Reflexiones electorales de un ciudadano excéntrico

Ciudadano, sensu stricto, no, porque eso viene de civitas (y política, de polis), y yo soy de campo. La ciudad, y cuanto en ella se cuece, no es asunto mío ni cosa que me quite el sueño. La doy, de antemano, por perdida en lo que a mi forma de vivir se refiere. A ella —a todas ellas— ha llegado ya el fin del mundo, en general, y el de mi mundo, en particular.
Excéntrico, sin duda, sí… Tanto como para haber fijado mi residencia en un villorrio de 25 almas ilusorias —las inscritas en su censo— y de unos 10 o 12 vecinos reales (y ya me parecen muchos). Por no haber, no hay aquí, donde ahora escribo, ni tampoco en dos leguas a la redonda, un maldito bar o mísero tascucio en el que echarse al coleto un bendito trago de clarete de la tierra. Lo sirvo yo en mi casa. A cambio, son posibles otras cosas, gratuitas y no gravadas por impuesto alguno, como casi todo lo que en la vida importa, que en Madrid, pongo por caso, o en cualquier otra ciudad, civitas o polis, no lo serían.

La felicidad, por ejemplo.

Castilfrío, que así se llama al villorrio, dista 246 kilómetros de la capital del Reino según el cómputo cartográfico de los terrícolas, pero en realidad se encuentra a años luz. Los mismos, más o menos, que nos separan, según los astrónomos, de ese supuesto planeta extrasolar que acaban de descubrir y en el que existe, aseguran, un clima parecido al de la Tierra, agua abundante y, por lo tanto, vida o, si aún no la hay, posibilidad de que ésta, a la larga, brote.

El agua, por cierto, también abunda en Castilfrío, llega a raudales y sin etapas intermedias —depósitos, filtros, arreones de cloro— de la sierra al grifo, y es, como la felicidad, prácticamente gratuita, pues todos los vecinos, así tengan una piscina capaz de acoger las brazadas de Esther Williams en Escuela de sirenas (y hay, de hecho, uno que la tiene), pagan lo mismo: cuatro perras. Ahora bien: por lo que hace al clima…. Tendré que admitirlo. No se parece, no, como el del nuevo planeta, al que en el resto de este valle de lágrimas se disfruta, sino al de los remotos espacios siderales. Ya lo dijo Tony Curtis (¿o fue Jack Lemmon?): nada es perfecto. En agosto, a veces, he tenido que encender la calefacción.

Pero mejor así, añado… La dureza de la meteorología nos protege. Es nuestra fosa de cocodrilos, nuestra muralla china, nuestra línea Maginot, nuestro adarve numantino. De no ser por ella, estando como está, aquí, el paraíso, la cuádruple horda formada por los turistas de fin de semana, los rastreadores de segundas residencias, los constructores de adosados y los veraneantes ya nos habría invadido, jaleada por la voracidad desarrollista de las autoridades, y vivir aquí sería como hacerlo, grosso modo, en el tártaro capitalino. Casi nada se libra. El asfalto, los coches y el dinero llegan a todas partes en su carrera de destrucción. Soria es ya, para mí, como Manhattan. Figurémonos la Villa y corte. Vade retro.

Sirva cuanto llevo dicho de longísima introducción a las reflexiones electorales de un excéntrico —y ciudadano sólo por oposición a súbdito— anunciadas por el título de este trabajo que no lo es, en mi intención, de beatus ille, por más que parezca lo contrario, y al que no querría ver convertido en nuevo menosprecio de corte y alabanza de aldea.

Queda, en todo caso, demostrado, por una parte, que excéntrico, en el sentido literal de la palabra, lo soy, por vivir donde vivo, tan a trasmano del mundo, tan fuera de él, tan periférico, y salta también a la vista, por otra, que hablar de política me aburre, que hacerlo de Castilfrío me divierte, que doy largas a aquélla y me demoro en éste, y que, en fin, humano soy, por preferir el placer al deber, y se me nota.

Las elecciones, decía… Voy a terciar y a votar en ellas, ¡malhaya!, pese al escasísimo interés que en mi despierta cuanto a la polis y a la res publica se refiere, y voy a hacerlo, encima, en Madrid, y no en mis dilectos campos de Soria y de Castilla.

