Yo, el Rey

Fue en Sevilla, el 28 de abril de 2001. José Tomás cogió la muleta con la mano izquierda y citó de largo a un toro de Núñez del Cuvillo. Silencio sideral en La Maestranza. Un grito —certero, oportuno, jondo— lo rasgó: «¡Viva el Rey!» Dos orejas, otra en su segundo y Puerta del Príncipe abierta a la inmortalidad.

El círculo se cierra: 98 días que conmovieron España. Los que van desde el 17 de junio hasta el 23 de septiembre del año en curso. José Tomás —Yo, el Rey— reapareció en Barcelona una semana antes de que los barceloneses encendieran las fogatas de San Juan y ha puesto fin a su verano peligroso la víspera del día de la Merced, fiesta mayor de la ciudad. ¿Significa eso algo? ¿Es azar? ¿Es estrategia? ¿Es desafío, adorno, desplante, símbolo?

Imposible saberlo. Tomás es una esfinge. Mira, escucha, sonríe poco y calla. Es como Manolete: un torero seco. Sabe que no hay autoridad sin laconismo (lo dijo Saint Just), ni grandeza con grandilocuencia, y él las tiene —grandeza y autoridad— ganadas a pulso de capote, muleta y acero. Es el Rey, y todos lo saben. Todos, incluso los cronistas cicateros que lo acusan de no torear toros que lo sean de verdad (¡pues si llegan a serlo! Málaga, Linares…) y de no haber pisado ni una sola vez en la temporada de su reaparición el ruedo de las grandes plazas. Tranquilícense, mis cuates, que todo se andará. Tranquilícese también Ruiz Quintano, picaflor y camorrista de la pluma que no toca pelo y que con su segundo apellido desmiente el dicho de que no hay quinto malo. No se ganó Troya en una hora. Dentro de unos meses, cuando toque, Valencia, Sevilla, Madrid, Bilbao… serán clamor, escollera de emociones y rompeolas de ovaciones.

Verano peligroso, The dangerous summer: ése fue el título que don Ernesto puso a la serie de crónicas escritas para Life el año en que Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín, recorriendo España mano a mano, cara a cara (de perro) y de poder a poder, vivieron peligrosamente. Hemingway se suicidó un año más tarde y yo, in memoriam del escritor al que tenía y tengo por maestro, me fui flechado a correr por primera vez los sanfermines y conocí, nada más llegar, al otro maestro, al de Ronda, a Antonio Ordóñez.

Sí, precisamente a él, lo juro. Y fue como una eucaristía, porque todas las cuentas y mis cuentas, de repente, cuadraban: vejez y juventud, vida y muerte, heroísmo, literatura, aventura, magisterio, aprendizaje, amistad… Los toros son así: un aleph.

Pensaba yo hoy, penúltimo domingo de septiembre, fiestas de la Merced, cielo ayer enfurruñado y hoy soleado, en todo eso, y en el excelente librito de Jacques Durand —José Tomás Román (novela, lo de Román, segundo apellido del torero, en francés)— que acababa de leer y que me había sugerido algunas de las consideraciones que aquí desgrano, mientras iba despacito, con tiempo, recreándome, hacia la Monumental de Barcelona para ver torear al Rey.

Era ya eso, para mí, como para Joaquín Sabina, Vicente Amigo, Jorge Sanz, Albert Boadella, Sophie Calle, Matías Antolín, Anya Bartels, Gonzalo Santonja, Ruiz Portella y tantos otros, casi una costumbre, una adicción. Lo habíamos hecho ya, y yo lo conté aquí mismo, tres meses antes, el día en que su serenísima majestad regresó del destierro para recuperar el trono que desde su marcha permanecía vacante.

Y lo recuperó en el acto, con unánime aquiescencia, desde el mismo momento en que su capa acarició por primera vez el aire, porque cuando el león sube a la horquilla del árbol o baja al abrevadero y ruge, la selva, sobrecogida, enmudece.

