EL COBAYA: Melatonina: el tercer ojo

Cobaya y disidente. Lo primero ―será el epígrafe de esta columna― porque sólo aconsejo lo que en carne y alma propias he experimentado. Lo segundo, porque tal es mi yo y así me hizo mi circunstancia.

Disidente, por cierto, hasta tal punto que voy a disentir, para marcar territorio en mi primera entrega, de lo que hace una semana decía aquí mismo, a cuento de la melatonina, José Antonio Vera, director de este suplemento. Proponía mi nuevo jefe razonable y razonada cautela en el consumo de la hormona en cuestión, segregada por la glándula pineal, y yo les digo: no la tengan, es innecesaria, puede ingerirse sin riesgo alguno (a condición, claro, de que tengan más de cuarenta abriles).

Yo lo hago ―ingerirla― noche tras noche desde la primavera de 1996. Doce años, como prueba clínica de laboratorio orgánico, son, creo, garantía suficiente.

Deglutí la primera dosis, mínima, en un hotel de La Habana. Fue fulminante. Tenía que escribir un guión cinematográfico de sesenta páginas. Me salieron, en cosa de ocho días, como quien hace churros, casi doscientas. La película no se hizo, pero era buena. Desde entonces, como digo, ni un solo día he dejado de consumir tan mirífico producto. Eso sí: tuve que convertirme en contrabandista para traerlo desde los Estados Unidos burlando el bloqueo que la liberticida Europa ―y no digamos España― impone a sus súbditos.

La glándula pineal coincide, curiosamente, con lo que en las tradiciones sapienciales y salvíficas del hinduismo, el budismo y el taoísmo llaman Tercer Ojo: el del chakra del entrecejo, el que se abre a la transrealidad, el que convierte en visible lo invisible… Átense cabos.

Hace tres años me operaron del corazón: tres by-passes (lean mi libro Kokoro: lo conté todo en él). El médico de cabecera, internista del Ruber y director en él de la Unidad del Sueño, me aconsejó entonces que siguiera tomando melatonina y que doblara la dosis. Lo hice. Tomo ahora cinco miligramos al día, veinte minutos antes de acostarme, y aquí me tienen: dos programas de televisión, tres libros en diez meses, conferencias a granel, columnismo, reportajes, viajes bravos, alguna que otra juerga y, encima, ni siquiera cojo la gripe. Toquemos madera de caoba. Me moriré, por chulo, dentro de cinco minutos.

José Antonio Vera terminaba su editorial diciendo: “La melatonina parece inocua, pero no se sabe hasta qué punto”. Bueno, pues yo, Director, sí que lo sé. Lo parece y lo es. Llama de mi parte al Ruber, pregunta por el doctor Luis Domínguez, que a veces colabora en estas páginas, y él te lo corroborará y, si tienes problemas de insomnio (¡ojalá no sea así!), te los resolverá.

Las columnas siempre son demasiado breves. Tendré que volver sobre este asunto: el del liberticidio terapéutico español y europeo. La melatonina, como tantas otras cosas, es alimento y no medicamento. ¡Y aunque lo fuera! ¡Viva el libre albedrío! Adulto soy y, en cuanto tal, meto en mi cuerpo lo que me viene en gana.


Publicado en: ...el 30 Enero 2008 @ 14:25 Comentarios (450)

EL LOBO FEROZ: Yo también

Pues sí: yo también, Cayetana, me autoinculpo, aunque no, como tú, por solidaridad, sino por remordimiento.

Así ―Me autoinculpo― se titulaba, a pie no sólo de caye, sino también de clínica, comisaría y juzgado, tu última columna. Era excelente, y lo digo sin ironía. Pero una cosa es la excelencia y otra la coincidencia. Se coincide sólo en la evidencia.