Como lo oyen… Me acuso, padre, pésame, Señor, de que hace un par de meses dejé de ser vecino de derecho, aunque siga siéndolo de hecho, en Castilfrío, me di de baja en su padrón y volví, mohíno, cabizbajo, a inscribirme en el censo de lo que don Camilo llamaba, acertadamente, poblachón manchego.

Lo hice, desnaturalizarme, porque un día, de pronto, con la mirada perdida a través del ventanal de mi despacho en el horizonte de la estepa castellana, me dio por pensar en otro confín, a buen seguro más cercano, el de mi muerte, y ello no sin resignada e inexorable lógica, pues tengo 70 años y llevo tres codos de chatarra y soldadura en los sifones y canalones del corazón; y pensé también, al hacerlo, en el futuro de quienes me heredarán; y recordé —me lo había dicho, supongo, mi asesor fiscal, pues no ando yo muy puesto en tales cosas— que en la Comunidad de Madrid, a diferencia de lo que aún sucede en la de Castilla y León, y no digamos en las gobernadas por la izquierda, ya no existe, en la práctica, aunque todavía le quede la vírgula nominal e inútil del 1%, impuesto de donaciones inter vivos y de sucesiones post mortem recibidas las unas y las otras por los hijos y cónyuges de quien las otorga.

Como debe ser, añado, porque ese gravamen, inexistente en las naciones de verdad civilizadas y tan anticuado, en otras, como la ideología que lo defiende, es incompatible con el Estado de Derecho a causa de su carácter claramente confiscatorio y por ser, además, de doble, triple, cuádruple o, en definitiva, perpetua imposición. Un latrocinio, ¡vaya!, que los constitucionalistas, o quienes sean, deberían llevar a los tribunales doquiera todavía se practique. Conmigo, para eso, que no cuenten.

Desciendo de corsos —el primer Dragó del que se tiene memoria lo era— y nunca acudo a la Justicia. ¡Pleitos tengas, como bien dicen (o maldicen) los gitanos, y los ganes!

De modo que, pensando sólo en los míos, pues a mí, como cabe suponer de un septuagenario, en tal mejilla me las den todas, me dije que lo mejor, de momento y hasta que el señor Herrera o quien lo siga rectifique e imite a doña Esperanza, era humillar el testuz y volver, cornigacho, a empadronarme en Madrid para que mis deudos no pagaran los vidrios que otros han roto.

Sacrosanto es —lo ha sido siempre en el derecho natural, y otro, en mi opinión, no existe— el principio de la defensa propia, y a él, no sólo en lo que atañe a la vida, sino también a las urnas, me remito.

Votar en defensa propia… ¡Ojalá lo hiciesen todos con gallardía, sin falsos pudores y mohínes de beata, en salvaguardia del propio bien, incluyendo en éste el de los suyos, en vez de ponerse estupendos y dar en cucamonas de misioneritos de ONG que primero nos sacan las perras a cuento del bien común y se largan después con el producto de la colecta. Nadie se escandalice. Lo que propongo —el voto egoísta, si convenimos, ¿y por qué no?, en llamarlo sin aspavientos así— es, a la hora de echar cuentas y de cuadrar la de resultados, el más altruista posible, el más efectivo y distributivo, el más justo, el menos individualista, el que con mayor eficacia contribuye al bien común.

Y además, por si con lo dicho no bastase, ese voto, el del egoísmo, lejos de contravenir las reglas del juego de la democracia, es el que mejor se acomoda a su origen, refleja su filosofía, respeta su canon, recoge su esencia y responde a sus fines.

Suele decirse que falta en nuestro país cultura democrática, y es cierto. Somos niños con zapatos nuevos que confunden lo que sólo es aséptica doctrina política y sistema neutro de gobierno con una ideología, con un régimen, con una religión de índole puritana y con el Monte de Piedad. La democracia entendida como obra de misericordia. Y eso, a la postre, es lo que lleva a muchos españolitos —bienintencionados, pero confusos y, en definitiva, aunque no a sabiendas, nocivos para sus semejantes— a votar, cuando llega el momento de hacerlo, no con la razón, como ésta manda, sino con las sinrazones del corazón, vulgo sentimientos, que poco o nada deberían pintar en tal negocio y que, por añadidura, suelen estar teledirigidos (subráyese, en este caso, lo de tele) por la propaganda de quienes, con intenciones y estrategias de sobra conocidas, controlan las correas de transmisión mediática.