Pensaba, ya digo, en esas cosas, en Hemingway, el Partenón y Las Meninas, que a todo el mundo —entendido o no, aficionado o no— conmueven, y en las 37 cornadas recibidas por Antonio Ordóñez, un torero rayano, pese a ello, en la perfección, y en las muchas que otro matador pluscuamperfecto —José Tomás— había sufrido a lo largo del dangerous summer que ya tocaba a su fin, y en la posibilidad de que ese torero fuera un ángel y su cuerpo, glorioso, porque torea siempre en vertical, sin arrodillarse nunca, sin dar zapatazos en la arena, sin dejar rastro de su pisada en el albero, con los ojos vueltos hacia el alma y con las alas de ésta —perfil, figura, empaque, gesto, capote y muleta— permanentemente desplegadas.

¿Un ángel? Más. Un arcángel fieramente humano.

Iba yo, en consecuencia, hacia la plaza, rumiando pensamientos, buscando símiles, acuñando tropos e hilvanando trozos de memoria, pero sobre seguro, pues tal es el privilegio de los ángeles: no defraudar nunca a los humanos.

Y así fue. José Tomás nunca defrauda a nadie. No sabe, no quiere, no puede. Don de majestad, don de santidad: con verlo, con que esté, con que exista, con que pise la plaza, vale. Y si además torea… Eso es el cielo. No me pregunten la razón. Yo no lo entiendo ni falta que me hace. Lo siento, y basta, porque vivir es sentir y sentir es saber. Y quien no lo sienta, entendido o no, aficionado o no, acongójese y vaya al psicoanalista, a urgencias o al confesionario, porque carece de sensibilidad y su dolencia es grave.

Estábamos todos allí y todos nos queríamos. Virtudes teologales: fe (la teníamos), esperanza (la albergábamos) y caridad, que es amor. Salió Tomás a la plaza y el mundo hirvió, se volvió sartén, crepitó el entusiasmo, estalló el silencio, se detuvo el aire… Permítanme que insista: con ver al Rey, con sentirlo, bastaba. Momentos como ese valen por toda una vida. ¿Qué otra cosa es lo sublime?

Pero hubo más, mucho más, y no lo puso sólo el Rey, sino también el césar: Rincón.Palabras griegas —carisma, catarsis, apoteosis, paideia, logos, psiqué— y algo rabiosa, intransferiblemente español: toreo, toreo de ese que no se puede aguantar, deseo de lo imposible (Bataille). Busque sus pormenores y pormayores el lector en las crónicas de la corrida, en el decir del pueblo, en los cafés de Chinitas, en las coplas de cordel, en las gargantas de la leyenda. Yo no voy a contarlo, porque no sé levantar acta de lo inefable.

El césar se ha ido, pero la monarquía sigue. El Rey no ha muerto. ¡Viva el Rey!

Publicado en: ...el 24 Septiembre 2007 @ 12:41 Comentarios (296)

Nanas de la cebolla

Tengo muy oído en tertulias y mentideros literarios de café —ése, por ejemplo, al que en una noche de 1961 llegó Umbral aún con caspa de casinos provincianos— que el autor de Mortal y rosa, su obra más célebre y celebrada, nunca volvió a ser el mismo después de la muerte por leucemia a los seis años del hijo único que España —su mujer, no su país- le había dado. Cuentan que fue entonces cuando se endureció su carácter y decidió convertir la literatura en lo que ésta fue ya siempre para él: una celda de monje, un seno de madre, un acogerse a sagrado, un burladero frente a las acometidas del mondo cane, del perro mundo que en Yira cantara el tango.

Yo, la verdad, no sé si la especie es cierta, porque conocí a Paco mucho después, cautivo y desarmado ya el Ejército de Franco, cuando el atroz suceso que el libro evoca era agua o, más bien, rabión pasado, y huérfano de hijo el escritor.

La licencia poética —huérfano de hijo— no es ociosa, pues Umbral era también, y siempre en sentido figurado, huérfano de padre, al que no conoció, me parece, ni desde luego trató y por el que en todo caso nunca fue reconocido, e incluso de madre, considerando la frialdad con la que ésta lo atendió y la distancia, nunca bien digerida, a la que lo mantuvo.

Mortal y rosa es, en consecuencia, no sólo una elegía, un aullido de dolor originado por la muerte a redropelo, contra natura, de un niño de seis años, sino también la confesión, en esa especie de diván de psicoanálisis que es, a veces, la literatura, y la subsiguiente tentativa de autosanación de una triple y carnívora orfandad de ala amarga y homicida. Yo sé lo que es eso. A mi padre lo asesinaron antes de mi nacimiento y es precisamente la historia de ese crimen y de la desorientación y vocación de soledad por él originadas lo que sirve de tramo a mi última novela.

