DRAGOLANDIA: Parón
Percance de un autabus de turistas españoles en Tailandia
Carretera de no sé dónde, en Tailandia a 6 de abril de 2009
¡Por fin un imprevisto! En este viaje todo iba demasiado bien. Ni un solo fallo. Las cosas salían a pedir de boca. Puntualidad y precisión. Los horarios se cumplían. Los itinerarios se cubrían. Hoteles aceptables. Restaurantes pintorescos y sabrosos. Nadie nos engañaba. Nadie nos robaba. Nadie nos acosaba, lo que significa que nadie nos tomaba por lo que no somos, aunque lo parezcamos: turistas al uso de estos tiempos de cochambre generalizada.
Pero Dios no ahoga. Escribo estas líneas en un lugar ignoto de Tailandia. El coche nos ha dejado en la cuneta. Son las cinco de la tarde. Dentro de hora y media empezará a anochecer y el tránsito de la luz a la oscuridad será vertiginoso. Estamos a casi dos mil metros de altitud. Un vaho de niebla cálida esconde el paisaje y lo transforma en cuadro de pintor flamenco. Dicen que otro coche vendrá a recogernos, pero no es seguro. Cincuenta kilómetros nos separan del primer punto habitado.
El chófer hurga debajo del chasis. Se llama Chiang. Es simpatiquísimo, pero sólo habla tailandés. Lengua endemoniada. No hay forma de entenderlo ni de que él nos entienda. Parece ser que se han ido al diablo las pastillas de los frenos, pero tampoco eso es seguro. Nuestras hipótesis son tan dudosas como las siluetas de los árboles envueltos por la neblina.
El coche ha hincado el pico en una curva de la carretera. Junta a ella, en un repecho, hay una casa, en la casa vive una familia de granjeros y los granjeros han tenido la gentileza de sacar una mesa y unas sillas para que nos instalemos en ellas, entretengamos la espera y matemos el tiempo.
Mi nieto Mario -dentro de diecisiete días cumplirá diez y siete años- hace los deberes a lápiz y con goma de borrar. Mi nieta Caterina -que sólo tiene nueve- se aburre y persigue a los pollitos del granjero hasta que la gallina se le encampana y la pone en fuga. Mi hija Ayanta pasea como si estuviese en el interior de una oda de Horacio. Mi hija Aixa lee una novela de Ian McEwan (por cierto: este año lo propondré para el premio de las Letras de la Fundación Príncipe de Asturias. Ya lo hice el año pasado, y llegó lejos. También propondré a Murakami y a Amélie Nothomb. ¿Demasiado joven ésta? ¡Pues precisamente por eso!). Sigo.
Mi mujer, Naoko, intenta averiguar lo que le dice el granjero. Sobra añadir que éste sólo habla tailandés.
Todos los años, desde hace muchos, me llevo a hijos y nietos, cuando llega la primavera, a recorrer un trozo del mundo. Es como comulgar por pascua florida. Un mandamiento, un sacramento. Antes viajábamos a solas, ellos y yo, sin mezcla de madre o esposa alguna, pero en el 2004, a raíz de mi descenso a los ínferos del quirófano para que me instalasen varios codos de fontanería en las coronarias, Naoko se sumó, por si acaso, a la comitiva para echarse al quite si las cosas venían mal dadas.
Yo he desenfundado el ordenador y… A la vista está. Faulkner, salvando las distancias, escribió su primera novela (La paga del soldado) sobre una carretilla volcada mientras servía al ejército de su país en la primera guerra mundial.
¿Era esa guerra? Tendría que verificarlo. No puedo hacerlo. Perdóneme el lector si me equivoco.
No somos ciento y la madre, pero poco nos falta.
Ayanta vuelve de su paseo y nos explica que ha encontrado en la hondonada del valle el sendero de los jardines que se bifurcan y una aldea maravillosa íntegramente construida con troncos de bambú.
El buen Chiang se desespera. Nosotros, no. Incidentes así son la sal de la vida y la pimienta del arte de viajar. Hice bien dejando el móvil en España. Ese artilugio convierte el placer de lo imprevisto en el tedio de la rutina.
Si usted, lector, lee lo que acabo de escribir, será eso señal de que hemos salido del atolladero.