayuda en un mercante y entregarla en los puertos de destino a cualquier institución solvente (si existiera, lo que es dudoso) o depositarla en las huchas del Domund? Tres cuartas partes, como mínimo, del dinero recaudado por las oenegés laicas van a parar al pozo de los gastos de gestión y al sumidero de la corrupción. Añadan a eso los del viajecito de treinta y tantas personas -¡treinta y tantas!- enviadas desde Cataluña, a todo tren, a tan lejanos parajes y echen cuentas. ¿Es que no hay aquí pobres sin intermediarios a la vuelta de cualquier esquina? Y si el donante los prefiere de raza negra o circuncisos y con chilaba por mor del exotismo, no han de faltarle. En cuanto a lo de gorrones… Yo también me pongo a veces ridículos chalecos de coronel Tapioca, pero los pago de mi bolsillo. Si cruzo el Sáhara para revolcarme en las dunas y me descalabro o me voy al Índico a pescar atunes y doy en hueso, es sólo asunto mío o de los míos. ¡Ojalá los chupópteros sin fronteras regresen ilesos a sus camitas, pero confío en que lo sucedido sirva de escarmiento a esos tontainas y a quienes les consienten los caprichos! ¡Qué buenos son los politicastros mendicantes que nos llevan de excursión! Nunca viene mal una colleja propinada en el momento justo.

Publicado en: ...el @ 01:49 Comentarios (3)

DRAGOLANDIA: Búsqueda de la felicidad (5): Platón, el de las anchas espaldas


Efigie de Platón

Eso significaba, en griego, su apodo, porque oficialmente se llamaba Arístides. Y ancho, anchísimo, fue, en efecto, su espaldar, sobre el que descansa nada menos que el cincuenta por ciento, grosso modo, de toda la filosofía occidental, tanto la puramente helénica cuanto la escolástica. Platón y, a su lado, Aristóteles, que fue su discípulo predilecto, pero que le salió respondón, son las dos columnas de Hércules -non plus ultra- que sostienen el majestuoso templo de todo lo que al hilo de la historia y, dentro de ella, al oeste del Bósforo se ha considerado filosofía.

Platón era, como Ulises, griego, agradecía, dijo, cuatro cosas a los dioses -haber nacido hombre y varón, y ser ciudadano de Atenas en el siglo de Pericles- y su vida fue, como la del héroe homérico, una odisea.

Descendía de reyes, de arcontes y de filósofos. Recibió una educación esmerada. A los veinte años conoció a Sócrates, y ese encuentro -como el de Jesús con Juan el Bautista- cambió y marcó el rumbo de su vida. Resumir ésta sería, aquí, imposible. Se opuso al despotismo oligárquico de sus compatriotas, intervino en política y salió siempre de ella, una y otra vez, trasquilado, se exilió, trató a Euclides y a otros sabios de su época, viajó por Egipto y Libia, recorrió el Mediterráneo, se inició en Eleusis y en los misterios saítas de Osiris, vivió en Sicilia, frecuentó las granjas pitagóricas, conoció a medio mundo, fue amigo de muchos y enemigo de otros tantos, pasó por cárceles, cautiverio y esclavitud, fundó en un bosque cercano a Atenas la célebre Academia, matriz, troquel y cauce durante nueve siglos de la filosofía platónica y, por ende, helénica, cristiana y occidental, estudió, investigó, legisló, sentó cátedra duradera en todas las ramas del saber científico, artístico, literario y filosófico, y dejó a la posteridad un corpus de libros con estructura de diálogos verdaderamente colosal, en el que todavía hoy, urbi et orbi, sigue abrevando el pensamiento, la política, la ética y la estética del mundo en que vivimos.

De Platón, cuando murió, tendría que haberse dicho lo que de Ulises -ya, por fin, de regreso al hogar del que muchos años antes había salido- escribió Kavafis en su mejor poema: Rico en saber y en vida, como has vuelto, ya sabes lo que significan las Ítacas.

¿Qué nos enseña Platón? ¿Para qué nos sirve su filosofía? ¿Cómo podemos aplicarla a nuestro trajín cotidiano y convertirla en brújula, sextante y mapa de los caminos que conducen a la felicidad?

Eso, lector, es mucha tela de Penélope, que ni yo ni nadie, por más que lo intentáremos y que la redujéramos, podríamos tejer en la rueca de estas líneas y extender sobre el bastidor de sus estrechos límites. Estudia, lee, reflexiona, vive y que en esa cuádruple faena te acompañen, lector, los vientos y la gracia de los mismos dioses a los que Platón agradecía no tanto los cuatro rasgos anecdóticos a los que antes hice referencia cuanto, en definitiva, el don del pensamiento, pues con eso basta para ser humanos.

La filosofía -y, por lo tanto, la sabiduría- es, según Platón, lo que el hombre descubre cuando su conciencia entabla un silencioso diálogo, un soliloquio, con ella misma, que es la sede del alma, en torno al ser.

Para ello hay que salir de la Caverna a la que nos arroja, encerrándonos en la prisión del mundo sensible, el nacimiento, y regresar por medio de la memoria arquetípica, al otro mundo, del que venimos, y en el que se encuentra la verdadera realidad, la de las Ideas, cuyas sombras, reflejadas en las paredes que, mientras estamos vivos, nos ahogan, podemos atisbar en la penumbra.