Releer Mortal y rosa, que además de libro es responso y obituario paterno, y hacerlo, encima, al trasluz de la muerte de su autor, me ha valido una noche de insomnio poblada por fantasmas y con ellos compartida. Hechizo, trance, culatazo y desgarrón —simultáneo veneno y triaca— de la alta literatura. Mortal y rosa lo es.Y por eso, llagado, golpeado, extasiado y embrujado por la doble resaca de la lectura y del insomnio, escribo ahora, vestido de rosa de camposanto y Umbral, con traje de sombras, hincado de rodillas ante la puerta de toriles por la que está a punto de salir el féretro de un escritor de cartel y pisando la más que nunca dudosa luz de un día que ojalá no hubiese amanecido nunca.

Pero yo, a diferencia de Umbral, tuve madre y tengo hijos. ¡Orfandad triple, decía, la suya, y fúnebre cinta de Moebius, serpiente que se muerde la cola, implacable e impecable geometría antieuclidiana de muertes paralelas que convergen en el infinito de esta obra maestra concebida como alivio de luto! Con ella, en 1975, publicada apenas un año después de que Pincho —así lo llamaban— muriera, Umbral citó de frente al dolor, le ofreció la taleguilla del folio en blanco, se fajó, lo embarcó en el vuelo de la palabra escrita, clavó el estoque de las teclas en el hoyo de las agujas del sepulcro de su hijo, mojó los dedos y el talento en la tinta que manaba de la tierra, zanjó sacramentalmente el suceso, saludó a la afición lectora, abrió la Puerta del Príncipe —él lo sería, más tarde, de Asturias— y entró sin división de opiniones, pues no hay en el caso de este libro lugar a ella, en el Cossío de la literatura.

¡Va por usted, maestro! Y bien sabe el Dios en el que tú no creías, pero en el que quizá creas ahora, que no es por pompa fúnebre por lo que te adjudico ese tratamiento. Lo hago con la sinceridad y la credibilidad que me confieren los denuestos que más de una vez se cruzaron entre nosotros y los lances de fusilería literaria en los que, gallitos ambos de pelea, nos vimos envueltos. Cosas de la tribu, como él decía. Ya no tienen importancia. Nunca la tuvieron.

Cargo en su cuenta —eso sí— otra noche de insomnio, además de la descrita. Se produjo hace cosa de 10 años, cuando aquel huérfano eterno que nunca, ni siquiera de cebolla, tuvo nanas (yo se las canto ahora) publicó Los cuadernos de Luis Vives, obra tejida con hilos de colores similares a los de Mortal y rosa, y también maestra, en la que, curiosamente, casi nadie reparó. Yo la descorché, recién salida y encamado, en Kioto, no pude volver a taparla, la terminé —don de la ebriedad, rayo incesante, gozo con sombras— al rayar el alba, caí de hinojos y relaté esa genuflexión (y fue tras ella cuando definitivamente hicimos las paces) en las páginas de este mismo periódico que hoy, como él lo fue siempre, se queda, también de por vida, huérfano. Los placeres de Umbral ya no serán columna cotidiana, firme y a la vez flexible, que sostenga y entretenga los días de sus lectores.

Juego de palabras, sí, Paco, que tanto jugó con ellas, los apreciaría.No se me ocurre mejor manera de honrarlo.

Me acogí antes a los símiles taurinos. Consiéntaseme otro. Dicen, con frase no por hecha menos gráfica y hermosa —tanto que parece inventada por Umbral—, que el toro, cuando es bravo, se crece en el castigo. Así, lector, Mortal y rosa. No la toquemos más —«Sueño de nadie bajo tantos párpados», escribió Rilke, y Umbral lo cita—, porque salió perfecta y con lo dicho basta. Dobló en barbecho el hijo de un escritor de lidia, crecióse éste en el castigo, cuajó la mejor de sus faenas y salvó el pellejo. La literatura, como la fe a los ciegos, tullidos y leprosos de la Biblia, lo había curado. Santa terapia. Con ese libro, crucial, confirmó la alternativa y ya nunca se vino abajo. Tanto como alzar la voz importa sostenerla, y Umbral lo hizo.