Y la evidencia nos dice que el nascituro ―embrión o feto que sea― tiene cuerpo propio, instalado durante nueve meses en el vehículo de un cuerpo ajeno. Todos ―mujeres, hombres y niños― deberían ser dueños de su propio cuerpo. Seguro que en eso coincidimos. Ahora sí que recurro a la ironía.

Iba a escribir hoy de Ezpaña (Zapatero y Enric Sopena), Eppaña (Rajoy y César Vidal), Ejpaña (Bono), Expaña (yo) y España (¿quién?), pero tiempo habrá para poner a hervir esa sopa de letras. Lo tuyo, Cayetana Guillén, hija de un hombre que se llama como yo y con el que muchas veces, a causa de nuestro parecido físico, me han confundido, también tiene que ver con España: la del 9 de marzo.

No sé si tu padre y yo seguimos pareciéndonos. Nuestra fisonomía ha cambiado. El varón, según Gabo, descubre que ha empezado a envejecer cuando se mira al espejo y el azogue le devuelve el rostro de su padre. Le pasó a Juan Cruz mientras escribía Ojalá octubre. Su malquerencia hacia mí no quita: es un buen libro.

Yo, en cambio, por la semejanza a la que aludo, siempre he sentido hacia ti querencia buena, de padre que no lo es, trufada, incluso, de reprimida, platónica a la fuerza y nunca confesada lascivia incestuosa.

Y tu padre, por suerte para todos, no te abortó.

Tu padre, digo, porque también los hombres abortamos, a fuer de cómplices o de instigadores, cada vez que por comisión o por omisión nos implicamos en el aborto de las mujeres a las que hemos dejado encinta.

Si eso es así, yo llevo sobre la conciencia el peso de cinco abortos. Todos ellos se remontan a los felices sesenta, cuando fui progre, y tienen un rasgo en común: el de la frivolidad. Nosotros, los de entonces… ¡Si yo te contara!

No dispongo aquí de espacio para hacerlo. Una de mis hijas ―tú la conoces― nació porque fue concebida en un puerto de Taiwán y ni su madre ni yo éramos capaces de organizar un aborto en chino. Cuando lo pienso se me eriza el alma. Pero no es sólo por eso por lo que ahora, Cayetana, yo también, como tú, me inculpo, aunque en sentido contrario, y te digo, a cuento de esas cinco espinas y remedando a Bartleby, que preferiría no haberlo hecho.

Entiendo, sin embargo, tus razones, hago mía la compasión que el problema exige y ni se me pasa por la cabeza la demoníaca idea de meter en la cárcel a quien aborta. No son sórdidas noticias policiales (Borges) lo que el asunto exige, sino alta filosofía. Filosofía, digo, y no, al menos en mi caso, teología.

Cuando quieras, en sesión de noche o en matineé, o incluso en negligé y en tu boudoir, te la expongo. Seguro que nos entendemos, y no me entiendas tú, ahora, mal, pues no lo digo por lo del incesto.

O sí. ¡Qué sabe nadie!