Saber, para Platón, es recordar lo que el alma aprendió antes de descender, por vía de encarnación y transmigración, al ámbito de la Caverna.

El cuerpo, añade, es un Carro conducido por un Auriga -la razón- del que tiran, en direcciones opuestas, dos caballos, impulsivos ambos, cuyo galope es preciso armonizar para que la vida tenga sentido y el alma llegue a la meta que debe alcanzar: la de la contemplación de las Ideas.

Uno de esos dos caballos es el ánimo -la voluntad, la energía, el valor-, que secunda las intenciones del Auriga, pero el otro -que representa el apetito, la concupiscencia, el deseo- se opone a ellas y necesita ser embridado y domado por la razón.

El mito de la Caverna y el del Carro y el Auriga constituyen el eje alegórico y pedagógico en torno al cual articula Platón los dos elementos fundamentales de su filosofía: la episteme, que mediante el conocimiento de las Ideas genera verdad y se opone a la doxa o mera opinión sin fundamento real, y la paideia o sistema de educación que enseña al hombre a ser virtuoso.

Hoy no existe ni paideia ni episteme. La ciencia actual se ocupa sólo de lo físico (las sombras de la Caverna) y desdeña lo metafísico (el mundo de las Ideas), y los planes y métodos de enseñanza de la sociedad de nuestros días no pretenden educar, sino adiestrar.

Sin paideia, lector, no serás virtuoso, sin episteme no serás sabio y sin lo uno y lo otro, sumados, no serás feliz.

Así que, por tu bien, te digo ahora lo que, según la leyenda, el ángel dijo al santo: Tolle, Lege.

Que en latín significa: toma y lee… Los Diálogos de Platón, por ejemplo.

Publicado en: ...el @ 01:46 Comentarios (1)

DRAGOLANDIA: Búsqueda de la felicidad (4): Confucio o el sentido común


Retrato de Confucio

Creen muchos, sobre todo cuando son jóvenes, que el sentido común es obstáculo, y no acicate, en lo que a la búsqueda de la felicidad se refiere. Ésta, según esas personas, exige, para ser alcanzada, un poco de locura, de desbarajuste, de desenfreno, de ebriedad… De desorden, en definitiva.

Confucio –ese sabio de la antigüedad al que todos los chinos, hoy como ayer, reverencian. Su figura está por encima de cualquier credo religioso o político y lugar de nacimiento o residencia- no opina así. Sin sentido común, viene a decirnos, no cabe, a la larga, y ni siquiera a medio plazo, ser feliz, aunque sí quepa serlo fugazmente. Pero eso, lo último, no es, en realidad, dicha, sino desdicha. Deja un regusto amargo similar al de la resaca tras la borrachera. El hombre feliz vive en la ilusión de serlo siempre, y si sabe, porque así se lo dice la experiencia, que dejará de ser feliz cuando los efectos del vino se desvanezcan y llegue el culatazo, se entristece.

Confucio, en cuya sobria biografía de probo funcionario no voy a detenerme, fue hombre de aforismos, de sentencias, de máximas, de consejos, y por eso son sus obras instrumentos de extraordinaria utilidad para quienes buscan instrucciones concretas, sencillas y eficaces, sin gaitas ni peplas metafísicas o místicas, que los conduzcan a la felicidad.

Ni Confucio ni el confucianismo, de hecho, intentan responder a las grandes preguntas. No se las plantean. No nos explican quiénes somos, ni adónde vamos, ni de dónde venimos, ni cuál es la esencia o el nombre de Dios, ni si existe Éste, ni si es o no inmortal el alma, ni si hay o no Reino de los Cielos, ni cómo se llega a él, caso de que lo haya.

Lo que sí nos dicen Confucio y los confucianos es que el mundo está regido por lo que ellos llaman mandato del cielo y nosotros, los occidentales, llamaríamos derecho natural y orden moral.

El confucianismo sólo es, sin más ínfulas, un código ético concebido para vertebrar la sociedad y dar, en ella, sosegada, placentera y razonable cabida al homo sapiens.

Éste, según Confucio, tiene ante sí dos únicos caminos: el del bien y el del mal.

Así de simple.

Y sólo quien escoja el primero y lo siga, sin desmayo, hasta el último momento de la vida será feliz, pues el segundo conduce fatalmente al desorden de la sociedad y a la destrucción de la personalidad.

Puro sentido común, ya lo dije, y nada nuevo bajo el sol, pero bueno es recordar, escribió Machado, las palabras viejas / que han de volver a sonar.

Kant, veinticuatro siglos después de que Confucio lo anticipase, hablará del imperativo categórico (“obra de tal manera que cada uno de tus actos pueda erigirse en ley universal”) y sostendrá que esa voz de la conciencia o mandato del cielo está grabada a troquel en el cerebro de los seres humanos y a todos ellos, sin distinción, obliga.

Quien no escucha esa voz, quien no acata ese imperativo, nos dice Confucio, ejerce violencia sobre su fuero íntimo, contrae una enfermedad moral y lo paga con la desdicha.