¿A qué género, por cierto, pertenece Mortal y rosa? ¿Es novela? ¿Es diario? ¿Es autobiografía? ¿Es una carta con remite, pero sin dirección? ¿Es una esquela o una misa de réquiem? ¿Es Sagrada Escritura? ¿Es un clásico? ¿Es poesía de verso libre que taconea sobre el tablado del octosílabo («porque la infancia lo es»), el endecasílabo («Estoy oyendo crecer a mi hijo») y el alejandrino («mira el pasado lento, sus obstinadas olas»)?

Sí, sí, es todo eso, y mucho más, pero yo zanjaría la disputa diciendo que es Umbral, y punto. El hizo el molde y ahora se lo ha llevado. Nadie volverá nunca a escribir así.

Publicado en: ...el 18 Septiembre 2007 @ 12:29 Comentarios (21)

El quinto evangelista

29 de agosto de 2007, plaza de toros de Linares, sexagésimo aniversario de la muerte de Manolete, segunda corrida de feria, torea José Tomás… Hablo de oídas y de leídas. Yo no estaba allí. Héroe no es sólo quien alcanza gloria, sino también el que la confiere. Ese día, el del aniversario que pudo ser obituario, un cantautor de cartel, Joaquín Sabina, ascendió a los cielos desde su tierra madre: Linares, Úbeda… Jaén. Aceituneros altivos.

Pongamos que hablo del toro que le brindó Tomás y que parecía la reencarnación de Islero. Tus canciones, Joaquín, se quedan cortas. Torear es más que cantar, más que escribir. Las letras y los sonetos se repiten. Las faenas, no. No hay bis posible en el toreo. Nada en él se re-presenta ni se re-cita. El otro día, por obra y gracia de un amigo, alcanzaste el cenit de tu gloria. Eso, en efecto, es amistad.

El de los pies ligeros llaman en La Ilíada a Aquiles y así podríamos llamar también —luego diré la razón— a José Tomás, el torero de los pies atornillados en sí mismos, en el éter, en el cielo o en la nada, porque los apoya, cuando torea, en un terreno que no existe.

¿Es una revolución? No. Es otra cosa. No me pregunten cuál. Revolución fue la de Belmonte, que pisó por primera vez, adrede, sistemáticamente, el terreno del toro sin que éste se lo llevara por delante. Torear fue, después de él, más intenso, más extenso, más hermoso y más difícil, porque ya no bastaba con parar, templar y mandar. Se hizo necesario, además de eso, ligar y cargar la suerte.

Y así estaban las cosas cuando a finales del siglo XX saltó a la arena el quinto evangelista del Nuevo Testamento de la tauromaquia y modificó las Tablas de la Ley.

Sus antecesores en la redacción del corpus evangélico de la modernidad taurina fueron Joselito, Belmonte, Manolete y Antonio Ordóñez. Curro y Paula no eran cristianos, sino pagano de Roma andaluza el uno, gitano el otro y, los dos, morenos de verde luna que iban por el monte solos.

La nueva doctrina —el sexto canon— aún no tiene nombre, pero muy pronto lo tendrá. Está al caer. Corre ya por los tendidos y las trastiendas de la afición. Será la voz del pueblo, el coro de la Fiesta, la gente del común, quien se lo ponga, porque José Tomás nos iguala a todos. Quien lo ve torear, amigo o no, y no tiene la piel y el corazón anestesiados, se da cuenta de que nadie, nunca, ha toreado así y de que con él nace y, simultáneamente, alcanza plenitud una manera distinta de entender y practicar el toreo.

Habemus papa. Decía yo que este Sumo Pontífice cita al toro con los pies clavados en el éter, en un terreno que no es de tierra, en un punto inexistente del albero. ¿Metafísico? Quizá, porque sólo ahí, ta-metá-ta-physiká, más allá de la física aristotélica, en el recinto de las Ideas platónicas, en lo inmaterial, en el nirvana, cabe concebir el de otro modo inconcebible milagro que se produce cuando Tomás cita al toro y este pasa a través de él.

A través, digo, y lo subrayo, pues ése es, a mi juicio, el quid y el quicio de la buena nueva tomasina, del quinto evangelio de la Tauromaquia, de lo que Tomás añade a la preceptiva de Belmonte.

