El Dalai Lama en Las Ventas
Madrid, ¿ciudad taurina? Siempre, desde que el flujo de la Historia la convirtió en buque insignia del país, lo fue, y también, acaso, lo era ya antes, cuando sólo ostentaba la condición de castillo famoso en cuyas plazuelas, ensanches y callejones celebraba el pueblo sus fiestas de toros, cañas y, a veces, lanzas. «Capital de la gloria» la llamó mucho después Hemingway, en la época de sus años inolvidables -la expresión es de su amigo John Dos Passos, otro que tal bailaba-, pensando en lo mismo en lo que yo pienso ahora. Fue, por cierto, aquel coloso de la literatura quien dijo que prefería cortar una oreja en Las Ventas a recibir el Nobel. Le dieron éste, pero se quedó sin aquélla. Cosas de la vida o más bien, en este caso, de la muerte.
Vienen tales consideraciones, y las que en el curso de las líneas sucesivas se desgranarán, a cuento de una incógnita -altamente significativa para el futuro inmediato de la Fiesta- que muy pronto dejará de serlo. Se encuentra ahora sub rosa, sobre el tapete color de albero de los despachos de las instituciones y autoridades autonómicas que entienden de la materia, la decisión concerniente al nombre de la empresa que administrará y, en definitiva, gobernará con mejor o peor fortuna el quehacer de la madrileña plaza de Las Ventas durante el periodo de dos temporadas que, me parece, ahora se abre.
A nadie se le oculta, y yo, en consecuencia, tampoco voy a ocultarlo, que mi nombre figura, junto a los de Vargas Llosa, Albert Boadella, Fernando Arrabal y Miquel Barceló, entre otros, en la lista de quienes, con la cultura como banderín de enganche, apoyamos una de las tres opciones empresariales -es de Nimes y se llama Simón Casas- que se han presentado al concurso de licitación y arrimaríamos el hombro, si llegara el caso, a sus propósitos de rehabilitación y dignificación del trajín taurino. Pero juro por todas las sagradas escrituras de la religión de Cúchares que no escribo este artículo para arrimar su ascua a cualesquier estrategia electoralista.
Lo que en esta ocasión importa (y me importa) es que las autoridades del Gobierno de la Comunidad -casi todas ellas, me consta, aficionadas solventes, empezando por quien las preside- compartan con nosotros el criterio de que la tauromaquia necesita en este momento, para ella difícil, recuperar el terreno perdido y redibujar los perfiles de su imagen pública, convenciendo a quienes aún no lo saben, porque desprecian lo que ignoran, que quienes vamos a los toros -Hemingway y Dos Passos en su día o, en los de hoy, Boadella, Arrabal, Barceló, Vargas Llosa y, verbigracia, Eduardo Arroyo o Joaquín Sabina- no somos miembros de las S.S. ni torturadores de la Lubyanka sedientos de sangre, sino más bien -consiéntaseme tan razonable conjetura y concédasenos la presunción de inocencia- exactamente todo lo contrario.
Y eso es cosa -deseo, sueño y utopía- que sólo podrá conseguirse si la futura empresa gestora del coso más importante del mundo acierta a convertir Las Ventas en lo que, a mi juicio y al de muchos, podría y debería ser: un foco y foro permanente de cultura abierta, en lo que hoy es ya, por extensión, centro de Madrid, no sólo a lo específicamente taurino, sino a todos los vientos, antiguos y modernos, castizos e ilustrados, locales y globales, particulares y generales, de la época de luces y sombras en la que nos ha tocado vivir.
A todos, digo, y a todo… Esto es: no sólo -lo reitero- a lo que en el campo de las artes plásticas, la literatura, el cine, la fotografía, la danza, la música, el folclor, el teatro, el pensamiento, la historia, la arqueología, la antropología, la zoología, la ecología o lo que quiera que sea guarde relación con la tauromaquia, sino con cualquier otra parcela, elemento, segmento, condimento y fermento de los muchos que en cualquiera de los citados fogones se cuecen.
«Noche, poesía, locuras de amante… / Todo ha de servirnos en esta ocasión». Díjolo Benavente en el prólogo de su comedia más conocida -ojalá no medien aquí intereses creados ni se beneficie nadie, tampoco Simón Casas, de trato alguno de favor-, y así debe ser: conferencias, tertulias, mesas redondas, coloquios, proyecciones, exposiciones, presentaciones de libros, conciertos, recitales, festivales, cursos y concursos, talleres, simposios, parnasillos, batiburrillos del saber y del sentir, de la reflexión, la emoción y la imaginación, toreo -verbigracia, y como ejemplo de ésta- de salón (recuérdese la prodigiosa secuencia dedicada al mismo por José Luis Garci en su película Tiovivo. A todos los espectadores, aficionados o no, nos impresionó) y, por supuesto, cancha lealmente abierta, sin trampa, encerrona ni condicionamiento alguno, a los antitaurinos, cuyas razones tienen, sin duda, peso reflexivo y poso compasivo, además de predicamento y honda resonancia en la sociedad, y merecen ser escuchadas por todos y educada e ilustradamente rebatidas por quienes pensamos -Vargas Llosa, Arrabal, Barceló, Boadella y tantas otras gentes de cultura y de paz- que se equivocan o que, en todo caso, ya va siendo hora de que nos serenemos, así los tirios como los troyanos, y de que fumemos juntos la pipa de la paz. Todo, en este mundo, es discutible y negociable, menos la intención aviesa. Depóngala quien la tenga, y Dios con todos, hasta con los ateos.