Publicado en: ...el 29 Enero 2008 @ 13:10 Comentarios desactivados

Discurso en el acto de homenaje a Umbral

María España, autoridades, Pedro J. Ramírez, intervinientes en este acto, asistentes a él… Buenas tardes a todos, y a Paco, si anda por ahí. Dicen que la muerte iguala, pero no es cierto. No lo es, al menos, en el caso de los escritores. La cercanía ofusca. Sólo a la luz de la posteridad, y en ella ya estamos hoy por lo que a Umbral se refiere, se aprecian las diferencias de jerarquía existentes entre ellos. La envergadura, la hondura, la emoción y la expectación suscitada por este acto lo demuestran. Vamos a honrar la memoria y la vida pública de un extraordinario escritor y protagonista de la sociedad española a lo largo de medio siglo. Pública, digo, y lo subrayo, porque de la otra, de su vida privada, de su intimidad, de su penumbra, de su silencio, sólo España sabe. La España ―María― que siempre, entre bastidores, lo acompañó y que lo vio morir con las botas (o con los botines de Valle-Inclán) puestas y con la pluma enhiesta, con una palabra, una línea, una frase postrera dirigida como un dardo letal hacia el fuste de su última e inconclusa columna. Si, como decía Petrarca, un bel morir tutta una vita onora, no cabe, para un escritor, muerte más honrosa ni más hermosa que la de Paco Umbral, caído en cumplimiento de su deber. Hoy, por cierto, caso de estar vivo, dos negritas habrían salpicado en la última página de El Mundo Los Placeres y los Días. Me refiero a las de Pepín Bello y Ángel González, fallecidos los dos este fin de semana. Descansen también en paz. Si el estilo es el hombre y estilita es el anacoreta que otea la vida exterior e interior desde el capitel de una columna, Umbral fue las dos cosas: estilita y estilista, columnista y escritor de estilo, escritor a secas y a palo seco, escritor sin perifollos de preceptiva literaria, sin casillas taxonómicas, sin género, acaso porque los cultivó todos y en todos fue, a secas, a palo seco, sencillamente Umbral. Escritor, dirá de él la posteridad que antes yo invocaba, y no novelista, ni ensayista, ni biógrafo, ni historiador, ni pensador, ni memorialista, ni periodista, habiendo sido todo eso, y ni siquiera poeta, por más que su prosa innumerable, infinita, nos alcance cosida a repentinos navajazos líricos, a arriesgados tropos, a destellos sometidos a la disciplina férrea del endecasílabo y el alejandrino. ¡Qué olfato, y qué sentido de la oportunidad, qué talento para el certero quite, tuvo Pedro Jota cuando, a mediados de los ochenta, rescató de un naufragio inmerecido en otro país al columnista que más satisfacción y lustre iba a darle, y a darnos, en Diario 16 y en el periódico que ahora dirige! Permítanme, por cierto, un último juego de palabras de ésos que tanto agradaban al escritor cuya vida y obra celebramos hoy. Paco Umbral ―eso es poderío― nos obligaba todas las mañanas a dar la vuelta al mundo en el sentido literal de la expresión: ponía patas arriba su periódico ―El Mundo― y no teníamos más remedio que leerlo por retambufa y al revés. Ése era Paco. Termino. Hay mucha chicha metida en este asador y tengo que dar ejemplo de brevedad y que escandir la función que ahora empieza ateniéndome a la indicaciones de un cronómetro tan exacto como el que manejan los jueces de Fórmula Uno. Ruego, en consecuencia, a todos los participantes que respeten también, a rajarreloj, el minutaje previsto. Si no lo hacen, me obligarán a dar en maneras de señorita Rottenmayer. Y sólo, por mi parte, una cosa más. Yo no tuve la suerte que tuvo Raúl del Pozo, yo no estaba donde tenía que haber estado el día, legendario, en que Paco Umbral llegó al Café Gijón y, por ello, mentiría si presumiera ahora de haber sido amigo suyo. No lo fui, apenas lo traté. Fui sólo, siempre, lector atento de lo que escribía, envidioso e insidioso yo, en ocasiones, y, a veces, adversario ―nos las tuvimos muy tiesas―, pero hoy tengo a honra estar aquí, en el lugar idóneo y en el momento justo, para rendirle, de corazón, tributo, reconocimiento, pleitesía, jerarquía y homenaje. Cuatro minutos. Uno más de los previstos. Empieza la función…

Fernando Sánchez Dragó
Círculo de Bellas Artes (Madrid, 14/01/08)

Publicado en: ...el 25 Enero 2008 @ 17:07 Comentarios (3)

Norman Mailer. La muerte de un ego

El día en que murió Mailer abrí Diario de la Noche con esa noticia. Era, para mí, la más importante de la jornada: volvía al Olimpo el último semidiós de la mitología literaria del siglo XX. No queda en pie ningún escritor así. La corrección política lo impide. Mailer corrió la aventura del Apocalipsis, montó a pelo sobre la grupa de todos sus jinetes, lo vivió, lo representó, lo venció, lo contó y lo cantó. Sus libros son una hoguera purificadora en la que él mismo, una y otra vez, ardía. No es casual el dato de que su último libro, El castillo del bosque, escrito mientras un cáncer terminal roía sus entrañas, sea una descensio ad inferos en pos del secreto de la niñez y adolescencia de Hitler. Mailer era judío.