Buena nueva, en efecto, es, pues le cuadra, analógicamente, lo que el ángel de la Anunciación dijo a María para explicar el portento de que con el himen intacto y sin concurso de varón estuviese encinta: como el rayo de sol por el cristal. No se me ocurre, ya digo, metáfora que mejor describa lo que sucede en el ruedo cada vez que la mole de un cuatreño en puntas atraviesa el cuerpo de José Tomás como los fantasmas atraviesan las paredes.

Joaquín Sabina, que es ateo, no lo sabe, pero por eso tituló y vistió De purísima y oro la canción de dos carriles dedicada a Manolete y Tomás.

¿Buscábamos un nombre? Pues ya lo tenemos: torear al través, torear por entre el cuerpo del torero, poner ese mismo cuerpo —como tantas veces, de José Tomás, se ha dicho— donde otros ponen la muleta, pero poner también el alma donde otros tan sólo ponen el cuerpo. Torear con el alma. Cambiar por ésta el capote, la muleta, la seda, el percal y la espada. Convertir en Jesucristo el toro, el torero en ángel, el toreo en Anunciación y la arena en mujer preñada. Dar travesinas.

Travesinas… Dirá algún día El Cossío: «Lance de muleta y modo de torear inventado por el matador José Tomás que consiste en hacer pasar el toro a través del cuerpo del torero sin romperlo ni mancharlo, como el rayo de sol por el cristal. Algunos cronistas lo llaman pase de la Purísima Concepción».

Amén.

Tomás no está en ningún sitio tangible cuando torea, si sus pies levitan, si lo que el toro embiste no es engaño de tela, sino de alma, ¿cómo se las ha apañado Anya Bartels para sacar de esa invisibilidad, de esa nada, sus fotografías?

Verdad es que nada hay más fotogénico en el mundo que el mundo del toreo, pero sólo Fra Angelico, antes de ella, había conseguido trasladar a imágenes la Anunciación sin menoscabo de su belleza.

Tus fotos, Anya, son a José Tomás lo que el paño de la Verónica fue a María y la Sábana de Turín al Nazareno.

Sé lo que el lector está pensando… Si lo que digo es cierto, si los pitones no hieren el cuerpo glorioso de Tomás, ¿por qué la carne mortal de éste acaba en la enfermería tan a menudo?

Rezongo justificado. José Tomás, desde su reaparición, sale casi a cogida por corrida. Empezó la cuenta atrás de ese rosario de misterios dolorosos en Barcelona, el día de su regreso, siguió en Burgos, en Ávila, en San Sebastián y en Málaga, y el miércoles 29 de agosto estuvo a punto de pasar en Linares lo que por fin no pasó.

No pasó, y la afición, estremecida, pudo entonar el Deo gratias después de haber temblado, pero no nos engañemos. Él tampoco lo hace. Lo que no pasó podría pasar en cualquier momento. Cuando José Tomás torea, el ángel de la muerte está en la plaza.

Ser matador de toros obliga a vivir matando, pero también a matar muriendo.

Albert Boadella ha escrito: «La fiesta de los toros es un rito didáctico, el arte más moral que existe, en el que se dan todos los valores humanos y todos los elementos que configuran nuestra naturaleza: la vida y la muerte, el valor y el miedo. Y como hoy en día la sociedad se empeña en esconder la muerte y el sufrimiento, los toros nos sirven para recordar lo inexorable y aprender a vivir con ello».

Morir como el toro, Albert, o morir como torero: tanto monta.

Y tú sabes, como lo sé yo, que José Tomás quiere morir en la plaza, aunque ni yo ni tú lo queramos. Otra cosa es que lo consiga, porque los médicos, observantes del juramento hipocrático y por él constreñidos, se lo impiden, pero los evangelistas de la tauromaquia suelen morir con la taleguilla puesta. Así lo hicieron dos de los cuatro que antes mencioné: Joselito y Manolete. Otro –Belmonte– se descerrajó un tiro porque ya no era capaz de pasarse por la faja los pitones de la chiquilla cortijera que sin pasar por el aro lo encoñó. Fue ese suicidio, y deicidio, otra forma de morir en el ruedo. Sólo Antonio Ordóñez, entre los ases de ese póquer (y, con José Tomás, repóquer), más cuco, pero no peor torero, supo encontrar un rincón —al que dio nombre— fuera del hoyo de las agujas, hurtó el cuerpo al destino aciago y murió en la cama.