No sólo Kant era, sin saberlo, confuciano. También lo habían sido, por ejemplo, Sócrates y Jesús (poner la otra mejilla, amar y respetar al prójimo como a uno mismo), y también lo sería, más tarde, el anarquista Bakunin: mi libertad termina allí donde empieza la libertad ajena.

Palabras viejas, sí, y antiguos preceptos que el mundo de hoy, en gran parte, ha olvidado y que, si queremos ser felices y sabios, sabios y felices, han de volver a sonar.

Los que se refieren a la familia, verbigracia. Es ésta la clave de la bóveda del orden moral y social que Confucio nos propone, y se apoya, según el filósofo, en cuatro columnas, todas ellas agrietadas hoy en el mundo en que vivimos. A saber: un padre valiente, una madre prudente, unos hijos obedientes y unos hermanos complacientes. ¡Ahí es nada!

También nos dice Confucio -lo menciono y subrayo por incordiar- que los castigos son, en determinadas circunstancias, necesarios y que, literalmente, nadie debe comer su pan sin habérselo ganado.

Lo mismo decía la Biblia, pero la Europa de hoy, que tan judeocristiana fue, lo ha olvidado.

¿Recuperaremos algún día el sentido común?

Presta oído, lector, a las palabras viejas de Confucio…

Publicado en: ...el 13 Febrero 2010 @ 13:44 Comentarios (38)

DRAGOLANDIA: Búsqueda de la felicidad (3): Yo, budista


Ilustración de Buda

¡Ah, Buda!

Nadie habla mal de él. Nadie, que yo sepa, lo ha hecho a lo largo de los siglos. Tiene y ha tenido siempre muy buena prensa, mejor que la de Jesús, lo que ya es decir, incluso entre los ateos.

Y, esto último, no sin lógica, porque el budismo es, como el taoísmo, una religión sin dioses -únicos o plurales que éstos sean- y carece, en consecuencia, de idolatrías, dogmas, profetas, santos, milagros e iglesia. No es teísta, no admite lo sobrenatural. Nada, pues, repugna en él a la razón.

Parecerá, sin embargo, paradójico -y difícil de entender y digerir- este concepto de una religión atea o, por lo menos, agnóstica a quienes hayan nacido en el seno de cualquier cultura dominada por el monoteísmo judío, cristiano o musulmán. Reparemos, para vencer esa dificultad, en la circunstancia de que el budismo no nació de una supuesta revelación divina -algo que viene de fuera-, sino de una iluminación interior, fruto de una estado de conciencia –el samadhi, el satori… El éxtasis, en definitiva- que es la desembocadura mística, ganada a pulso, de un laborioso proceso de meditación.

A Moisés le bastó con subir al Sinaí, llegó Yavé en un pispás y… Buda permaneció once años bajo las ramas del bo y sólo así vino a saber que la realidad inmediata, la fenomenológica, la que los sentidos nos transmiten, es pura apariencia -maya (ilusión)- que nos confunde, que oculta la verdadera Realidad, la que se escribe con mayúscula, y que nos arroja, al nacer, al encarnarnos, al samsara, a la engañosa Rueda de la Vida (y de las Vidas), en la que todo es tornadizo, fugitivo y doloroso.

¿Existió Buda? Es dudoso, como dudosa es, asimismo, la existencia de Jesús. Y, en todo caso, si existieron, es seguro que ninguno de los dos vivió como nos lo han contado. Nadie debería confundir a Jesús de Nazaret con Cristo ni a Sakiamuni, Gautama o Sidharta con Buda. Hubo, quizá, una especie de percha histórica, de hombre nacido de varón y de mujer, en ambos casos, pero el Buda y el Cristo -o la budeidad y lo crístico- son manifestaciones arquetípicas venidas del fondo de la conciencia humana y del inconsciente colectivo que revisten carácter simbólico, surgen en el curso de la experiencia mística y se producen al margen de la historia.

Hay, sin embargo, otro budismo, de igual modo que hay otro cristianismo, más llano, más cercano, más cotidiano, más practicable y asequible a las gentes del común, vestido, por así decir, con ropa de andar por casa, y ése es el que el que nos enseña a vivir sin dolor, a morir en paz y a ser felices.

¿Cómo? De una sola manera, por un solo camino: el del desapego, nacido de la convicción de que su contrario -el apego a lo que sea: personas, objetos, costumbres, situación económica, posición social, ideas, ideologías, sentimientos- está sujeto a la inflexible ley del cambio, de la fugacidad, de la apariencia, de la impermanencia de todo lo existente, y es, por ello, porque inevitablemente se pierde y porque se sabe, de antemano, que será así, fuente única de ese espejismo, de esa enfermedad de la conciencia, a la que llamamos sufrimiento.

Éste, en cuanto se interrumpe el suma y sigue encadenado -hoguera falaz, ascua incesante, mariposa de ceniza- del deseo, se desvanece.

Sólo así, según el Buda, se alcanza serenidad y distanciamiento (la ataraxía de los estoicos), autonomía y soberanía espiritual, independencia anímica, se mata el ego, se ahoga el dolor, se limpia el karma, se detiene el monótono girar de los cangilones de la noria del samsara, se rasga el velo de maya, se quiebra la condena de las sucesivas encarnaciones y se alcanza la gloria, suprema dicha y fusión con el Absoluto (o anima mundi) del nirvana.