Semidiós, digo, porque fue un héroe de ésos que, a veces, emprenden tareas hercúleas, saltan por encima de las bardas del huerto de la historia e irrumpen a galope tendido en el territorio de la mitología. En la nómina y santoral de la literatura norteamericana del siglo pasado, que es la mejor de esa época, hay muchos escritores de primera fila, pero sólo cuatro, entre ellos, son leyenda: Hemingway, Miller, Capote y Mailer. Ningún otro quiso o supo convertir la propia vida en obra de arte. Para eso hay que ser dionisíaco, bravo, contradictorio, enérgico, excesivo, juguetón… Mailer lo era: niño lobo que se esconde en el bosque, se columpia de liana en liana, sopla en la flauta de Pan y sale de su madriguera para tocar las pelotas de los bien pensantes. Tenía ―la tuvo hasta el fin― cabeza de león y alma de lo mismo.

Ésa es la literatura que yo prefiero: la de los escritores cuya obra empieza en el punto donde no basta vivir para expresar la vida. No hay, de hecho, solución alguna de continuidad entre los libros de Mailer y el modo, singularísimo, en que vivió. Escribir y vivir, vivir y escribir, son, en su caso, verbos sinónimos, paralelos y convergentes. Todo, en su vida y en su obra, fue acción, explosión e inmolación.

Era bajito, pero con un ego que no cabía en América. No es reproche, sino todo lo contrario. No había en él nada de clónico ni crónico. Era, siempre, personal, intransferible e imprevisible. Woody Allen, en su película El dormilón, explicaba a un científico: “Este retrato es de Norman Mailer. Legó su ego a la facultad de Medicina de Harvard”.

Tenía fama de ser un matón, un siete machos, un Pancho López. Quiso hacer de todo, y se salió con la suya. Se desbordaba a sí mismo. Era un superhombre. Fue soldado, novelista, ensayista, periodista, guionista, cineasta, político, niño terrible, anciano temible, mosca cojonera, duende zumbón, Pepito Grillo, jaranero, escandaloso, libertino, radical, antisistema, creyente, paradójico, seductor, amante de mil mujeres, marido de seis esposas, padre de nueve hijos, abuelo de once nietos, padrino de cinco ahijados, estadounidense hasta las pobladísimas cejas y mitómano a más no poder.

Esto último ―la mitomanía, que empezaba por el culto a su persona― lo llevó a escribir sendos libros sobre gentes como Marilyn, Oswald, Picasso, Cassius Clay, Jesucristo y, ya con el pie en el estribo, Satanás, digo, Hitler.

Tan egoico era que llegó al extremo de publicar un libro titulado Advertisements for Myself y de autonominarse candidato a la alcaldía de Nueva York. Su programa era secesionista: quería convertir la ciudad en el quincuagesimoprimer estado de la Unión. No sé si fue antes o después de esa intentona frustrada cuando casi arrancó la oreja de un mordisco, durante el rodaje de la película que con su habitual frenesí estaba dirigiendo, a uno de los actores intervinientes en ella, pero sí estoy seguro de que para entonces, en otro acceso de cólera y tan borracho como Dylan Thomas, ya había apuñalado a su mujer en el transcurso de una fiesta con un cortaplumas. La cosa no llegó a mayores, pero le sirvió para escribir la novela Un sueño americano, tan sui géneris como todas las suyas.