Lo sé. Este artículo suena a crónica de una muerte anunciada y podría llevar orla de luto: la de las misas de réquiem. Pero no me carguen ese segundo llanto de Lorca en cuenta, porque no soy yo quien lo escribe. Fue el propio José Tomás quien un día puso letra a su oración póstuma en son de juego, en charla de amigos y en casa de Joaquín Sabina. «¿Cómo te gustaría morir?», le preguntaron. Y él, tras una pausa, lacónico, senequista, con los ojos perdidos, dio la única respuesta posible. «Toreando», dijo.

Y cayó, y calló, el silencio.

No galleaba. No fardaba. Era, sólo, fiel a sí mismo, y congruente, porque ya antes, en muy distinto escenario, había dicho que, para él, vivir sin torear no es vivir.

¡Fantástica ambivalencia e implacable misticismo! Petrarca: Un bel morir tutta una vita onora. Teresa de Ávila: Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero. E incluso, cargando la suerte, Jesús de Galilea, con gal de Galapagar, que como Hijo de Dios y dios encarnado debía morir, y como Hijo del Hombre y de María, y amante, acaso, de la Magdalena, prefería vivir.

Pero lo uno y lo otro, vivir y morir, toreando. Pasión, Crucifixión y Resurrección: tal es el ciclo. Y sospecho que José Tomás no puede ni quiere escapar a él. La muerte, como al jinete fugitivo de Las mil y una noches, lo espera en Samarra. Para vivir se ve forzado a torear y para no traicionar lo que él entiende por toreo, rayar en lo más alto y ser el quinto evangelista sólo tiene un sendero, que es atajo, horóscopo y, quizá, mortaja: el de la permanente tentativa de inmolación.

Por eso corrió el albur de torear tocando pelo el 29 de agosto en Samarra, digo, en Linares, y por eso estuvo a punto de pasar allí lo que no pasó. Insisto: la escapatoria es difícil. Sólo renunciando a ser quien es tendrá José Tomás larga vida, calor de hogar, amor de esposa y de hijos, y nietos a los que contar lances de torería, llevar a los toros, hacerles destripar balones para que no caigan en la tentación del fútbol y pasar, acaso, el testigo y el bastón de mando en plaza que a él le pasó su abuelo.

Es el dilema de Aquiles. Por eso llamé antes a Tomás el de los pies ligeros.

La primera corrida de la que guardamos recuerdo se celebró ante los tendidos de las murallas de Troya —su foso era el callejón y no tenía burladeros—, y el primer cronista taurino de la Historia fue un vate ciego.

Aquiles había nacido para vivir guerreando y morir joven, pero su madre, Tetis, lo vistió de mujer y lo recluyó en un gineceo para impedir con lo que ella creía ingeniosa artimaña que sucediese lo que estaba escrito. De nada, sin embargo, sirvió el ardid, porque si astuta era Tetis, aún más astuto era Ulises. Acudió éste, ¿Salvador Boix? al refugio del torero travestido, lo llamó a batalla con el clarinazo que anuncia los cambios de tercio y lo convenció de que el sentido del deber, la afición y el karma lo obligaban, como explicase Krisna en la Gîta a Aryuna, a recuperar su condición viril, empuñar las armas, entrar en lidia y combatir en Troya, que sin su ayuda, según el Hado, jamás sería conquistada.

Aquiles escuchó el reclamo, mordió en el cebo, se vistió de coraza y oro, empuñó el estoque (que no era simulado), toreó a gusto en la plaza de Ilión, inspiró La Ilíada, se lució en todas las suertes, se enceló con Héctor —el de los pitones tremolantes y la bravura sin tacha—, lo mató al encuentro, arrastró su cadáver por el coso, se arrepintió de haber dado, a toro muerto, tan alevosa lanzada, rindió honores a su enemigo, devolvió su despojo a los troyanos y murió, a verso seguido de poema homérico, también él, joven, apuesto, belígero, centelleante, de resultas de una cornada traicionera recibida en la femoral del talón. No tenía ningún otro punto vulnerable, pero bastó con ése para que el destino se cumpliera. El cuerpo exánime del héroe fue llevado a hombros entre aclamaciones por los aqueos, dio la vuelta a Troya, en cuyos muros los pañuelos flameaban, y salió por la puerta grande de la leyenda, la mitología, la hagiografía y la Historia.