Éste, por cierto, es el Todo -única inmortalidad posible- y no, como tantos, en Occidente, creen, la Nada.

El budismo, religión -quizá no debiéramos llamarla así. Es filosofía, es sabiduría- razonable y razonada, está, en contra de lo que por lo dicho hasta aquí pudiese parecer, al alcance de cualquiera y es, por ello, la más útil en lo concerniente a la búsqueda de la felicidad entre todas las religiones, o caminos de perfección, que en el mundo existen.

La más útil y la más práctica. Cuando no hay apegos, no hay violencia. Ni envidia. Ni avaricia. Ni ningún otro pecado capital. Menos aún ése al que los judeocristianos llaman original. Ser hombre, según Buda, no es un delito ni debe generar, por ello, sentimiento alguno de culpabilidad. Los niños budistas nacen inocentes, y con inocencia viven y mueren los adultos.

Con inocencia y con pobreza. Ningún budista quiere hacerse rico. Nadie ahorra, nadie invierte, nadie acumula. Poseer algo es tener apegos y quebraderos de cabeza. ¡Quita, quita! ¿Para qué, si la vida es un puente hecho de impermanencia? Nadie en su sano juicio construye nada sobre los puentes. El labrador budista, por ejemplo, sólo siembra y cosecha lo que él y los suyos necesitan, ese año, esa estación, para sobrevivir y llega al extremo de pedir perdón a la madre tierra cada vez que hunde en sus entrañas el rejo de su arado.

No hay nada que no sea para el budismo un sacramento y, a sus ojos, sagrado es, por lo tanto, el ecosistema. Si todos fuésemos (o nos hiciéramos) budistas, el globo terráqueo y quienes lo habitan no correríamos peligro alguno.

Buda nos tiende un filtro de amor generoso, un bálsamo de perdón y una tabla de salvación y liberación. No es extraño que tenga por doquier, incluso entre los ateos, como ya dije, tan buena prensa.

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EL LOBO FEROZ: Indignidad

Asombro y cólera: ésos son los dos vientos que hoy inflan mis velas (por no decir otra cosa, situada más al sur en el mapa de mi anatomía). He avistado muchos leviatanes desde la cofa de este país que navega a la deriva, pero ninguno tan baboso como el del editorial publicado por decreto el jueves, al unísono, en doce periódicos de una región de España. ¿De España? Pues sí, de momento, mal que le pese a algunos. Lo que en tan bochornosa iniciativa me subleva no son los desatinos que contiene el texto, pues habiéndolos escuchado ya infinidad de veces los doy por consabidos, sino el hecho en sí. Dicen que si la prensa muere, muere también la democracia. De ser eso verdad, la democracia, en Cataluña, tiene los días tan contados como los tuvo en Cuba al llegar Castro al poder, en Alemania cuando Hitler ganó las elecciones o en la Rusia de los Romanof a partir del instante en que la chusma de Lenin destrozó el Palacio de Invierno. No hablo como escritor, pues la tela de mis libros no se teje con los hilos de la política, que es cosa que me trae al fresco. Tampoco hablo como ciudadano, pues el lío del Estatut, de la Constitución y del tribunal que vela por su cumplimiento no es asunto que me incumba. Incumbe a los españoles, a los catalanes que quieren ser españoles y a los catalanes que no quieren serlo. Yo no milito en ninguno de esos bandos. No me siento español, no soy catalán y no voté en el referéndum de la Constitución. ¿Por qué, entonces, mi cólera y mi asombro? Pues porque soy, además de escritor, periodista, y el periodismo, en Cataluña, ha sido apuñalado por quienes hasta el jueves periodistas eran. Exigencia sine que non del oficio de informar es la de que el informante no se arrodille ante el poder para que la información no se transforme en propaganda: la de Goebbels, por poner el más infame de los ejemplos posibles. Los huesos de mi tío abuelo, don Modesto Sánchez Ortiz, que fue director de La Vanguardia, y de mi abuelo, su hermano, que fundó la Asociación de la Prensa de Madrid, se revolvieron el jueves en sus tumbas. ¿Cómo se dice Granma, Der Angriff, Il Popolo, Izvestia y Pravda en catalán? ¡Montilla, Montilla, Montilla! ¡Arriba Catalunya sin eñe! Y por cierto, señor Rajoy: opinar lo que se quiera no consiste en decir amén a lo que diga la Generalidad, la Moncloa o Radio Génova. Su postura es tan indigna como la de sus adversarios. Permítame que le envíe educadamente a hacer puñetas.

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DRAGOLANDIA: Búsqueda de la felicicidad (2): Yo, taoísta

Muchas veces lo he dicho, lo digo ahora y seguiré diciéndolo: el Tao Te King, obra de aluvión (aunque brevísima. Sólo hay en ella ochenta y un concisos poemas sapienciales) atribuida al legendario Laotsé y, simultáneamente, hontanar y cauce de una de las dos mayores corrientes filosóficas de la cultura china, es el libro más importante que he leído. El que más me ha marcado. El que una y otra vez consulto, junto al I Ching, que le es consubstancial, en los momentos difíciles o dubitativos de mi vida. El que siempre llevo en mis viajes. El que desde hace muchos años está permanentemente -no es el único- en la cabecera de mi cama. El que ahora veo, al alcance de mi mano, desde la mesa en la que escribo.