La guerra mundial, en cuya campaña del Pacífico había participado, le inspiró, cuando era un cachorrillo de veinticinco años, su primer libro, Los desnudos y los muertos, que en un amén lo llevó a la fama. Vinieron después tiempos amargos, de guionista peleón en Hollywood, mientras las editoriales rechazaban, una tras otra, sus novelas, pero no tardó en recuperar el mando y volver como campeón a la palestra.

Corrían ya los sixties, la montaña de la generación beat ―que le era consanguínea, aunque no del todo coetánea― había parido el ratón del movimiento jipi; Berkeley, Kathmandú y Goa eran la triple Acrópolis de la rebeldía contracultural, la guerra de Vietnam encrespaba por doquier los ánimos, Marcuse nos engañaba a todos, Allen Ginsberg aullaba, Burroughs se refugiaba en Tánger, Timothy Leary voceaba las virtudes del ácido lisérgico, los niñatos pijos de París buscaban los mares del sur bajo los adoquines, los revoltosos del We shall overcome nombraban un cerdo ―el pig power― candidato a la presidencia de los Estados Unidos, yo vagabundeaba por la India y Norman Mailer, burla burlando, y burlaba mucho, capitaneó los ejércitos de la noche, marchó sobre Washington, terminó en una lechera de la policía federal, pernoctó en un calabozo y se convirtió en gurú de cuantos entonces, canuto en ristre, jugábamos a la contra. Yo mismo, que había querido ser Hemingway, primero, y Henry Miller, después, pero nunca Capote, que era un cabronazo (aunque escribía como Dios), quise ser Mailer. Éste, en los años sucesivos fue sentando la cabeza y apartándose de la primera línea de fuego, pero nunca dejó de escribir libros a cuál mejor. Será por eso por lo que no le dieron el Nobel ni tampoco, por más que yo, miembro del jurado, lo intentase, el Príncipe de Asturias. Peor para ellos.

Fue un titán, venerado, detestado y por nadie ignorado. Creía en la reencarnación. Ojalá se reencarne en uno igual a él, ojalá vuelva pronto su ego por aquí.

Publicado en: ...el 24 Enero 2008 @ 12:17 Comentarios (44)

EL LOBO FEROZ: Guerrilla de independiencia

Padezco injusta fama de tener un ego que no me cabe en el yo y, encima, va este periódico y me saca disfrazado de Napoleón con rímel y carmín en la portada de su colorines. Juro por mis subalternos Alejandro Magno y Ruiz-Gallardón que la idea fue de Mellado, aunque no opuse resistencia alguna. Habría sido inútil. Mejor rendir la espada y sacar la mano del pecho. Los clarines del valor y la corneta de Gunga Din retumban en todos los patios de armas de la nueva sede de esta empresa. El Alto Estado Mayor de UNIDAD EDITORIAL llama a combate, grita que las tropas napoleónicas no pasarán y declara su guerrilla, que no guerra, de Independencia. Es la consigna: independientes somos. Nuestras baterías ocupan la plaza del nuevo Dos de Mayo, nuestras tropas de plumillas marchan sobre Bailén, Ferraz, Génova, Sol, Ajuria Enea, el palacio de la Generalidad y el madrileño de Comunicaciones (al que las majas y los chisperos llaman ahora de Ambiciones), Raúl del Pozo arrima su oreja de sioux al ruido de la calle para reescribir los Episodios de Galdós, Gallego y Rey ilustran los Desastres de esta guerra con los pinceles de la sonrisa mordaz de Goya, Pedro Jota Daoíz es Gabrielillo y Carmen Iglesias Laicas defiende con brío, pero sin malasaña, en el hemiciclo de las dos cámaras académicas de las que es diputada la ley de bicentenaria memoria histórica que propone nuestro partido, minoritario hoy por hoy en España y en Expaña: el de la verdad, que nos hace libres.