Así pasó lo que pasó el 14-M, y aún lo estamos pagando. El buenismo genérico, hipócrita y vaporoso es treta tan antigua como el mundo que perjudica a casi todos, so capa de lo contrario, y sólo favorece a quienes mucho presumen, cacarean y predican sin dar nunca trigo.

La democracia moderna —no estoy refiriéndome a la ateniense, que hoy no nos lo parecería o, incluso, nos horrorizaría— se inventó en Inglaterra. De esa matriz hablo, y al pensamiento de quien la hizo posible —Locke— y de quienes luego (Hume, Berkeley, Adam Smith, Bentham, Stuart Mill, Spencer) la fecundaron me acojo. Todos eran liberales y, por ello, en mayor o menor medida, confesos o no, militaron en las filas del pensamiento político utilitarista, egoísta… Con una sola arma, la de la razón, concibieron la democracia, la desarrollaron, la exportaron y, convenciendo a muchos sin nunca vencer a nadie, terminaron imponiéndola en Estados Unidos, en buena parte de Europa y en algunos lugares de Asia e Iberoamérica. En África nunca la ha habido.

De ahí que, en mi opinión, liberalismo y democracia sean conceptos no sólo afines, sino inseparables. Sine qua non. Rásguense las vestiduras y den gritos de plañideras todos aquellos a los que esta evidencia —para mí lo es— escandalice, y estudien luego sin ojeras ideológicas la Historia y los libros de los filósofos mencionados. Yo no pretendo, aquí, desasnar a nadie. Desásnese por su cuenta —no es insulto, sino parlar castizo y paladino— quien lo juzgue conveniente. Abrigo la convicción, y punto, de que el liberalismo no es, como aseguran quienes a él se oponen, un sistema más, entre muchos y como cualquier otro, sino el único razonable y aplicable, si de verdad, por vía de egoísmo, buscamos el bien común, la organización de la polis, del agro, de la convivencia y de la sociedad.

¿Que no es perfecto? ¡Pues claro que no lo es! Ni el liberalismo ni, menos aún, y eso invalida el reproche y zanja cualquier debate al respecto, la propia naturaleza humana. Pero —como dijo, atinando, no sé quién y luego repitieron muchos— las ideologías que postulan una sociedad perfecta (la del superhombre, la del hombre nuevo, la del socialismo científico, la de las utopías en general) son las que conducen, cuando alcanzan el poder, a sociedades más imperfectas.

¿Debería aportar ejemplos? Están en la mente de todos: comunismo, nazismo, maoísmo, castrismo et alia.

Votar, pues, en defensa propia, a fuer de altruismo y no sólo por egoísmo: eso es lo que aquí propongo y lo que, amparando lo mío y a los míos, haré, en Madrid, el 27 de mayo. ¡Ojalá hagan lo mismo —defender sus intereses, que no tienen por qué coincidir con los míos— todos y cada uno de los votantes sin que nadie, jugando a misionero y vistiéndose con petulantes perejiles filantrópicos, se arrogue la función de redimir lo ajeno en detrimento de lo propio!

El bien común es la suma matemática y automática, grano a grano, del bien de cada uno. Laissez faire, y todo será hecho. Lo colectivo es la yuxtaposición de lo individual. El grupo es una entelequia. La persona, no.

Y así mi voto —a buen entendedor— deja de ser secreto. ¿Por qué habría de serlo? ¿Por hipocresía, por sigilo sacramental, por cautela, por miedo a las represalias? ¡Pero hombre! ¡No me diga usted! ¿No habíamos quedado en que esto es una democracia en la que nadie puede ni debe ser perseguido, despedido o acosado por sus ideas políticas?

A mi edad, sea como fuere, poco importan las vindictas y ajustes de cuentas. La vejez nos vuelve invulnerables. Volveré a empadronarme en Castilfrío cuando Herrera, o quien lo siga, dé carpetazo al impuesto de sucesiones. De momento…

¡Ah, y si no la espicho, mejor!

Publicado en: ...el 17 Mayo 2007 @ 10:50 Comentarios (2)