Si Dios -o el Tao- me obligase, en el fragor de la batalla del fin del mundo, a rescatar un solo libro de la historia universal, elegiría el que más arriba he mencionado.

Si mi biblioteca ardiese, correría, ante todo, hacia él y lo pondría a salvo.

Si tuviera que pasar el resto de mis días en una isla desierta o en el fondo de una mazmorra y sólo se me permitiese poseer un objeto, escogería la mejor traducción disponible del Tao Te King.

No es fácil hablar de lo que esa obra contiene, ni de lo que sus aforismos proponen, ni de la persona que, según se cree, lo escribió.

Nada, en realidad, sabemos de Laotsé, porque lo poco, poquísimo, que de él se cuenta es metáfora, alegoría o leyenda sin un solo dato cierto en que apoyarse. Lo mismo sucede, por lo demás, en lo concerniente a muchos otros maestros de espiritualidad, grandes profetas y supuestos fundadores de religiones: Buda, Zoroasta, Mitra, Quetzalcoátl, el propio Jesús, cuya existencia real -carnal- ha suscitado continuas y razonables dudas. Verificar lo que en la hagiografía de tan míticos personajes pueda ser históricamente cierto es tarea casi imposible. Sus vidas son construcciones elaboradas a posteriori -a veces mucho tiempo después de que murieran, si es que de verdad vivieron- por sus discípulos, seguidores, evangelistas y hagiógrafos. Lo que en tales dioses de las mil caras -así los llamó el mitólogo Joseph Campbell- importa no es la biografía, sino la enseñanza.

¿Y qué nos enseña el Tao -palabra o concepto que significa camino, virtud y fuerza- y que se define más por lo que no es que por lo que es? Me rasco, perplejo, la cabeza, del mismo modo en que lo hacen, o lo han hecho, cuantos intentan, o han intentado, vanamente, responder a esa pregunta. Encerrar el Tao en una definición equivale a contradecir la esencia de su doctrina: sólo hablan los que no saben, asegura ésta, y los que saben no hablan.

Pensamiento, pues, paradójico, como el de los koan del zen y las aporías del Arquero y la Flecha o Aquiles y la Tortuga, llevado al límite. Las palabras veraces –dice un fragmento del Tao Te King- no son floridas; las palabras floridas no son veraces. Y, haciendo hincapié en lo mismo, añade: el hombre bondadoso no discute, y quien discute no es bondadoso; el sabio no es erudito y el erudito no es sabio.

De modo que… Métase el lector en mis zapatos -los de una persona a la que le gustaría ser bondadoso y sabio- y dígame lo que él, si tuviese que escribir sobre el taoísmo, haría.

Seguro es, en todo caso, que ese mismo lector ha visto ya muchas veces en su vida el diagrama del yin y yang, consistente en una esfera dividida en dos partes simétricas por una línea sinusoidal. Pues bien: nada explica mejor que eso la visión y versión taoísta del mundo y de su realidad fenomenológica. Todo lo existente participa, según Laotsé, de dos principios opuestos, que no son contrarios, sino complementarios, ni sucesivos, sino simultáneos.

El yin -lo femenino- será fértil, húmedo, umbrío, cóncavo, sentimental e intenso, mientras el yang –lo masculino- es árido, seco, soleado, convexo, intelectual y extenso. Lo uno no existe sin lo otro, lo uno hace posible a lo otro, por lo uno se define lo otro.

En el principio no fue, como quiere la Biblia, el Verbo, sino el Vacío: el Wu-Wei. Sin éste no tendríamos a disposición de nuestros sentidos, que continuamente nos engañan, una realidad llena de cosas.

Y éstas, al no ser sucesivas, suceden, pero no se suceden. El tiempo no existe. Sólo existe el Tao. Quien no fluye con él, abandonándose al curso de lo espontáneo, no vive.

Fluir: he ahí el secreto. No actuar, no buscar nada, no oponerse a nada, carecer de objetivos, ser natural, tomarse la vida como viene, pues no hay mal que por bien no venga ni bien que por mal no llegue.

Ser, en definitiva como el agua, la Gran Maestra, que todo lo vence, porque a todo se adapta.

El mundo occidental, el mundo judeocristiano, el mundo moderno, nos dice: actúa, lucha, muévete. El Tao sostiene lo contrario: quédate quieto, calla, fluye… Todo, entonces, se arreglará por sí mismo, llegarás adónde tienes que llegar y serás feliz.

Decía Manuel Machado: mi voluntad se ha muerto una noche de luna / en la que era muy hermoso no pensar ni sentir. Y añadía su hermano Antonio, taoístas los dos sin saberlo: Busca a tu complementario / que marcha siempre contigo / y quiere ser tu contrario.

Sé que todo esto resulta difícil de entender y de aceptar hoy, en nuestro mundo, si no eres, lector, chino, o incluso siéndolo, pero el Tao, en definitiva, no dice nada diferente, aunque lo diga con distintas palabras, a lo que expuso y propuso Jesús en su célebre y celebrado Sermón de la Montaña (que es, por cierto, de origen budista).