¡Al ataque, pues! Zafarrancho electoral, doblan por todos las campanas de la campaña, reescribe Thornton Wilder Los idus de marzo, atisba Jodorowsky entre los naipes del tarot de Marsella ―allons enfants― el culebreo de la daga de Bruto, graznan en la Carrera los leones capitolinos y cobardicas del mago de Oz con zeta de Zapatero, canturrea éste con vocecillas de Judy Garland que el país circulará a toda mecha de bomba etarra por un florido sendero de baldosas rojigualdas y adelantará a Sarkozy en las curvas de Carla Bruni para ser el cuarto en el Fórmula Uno de las cuentas de Zolbez, acierta Pizarro al decir que donde mejor está el oro del Inca es en el bolsillo de quienes lo ganan con el sudor de sus camisetas, Llamazares quiere robar a los ricos que pasan por el bosque de Sherwood para que entren por el ojo de la güija de la santería de Fidel en el paraíso de la granja de Orwell, Rajoy patina con tutú de Maricomplejines sobre una pista de deshielo que cruje bajo sus pies, Gallardón llora como Boabdil cristiano la pérdida de la Alhambra que no supo defender como alcaide y Lady Aguirre empuña la batuta de su banda de marañones para dirigir los sitios de Zaragoza, arrima su tea al cebo del cañón que defiende el Coso y recompone con polvillo de alas tintineantes de Campanilla sus élitros de Niké para volar hacia el Louvre y posarse en el pedestal de la Victoria de Samotracia.

Terminan los paralelismos: el 10 de marzo no será un 3 de mayo, Arroyo no tendrá que pintar Los fusilamientos de la Moncloa.

No a la Guerra, pero sí a la Independencia. En ella andamos.

Publicado en: ...el 22 Enero 2008 @ 17:20 Comentarios (2)

Dos locos y un caballo

¿Napoleón? Loco es quien se cree tal, y yo no lo estoy ―loco― tanto como para eso ni, tampoco, para ponerme a contar aquí quién diablos fue (o no fue) ese quídam al que entre todos, a fuerza de hablar de él, han convertido en personaje. Ya nunca sabremos quién era, aunque sí sepamos, al detalle, todo lo que hizo.

Resulta, por cierto, curioso, en relación a ello, que el fundador del bonapartismo cometiera el mismo error que, en distintos escenarios geográficos, cometiesen Hitler y Stalin. El de Hitler fue caer en la ratonera de Rusia y el de Stalin hacerlo en la de España. Los dos salieron trasquilados. El Führer perdió la guerra mundial, que de otro modo habría ganado, y el Zar bolchevique perdió nuestra guerra civil. Napoleón, que siempre jugaba a lo grande, apostó en los dos tapetes, y así le fue. Extraños paralelismos.

Leí, cuando era niño, en la Breve historia del mundo de Wells, que los ingleses, capitaneados por el Duque de Wellington y ayudados (sic) por los españoles, expulsaron de España a los franceses. Fue un momento importante de mi vida. ¡Caramba!, me dije. ¿Así se escribe la historia? ¿Llevaría razón el autor de La guerra de los mundos? Ya nunca, a partir de aquel día, volví a fiarme de lo que me contaban en el colegio.

Y si no me creo Napoleón, ¿por qué he accedido a disfrazarme de él? Existe un motivo. El primer Dragó del que se tiene recuerdo era corso, se llamaba Drago (sin acento agudo), era el médico del futuro emperador y se fue con él a Francia. Allí ―el francés es lengua oxítona― le movieron el acento y le dieron un título nobiliario de menor cuantía. Su bisnieto, y bisabuelo mío, se estableció siglo y medio después en España para dirigir una empresa de hidrocarburos en Alicante y… Bueno. Aquí me tienen.

Por eso, por mi ascendencia de pirata corso, y sólo por eso, acepté el disfraz que El Mundo me propuso. Yo, en realidad, soy el caballo.