Yo no invento nada. Fue Homero quien compuso ese Génesis de las sagradas escrituras de la tauromaquia.

En el principio fue Aquiles, y luego llegó José Tomás.

Cada aficionado ve en el ruedo lo que quiere ver: arte, espectáculo, panem et circenses, deporte, liza, caza, alarde, ritual, entretenimiento, agnición, catarsis, danza de la muerte… Yo veo religión: un sacramento.

Dice Villán —¡levántate y anda, hombre de Dios!— que hay dos sectas, «la de los tomistas y la de los tomasistas, y que el tomasismo es subversión y el tomismo religión».

Sea. Aprovecho, Javier, el viaje de ese toro y me apunto a las dos sectas. Soy tomista y tomasista. A un torero de esa índole, que en el orbe y en la urbe es Papa, como a Roma, poeta, por todas partes se va.

Y otro periodista de este periódico, David Gistau, que sí estuvo en Linares, escribió a cuento de aquello: «José Tomás desborda los cauces taurinos y tiene encaprichados a escritores que lo inventan de un modo al cual él no solamente es ajeno, sino que incluso puede llegar a convertirse en víctima».

Touché, David. Me doy por aludido. Pertenezco, supongo, a ese grupo de escritores tomistas que esperan de José Tomás lo que tú, en tu crónica, llamabas «toreo bonzo». ¿Sacralizo en exceso? Mea culpa. Me remuerde la conciencia. No quiero ser instigador de un suicidio ni cómplice de un magnicidio. Y tienes, además, razón. Seguro que José Tomás vive ajeno a todas estas pajas mentales y elucubraciones de filósofo barato que se retrata en taquilla y ve los toros desde los tendidos. Lo suyo, simplemente, es torear.

Lavo en público mis vergüenzas y mis culpas. El día 16, Dios mediante, estaré en Nimes. Confío en que José Tomás haga allí, recuperado, el paseíllo, y salga, ileso, por la puerta grande.

Eppur

Explíquenme Villán y Gistau por qué José Tomás se hospeda, cada vez que va a Linares, en la misma habitación del mismo hotel en la que se hospedó Manuel Rodríguez aquel día fatal del mes de agosto de 1947.

Eso dicen. Quizá sea un bulo.

¿Lo es?

Iré para terminar, más lejos. Sumaré, en mis fantasmagorías, a la religión la patria. Ha bastado que José Tomás vuelva a los ruedos para que éstos también vuelvan al imaginario colectivo de los españoles. La llamada fiesta nacional resucita. Todo el mundo, ya sea taurófilo, ya taurófobo, ya catalán o vascón, habla ahora de toros. Tomás es el personaje del año: torero de cartel no sólo en las dehesas y los ruedos, sino también, como lo fuese Paquiro al salir del Café de Chinitas, en la calle. El otro día, el del cogidón de Linares, recorrió el último tramo de ella, antes de entrar en la plaza, a pie, mientras el gentío lo aclamaba. Llevábamos mucho tiempo sin ver cosas así.

España, al paso de ese torero, se despereza, presta atención y grita olé. Quizá se levante. Es el cuento del Príncipe y la Bella Durmiente, la Segunda Venida.

Será por lo que sea: por duende, por ángel, por misterio, por soplo… Por todo eso, tan fácil de percibir, tan difícil de describir, que sólo los evangelistas del toreo tienen. Asegura Boadella, hombre de teatro, que ni en el mejor Hamlet ha sentido lo que se siente viendo dos buenos pases de José Tomás. Yo diría lo mismo, extendiéndolo a cualquier otro lance de emoción estética, ética y, sorry, religiosa que la vida me haya deparado. Lo que más me gusta en ella, en la vida, son los toros, y nadie, hoy, en ellos, me gusta tanto como José Tomás. Su capote, su muleta y su espada son arte, cultura, rectitud moral, pedagogía, emoción, religión y… ¿Patria?

Ese torero es, Federico, cuanto nos queda de ella.

Publicado en: ...el 10 Septiembre 2007 @ 16:11 Comentarios desactivados