Buda, Jesús, Laotsé: sabiduría perenne.

Publicado en: ...el @ 13:27 Comentarios (4)

EL COBAYA: El experimento del doctor Ox

Me habían hablado de la existencia en Madrid de una cámara de oxigenación hiperbárica. Fue una amiga quien me dio el soplo. Ella la había probado y contaba excelencias acerca de sus efectos. Al salir, decía, se comió el mundo, animada por una energía formidable. Me pasó el teléfono y allá que me fui. Está ese artilugio, que parece una cápsula espacial, instalado junto al Hotel Foxá de Serrano Galvache, en las dependencias de un gimnasio de tiros largos: el Príncipe Sport II. Al principio impresiona. Es como iniciar un viaje a la estratosfera. Antes de entrar en la cápsula hay que pasar por las manos de una amabilísima doctora. Chequeo breve, pero minucioso, y adelante. Ya está el cobaya metido en su sputnik. Un funcionario de la Nasa (permítaseme la broma) controla los mandos. Empieza a entrar oxígeno puro hasta alcanzar el índice de presurización adecuado. El astronauta siente, al principio, algo de calor y nota como la energía que anima el universo va poco a poco entrando en él. Los tejidos se hiperoxigenan. Los efectos fisiológicos y psicológicos son espectaculares, dice la ciencia, en todos los vectores del antiaging. No cabe detallarlos aquí. El tratamiento mejora o cura alrededor de diez mil enfermedades. Yo me sometí el otro día a la primera sesión, hoy practicaré la segunda y así seguiré hasta cumplir todas las etapas del protocolo establecido. Me pasó lo mismo que a mi amiga: salí de la cápsula y, aquella tarde, me comí el mundo, sexo incluido. Julio Verne escribió una novela, muy divertida, cuyo título era “El experimento del doctor Ox”. La leí de niño y la he vivido de mayor. Es la única cámara de ese tipo existente en Madrid. No sé si las hay en otros lugares de España. Infórmense en www.oxigenarte.net y agradézcanme la noticia y el consejo.

Publicado en: ...el 06 Febrero 2010 @ 00:53 Comentarios (50)

DRAGOLANDIA: Sobre la felicidad (1)


Séneca

Decía Séneca que todo el mundo aspira a llevar una vida dichosa, pero que nadie sabe a ciencia cierta en qué consiste eso.

Y para averiguarlo (o para ayudarte, mejor dicho, a que tú, lector, lo averigües) es por lo que voy a dedicar unas cuantas entregas de este blog a resumir las enseñanzas de todos y cada uno de los grandes sabios que en el seno de la humanidad, a lo largo de su historia, han existido.

Grandes sabios… Esto es: maestros –y no, meramente, filósofos, científicos, artistas, héroes, profetas o santos- que en su vida y con su ejemplo, sus palabras y sus obras trazaron la cartografía de la conciencia, sembraron las semillas de la ética (que no existe sin estética) y configuraron la hoja de ruta que permite, a quien de verdad lo intenta, conocerse a sí mismo, entender el sentido del universo, responder a las preguntas del quién somos y del por qué y para qué estamos aquí, y alcanzar, en definitiva, eso con lo que todo el mundo sueña sin saber lo que es: la felicidad.

Buscarla, y encontrarla, es lo que siempre, desde que el hombre tiene memoria de sí, hemos llamado sabiduría. Nadie confunda ésta, como ya he sugerido, con la cultura, la erudición, la reflexión o la investigación. Es otra cosa, que no depende del estudio ni del simple ejercicio de la inteligencia, aunque ambos –la inteligencia y el estudio- puedan ser, en ocasiones, sus aliados.

Arte de vivir: de eso se trata y eso es lo único que los sabios –los maestros- nos enseñan. Pero el fruto de sus enseñanzas no es de ningún modo una teoría, una abstracción, sino algo que se aplica, que toma forma, que se lleva a término: un quehacer.

En eso se diferencia el sabio del filósofo. Éste ama, cierto, la sabiduría, y por ello la busca, pero aquél no se conforma con eso, sino que además, como acabo de decir, la encuentra, la practica, la convierte –minuto a minuto- en norma de su existencia, en carne de su vida, y es feliz.

Ese estado –el de la felicidad- no se compra, no se transmite, no guarda relación alguna con lo que tenemos, ni tampoco con el dónde y cómo estamos, sino con lo que somos. Nadie puede dárnoslo, nadie puede quitárnoslo. Depende sólo de uno mismo y está, por ello, al alcance de cualquiera: pobre o rico, viejo o joven, varón o mujer, instruido o analfabeto, acompañado o solitario…

Quien busca la camisa del hombre feliz para pedírsela, cómprarsela o quitársela siempre termina descubriendo que el hombre feliz carece de camisa no porque no la tenga, sino porque no la necesita.

No envidies, lector, a nadie –la envidia es, seguramente, el peor enemigo de la felicidad- ni tampoco caigas en la trampa opuesta: la de pensar, obrando en consecuencia, amargándote, condicionándote, que tu felicidad depende de la felicidad ajena. A nadie podrás dársela, del mismo modo y por las mismas razones por las que nadie te la dará a ti. Sé autónomo. No te culpabilices por la desdicha del prójimo ni atribuyas al prójimo la responsabilidad de la desdicha propia. Todos somos hijos únicos de nuestros actos.