Hablaba Buda, que lo era, de la importancia que en la vida del hombre tiene la rectitud de propósitos. Paradojas e infortunios de la virtud: quizá sorprenda a algunos piadosos defensores de los derechos de los animales y valedores del ecologismo a ultranza -pues a mí, que milito, sin por ello dejar de ser aficionado, en lo uno y en lo otro, también me sorprendió- saber que el Dalai Lama, nada menos, me dijo en una de las tres ocasiones en las que he tenido la suerte de estar con él (y él la gentileza de estar conmigo) que las corridas de toros le interesaban mucho -había visto por la tele, encontrándose en Granada, me aclaró, parte de una de ellas- por existir en su país algún ritual, festejo o espectáculo vagamente parecido. Con yaks, supongo. En cierta ocasión tuve que esquivar la embestida de uno que se me arrancó en el Tibet, palabra, y hay testigos, con el vuelo no de mi muleta, que no tenía, sino de mi chaqueta. ¡Olé, y ojalá se siente algún día Su Santidad en una barrera de la plaza de Las Ventas!
Es una digresión y una broma. No me parece este artículo lugar apropiado para reabrir la eterna, y de argumentos siempre por ambas partes consabidos, discusión entre los defensores y detractores de la Fiesta. Otra vez será.
Pero… ¿Ecologismo, decía? Vayan, vayan cuanto antes los últimos citados, bona fide, a las dehesas charras o andaluzas, o a las madrileñas, que también las hay, recórranlas con paso alegre y los ojos bien abiertos, y lleguen a la inevitable conclusión de que, sin el toro de lidia que las puebla, ese Serengeti, ese paraíso de monte, llanura, hierba, matorral, aves, mamíferos, mariposas, escarabajos, agua, horizonte y aire en movimiento, se convertiría muy pronto en lúgubre fila no precisamente india de urbanizaciones, chalés adosados, campos de golf, hoteles de mil estrellas, parques temáticos, centros comerciales y bloques de apartamentos. ¿O no?
Organizar visitas -safaris- de gentes respetuosas, españolas o extranjeras, que quieran conocer y recorrer ese shangrilá sin dañarlo irreversiblemente con la contaminación del turismo de masas es algo que también debería figurar en la agenda de proyectos culturales elaborada por la empresa que en la ya inminente hora de la verdad del veredicto de licitación de la plaza de Las Ventas ponga el cascabel a ese gato sin renunciar al posible y legítimo beneficio económico de la gerencia, pero sin olvidar que la tauromaquia es, por encima de cualquier otra consideración y connotación, asunto de cultura, de ética y estética, de raíces e historia, de respeto, de pedagogía, de sacramentalidad, de emoción compartida, de protección del ecosistema y de homenaje colectivo al valor del héroe y a la estampa, bravura y nobleza del animal más hermoso que existe en el ámbito del Arca de Noé.
Dicho esto, en contra de lo previsible y respondiendo así a la pregunta formulada en la primera línea de este artículo, me atrevo a sostener que Madrid no es ni tiene por qué ser una ciudad taurina, sino, a secas, una asamblea de hombres libres en la que quepan, convivan, sobrevivan y dialoguen los taurinos y los antitaurinos. Lo contrario, ya sea en un sentido, ya en el otro (declarar, por ejemplo, a Barcelona ciudad antitaurina y «borriquera»), tiene nombre: se llama despotismo, o abuso de poder, y es, por añadidura, una tontería. El Gobierno de Madrid no está para tales maragalladas.
Termino, y lo hago sin acogerme a la fórmula de ritual. No, no voy a desear que Dios o san Isidro, puesto que de la Villa y Corte hablamos, repartan suerte. Quiero que ésta vaya, enterita, a manos de quien haya puesto sobre el tapete color de albero de la mesa de negociaciones y decisiones del Gobierno de la Comunidad la mejor y más realista y, a la vez, imaginativa propuesta de cultura general concerniente a la gestión de la plaza de Las Ventas y a la transformación de ésta en el Foro cosmopolita y abierto al mundo, al ayer, al hoy y al mañana con el que algunos soñamos.