Decía Dalí: la única diferencia entre un loco y yo es que yo no estoy loco. Pues bien: la única diferencia entre Napoleón y Dragó es que Dragó no se cree Napoleón, pero está convencido de que Napoleón se creía Dragó.

Publicado en: ...el 21 Enero 2008 @ 18:53 Comentarios (125)

EL LOBO FEROZ: Disidencias

Umbral —¿Umbral?— de 2008: regreso al columnismo. No es éste sacerdocio, sino militancia y, en mi caso, disidencia. Nací lobezno, como Mowgli.

Desde el 2000 no lo ejercía. Fue entonces cuando mi predecesor en Diario de la Noche, que lo hacía muy bien, desembarcó en la revista Época y, en sucesivas oleadas, nos fue echando a todos. Todos éramos Jaime Campmany, Federico Jiménez Losantos, Alfonso Ussía, Juan Velarde, Manolo Alcántara… Bien hecho. Akela, el capo de la jauría lobuna en El libro de la selva, siempre marca territorio. Por eso seré yo aquí el Lobo Feroz.

Luego le aplicarían a él, a Germán Yanke, una dosis de caballo de la misma medicina. ¡Qué morbo que yo, inocente, lo diga! ¿Karma? Hoy somos, y mañana, estatuas. Fue, precisamente, el maestro Campmany quien me enseñó ese dictum.

No es vendetta, Germán, trinchada en plato frío, sino broma viperina sin veneno de tertulia del Gijón. La vida entera lo es: broma. De cuanto en la historia universal se ha escrito me quedaría con la frase de un filósofo presocrático que enseñó la pata, pero ocultó su nombre: Nada importa nada. Su aliento está mi coronilla: la trasladé hace ya muchos años a un baldosín y colgué éste detrás de la mesa en la que escribo. Lo releo todas las mañanas. Es mi padrenuestro, mi avemaría y mi gloria in excelsis del sentido del humor.

Ayer oficié como magister ludi en la misa mayor de réquiem con la que este periódico rindió honores al mejor de sus columnistas. Maestro de juegos, digo, y no de ceremonias del adiós, a la manera lúgubre de Simone de Beauvoir, porque Paco siempre pensó y dijo que la literatura es eso: un juego.

—¿Un juego?

—Sí, pero un juego, como el de las siete y media, según don Mendo, que no hay que jugarlo a ciegas, / pues juegas cien veces, mil, / y de las mil, ves febril / que o te pasas o no llegas.

Ese equilibrio —el de llegar sin pasarse o el de no pasarse para llegar— es el que busca el columnista. Si lo pierde, se la pega. Umbral, que era escritor de troteras y danzaderas, no lo hizo nunca. Murió en todo lo alto: dictaba su último texto.

Escritor, subrayo, porque sólo lo es de verdad quien sabe poner nombre a los seres y a las cosas. Umbral, en eso, era un maestro. La columna de Época que derribó Yanke se llamaba La Dragontea, y fue Paco quien me sugirió tan atinado epígrafe. Para entonces ya había dicho de mí que soy disidente de todo y militante de mí mismo. Le di la razón en ambas cosas. La disidencia es mi yo y la militancia, amigo Ortega, mi circunstancia.

2008… Vuelvo, pues, al columnismo, y lo hago de la mano que en 1980 me condujo a él: la de Pedro Jota. ¿Con idéntico ímpetu, con igual espíritu? La duda ofende: disidencia y militancia. Dijo Stevenson a su médico que siempre se muere joven —dictando, por ejemplo, una columna— y añadió Jung que la vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir. Umbral no murió de eso.

Aquí estoy otra vez. ¡Centinela alerta! ¡Negritas a mí! Me gustan el mundo y El Mundo. El rey ha muerto. ¡Viva Umbral!

Publicado en: ...el 15 Enero 2008 @ 17:29 Comentarios desactivados