Recuerda, eso sí, que la felicidad depende de la coherencia entre lo que crees, piensas y dices, y lo que haces. No puede ser feliz quien no tiene la tranquilidad de conciencia que sólo confiere el deber cumplido, y para eso –para saber en qué consiste éste- es necesario averiguar quién eres, descubrir tu carácter, tu vocación, tu función, tu destino, y llegar, respetando tu ley, siendo fiel a ti mismo, a serlo.

No busques un camino hacia la felicidad: ésta es, minuto a minuto, y no tanto en lo que parece importante –sin serlo. Nada importa nada- cuanto en lo insignificante, el camino.

Y recuerda, por último, que el arte de vivir es, también, arte de morir. Los sabios te enseñarán a hacerlo. Si no pierdes el miedo a la muerte, que es el punto de origen –agazapado o no- de todo lo que te impide ser feliz, no lo serás. Pero si te enfrentas a lo que temes, el temor –ese espejismo- desaparecerá.

Y de ese modo –lo escribió Kipling, al que cito de memoria- tus ojos, / adentro tornados / te mostrarán tu tesoro escondido / bajo la tierra de tus propios campos, / junto a tu hogar, / en el umbral de tu casa, / en el polvo de los caminos / que trillas a diario, / y de esa suerte sabrás que eres hombre / y que, por hombre, eres rey soberano.

Publicado en: ...el @ 00:33 Comentarios (9)

EL LOBO FEROZ: ¿Y los atunes?

Ya están todos, sanos y salvos, en sus casitas. Todos, digo… Los malos y los buenos, los negros y los blancos. Ya puedo, pues, confesar lo que sentía mientras presenciaba la opereta del buque atunero. Si lo hubiese hecho antes se me habrían merendado los tiburones de la corrección política. Dirán, aun así, que soy un insensato, un frívolo y un irresponsable. Que lo digan. Eso no es asunto mío, sino de quienes lo dicen. Estaba yo en pecado capital. Tenía envidia de los secuestradores y de los secuestrados. Los unos y los otros corrían aventuras. Casi imposibles son éstas en el mundo de hoy, tan ordenado, controlado y maniatado. ¿Hay algo mejor que una situación límite? Me pirra el peligro. No lo puedo evitar. Ya en la niñez me pirraba. ¡Ah de Salgari! Si Yáñez y Sandokán eran héroes para todo el mundo (y lo siguen siendo, a juzgar por el éxito que cosechan las películas en las que los protagonistas son piratas), ¿por qué mis compatriotas, unánimes al fin en algo, lloriquean ahora por el suceso del Alakrana? Pan con marmitako para mis dientes de novelista y periodista. No soy pescador, pero tentado estoy de empezar a serlo para pescar novelones y folletones en las aguas del Índico. Envíeme Pedro Jota allí con un parche en el ojo, un garfio en la zurda, un papagayo en el hombro y una piratesa trincada por la cintura. Siempre, cuando cojo un avión, fantaseo con la posibilidad de que lo secuestren y termine yo no en el lugar al que iba, sino en las Tortugas. Ya le pasó a Colón, que navegaba hacia la India, tropezó con Guanahaní, descubrió América y creyó que era el paraíso. Vivir es eso. Lo contrario son tontunas de beatas, jubilatas, cobardicas, borregos, políticos y funcionarios. La vida no vivida, decían Jung y Soseki, es una enfermedad de la que se puede morir. ¡Menuda juerga la que a cuento de nuestros magros bolsillos de contribuyentes en crisis se están corriendo los vecinos del fortín de los piratas! ¡Ríos de champán francés, bandejas de caviar del Caspio, polvaredas de cocaína, polvorones de Estepa enviados por Zapatero, ensaladas de qat servidas por El Bulli y las mujeres más guapas de la tierra -lo son las somalíes- para celebrar el happy end del culebrón! ¡Que no falte de nada! ¡Todo es bueno para el convento!, dijo el fraile llevando una puta al hombro. Y de los pobres atunes, ¿qué? Nadie habla de ellos, aunque están a punto de extinguirse. Van a seguir pescándolos. Eso sí que es piratería.

Publicado en: ...el @ 00:25 Comentarios (1)

DRAGOLANDIA: ¡Ya está!

Van a tirarme de las orejas. No sé cuántos días ya sin decir ni mu en Dragolandia. Contente, Baeta. Recuperaré, como Proust, todo el tiempo perdido. Palmo a palmo, letra a letra, línea a línea.

Me cuenta mi hija Ayanta, que pronto se incorporará a este blog para llevarme en él la contra o lo contrario, discrepar o coincidir, que Rafael Azcona, en el último instante de su vida, miró hacia fuera y, desde dentro, desde lo más profundo de su ser, dijo: “¡Ya está!”.

Fueron sus últimas palabras.

Se non e’ vero…

No lo será, pero yo, por si en el último momento me vengo abajo y no estoy a la altura de lo que tan alta ocasión exige, ya puedo decir lo mismo. He tomado precauciones, pues, a mi edad, todas son pocas.

Sostiene el tópico que para llevar o haber llevado una vida completa hay que tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol.

En cuanto a lo primero, he cumplido con creces. Tengo tres que, por añadidura, abultan como si fueran treinta y tres, pues cada uno es de una madre diferente y cada madre es de nacionalidad distinta. Alianza de civilizaciones, diría Zapatero, y mala cabeza la tuya, añadiría la santa, paciente y comprensiva mujer que me trajo al mundo.

En cuanto a lo de los libros, nadie, por cicatero que sea, puede negar que voy sobrado. He escrito veintiocho, contando el que acaba de salir, y si Dios me da vida aún daré yo guerra en la cancha de la literatura.

Me faltaba lo del árbol. Alguna que otra vez, en los días de la infancia, cavé un hoyo y arrojé a él un hueso de albaricoque, ciruela, melocotón o lo que se terciara, pero nunca, que yo sepa, brotó nada de él. La naturaleza es muy suya.

Pues bien: el otro día fungí de pregonero en las fiestas del aceite de oliva de la muy noble ciudad de Osuna (un gentío, señores… Más de setecientas personas acudieron a la cita) y, antes de tomar yo la palabra, los organizadores del acto me concedieron el honor de plantar un olivo en el patio de la Colegiata.

Lo hice, y fue emocionante. Es ese patio, hermosísimo, un olivar de escritores. Ilustres colegas me han precedido en el uso de la pala y la palabra: Caballero Bonald, Manuel Vicent, Antonio Gala, Jesús Quintero… El último en la lista, pregonero en 2008, fue nada menos que Vargas Llosa. Mi olivo está junto al suyo. Somos ya los dos, por los siglos de los siglos, pues ese árbol es longevo a más no poder, hermanos de sangre verde de aceituna. Lo dicho: un honor, que agradezco en lo que vale a Diego Angulo, a la alcaldesa de Osuna, a Antonio García Barbeito, a los almazareros de 1881 y a todos los vecinos de una ciudad, la de Osuna, que no conocía, que todo el mundo debería conocer y que me ha deslumbrado. Es un primor, un fulgor, una joya engastada en la diadema de los campos que desde Sevilla corren hacia Córdoba y viceversa. Si lo que en ella hay estuviese en la Toscana, pongo por caso, ese lugar sería tan célebre y tan celebrado como Lucca, Volterra y Siena. No exagero. Vayan allí y lo comprobarán.

Y si lo hacen, por cierto, echen un vistazo a mi olivo, que tiene placa, y acaricien sus hojas de mi parte.

A lo que iba: ya tengo hijos, ya tengo libros y ya tengo árbol.

O sea: ¡ya está!

El tiempo que me quede será propina.

¡Bote! ¡Gracias!

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EL LOBO FEROZ: Aminatu

No pude ir a la manifestación del sábado en apoyo del pueblo saharaui. Andaba yo en Osuna. Fui allí para dar el pregón de las fiestas del aceite de oliva. De no haber sido por eso, y pese a tener por norma la de no intervenir jamás en manifestación alguna, me habría acogido al derecho de excepción sumándome a esa ceremonia de amistad hacia los héroes que desde hace casi siete lustros sueñan con volver a su tierra para recuperar cuanto en justicia les pertenece. Amistad, digo, y aun diría fraternidad, pues por hermanos y amigos tengo a los saharauis desde que por primera vez llegué al oasis de Guelta (“gasolina y agua potable” dicen de él los mapas Michelin) y pasé noches enteras entre las jaimas, al arrimo de la lumbre, viendo pasar estrellas fugaces, sorbiendo tazas de té y escuchando las historias que las gentes del oasis me contaban. Mester de juglaría era aquello, como el del Poema del Cid, y orden de caballería quijotesca y andante, pues nómadas eran todos, la milicia en la que a lomos de jeep o de camello cabalgaban. Venía yo de Bir Mogrein, corría el otoño del 70 y regresé en otras dos ocasiones, procedente en ambas de El Aaiun y encaminado hacia Dakar, al mismo sitio. Sucedió todo eso antes de que Franco muriera y sus herederos -demócratas, se supone- optaran por desentenderse del proceso de descolonización que condujo a una nueva colonización del territorio: la que todavía hoy, contra la voluntad de los únicos propietarios legítimos de éste, impone por ley de gumía, cancillería y estacazo el monarca alauí. Lo que fue Sáhara español es ahora bandera del deshonor de España y de quienes la gobiernan. ¿Por los siglos de los siglos? No lo creo. Nada pueden, a la larga, los ejércitos que se enfrentan al querer de un pueblo. Estados Unidos mordió el polvo en Vietnam y vuelve a morderlo ahora en las dunas y pedregales del desierto afgano. De igual modo tendrá China que salir del Tíbet. Guardo en mis cajones la túnica de guerrero saharaui que el Frente Polisario me entregó la última vez que estuve en la Hamada de Argelia, donde sus campamentos siguen humeando, y tengo junto a mí, muy cerca de la mesa en la que escribo esto, la insignia -círculo, estrella y media luna- que en aquella circunstancia me impusieron. Sé que algún día entraré con Aminatu y las tropas polisarias en El Aaiun. No estuve el sábado en Atocha, saharauis, pero allí andaba mi alma, conmigo vais, con vosotros voy, mi corazón os lleva…

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