La verdadera pepita de oro senegalesa
Dakar, 1973. Pasé allí ese año y el siguiente. Un día, al volver a casa desde la universidad en la que ejercía de profesor, se me acercó, al hilo de la acera, un chicarrón de raza negra animado por la esperanza de que yo, blanco -y, por ello, a sus ojos, vil plutócrata forrado de dólares-, picase y le comprara la vrai pépite d’or senegalaise. Era ése uno de los timos más usuales en el pintoresco monipodio con el que los lugareños acogían a los rostros pálidos que llegábamos hasta allí, procedentes de las remotas y prósperas tierras situadas al norte del Estrecho. En Senegal no hay oro.
Sacó el hombrón del bolsillo, con disimulo, por si la policía -dijo- nos vigilaba, una pieza hueca de oropel toscamente labrada, envuelta en papel de seda. Me la mostró como si fuese una joya de Benvenuto Cellini y me la ofreció por cuatro perras.
-Es usted hombre de suerte -adujo-. No desperdicie la oportunidad.
Sonreí, le expliqué que no era un turista, sino un cooperant -así nos llamaban, ¡curioso eufemismo!-, y rechacé suavemente el alto honor que se me hacía.
Comenzó entonces el forcejeo de rigor. Insistió el tunante, seguí yo en mis trece, porfió él, me encuné una y otra vez, con cachaza, pero con firmeza, en la negativa, y al cabo, ya con el llavín metido en la cerradura de la puerta de mi domicilio, zanjó mi interlocutor (y futuro inmigrante) el asunto con un comentario chantajístico de carácter moral que me dejó perplejo.
-¿Qué pasa? -dijo-. ¿Que es usted racista?
Y con un gesto de hastío y dignidad ofendida envolvió el trozo de hojalata en el papel de seda y partió en busca de otro incauto que fuese, de verdad, un turista como Dios manda y no un colonialista llegado allí con disfraz de cooperante para sangrar al pueblo y mantener volterianamente al buen salvaje rusoniano y africano en su secular miseria.
Viene esta anécdota de mi repertorio de viajero a cuento, que ni pintiparado, de lo que hace un par de horas -hoy es 9 de septiembre e ignoro cuándo aparecerá este artículo- he leído, mientras el desayuno se me atragantaba, en la columna de la última página de un periódico de Madrid que sólo compro los sábados, por ser ése el día en el que incluye su suplemento de libros. Y si me siento autorizado e, incluso, obligado a dar un coscorrón a su autor, con el que siempre he mantenido relaciones no por distantes menos afectuosas, es porque la vaina buenista, sentimentaloide y demagógica -casi lo peor que le puede pasar a un cruasán- que esgrime y en la que se cobija ha sobresaltado la, por lo general, pacífica deglución de mi desayuno. ¡Ay, Manoliño, Manoliño!
Sostiene Rivas, emulando a Pereira, que «se ha establecido la peor asociación posible en nuestro campo verbal: inmigración igual a problema. El primer problema de España, el número uno, según las últimas encuestas de opinión». Y añade, unas líneas más abajo, que «tenemos, sí, un problema. Ése sí que es un problema. El problema de que esté calando la idea de que la inmigración es un problema para España».
Asombroso, ¿no? A mí, al menos, me lo parece. Paso por alto el desliz o, quizá, licencia poética de llamar campo verbal al idioma, que en este caso es, por añadidura, voz del pueblo, y me limito a subrayar la panglosiana candidez del columnista, que sigue siendo, a estas alturas, un progre de los de antes y que, en cuanto tal, se empeña en creer que las cosas no son lo que son, sino lo que deberían ser para coincidir con sus parámetros ideológicos y para no contravenir los mandamientos del catecismo de la corrección política. Pertenece el escritor en cuestión, para entendernos, a esa clase de personas que se niegan con granítica obstinación a aceptar la evidencia de que en la naturaleza y el universo todo se rige por un sistema jerárquico en el que no caben la compasión, la solidaridad ni, por supuesto, la democracia. Exaspera a tales individuos el odioso espectáculo de un mundo en el que impera la evolución y selección natural de las especies gobernadas por el instinto de supervivencia y supremacía. ¡La ley del más fuerte, vaya! Y eso, aseguran, sin que el rubor asome a sus rostros, es depredación, explotación y colonialismo.
El buen progre coincide así, sin saberlo, con los votantes de Bush, furibundos antidarwinistas convencidos de que Dios creó el mundo a partir de la nada en siete días con el exclusivo objeto de que tropecientos millones de años después naciera Jesús y todos los seres humanos, ateniéndose a sus enseñanzas, llegasen a ser San Francisco de Asís. Manoliño, los del nunca máis y los del no a la guerra ya lo son. Lo malo es que el buenismo por ellos predicado en lo concerniente a la inmigración está saliéndoseles por la culata y transformándose en lo contrario: la triste aventura de los cayucos negreros es una escabechina de imposible cuantificación.
Miles de personas han muerto ya y otras tantas, en cuarto creciente, morirán antes de que lo haga el año. La Ley de Extranjería y el efecto llamada son los polvos que generan tales lodos. ¿No te remuerde la coincidencia, Manoliño? ¿Carecen acaso, de ella, los progres por estar en permanente gracia de Dios y de Zapatero? ¿Qué diría San Francisco de Asís? ¿No salen nunca a la calle los de tu cuerda? ¿No leen periódicos, no escuchan la radio, no miran la tele? ¿No pisan el polvo de los caminos de los barrios obreros ni el pavimento de mármol de las zonas burguesas? Anda, colega, sé razonable, ponte unas gafas, compra el audífono que por tu edad no deberías necesitar y baja machadianamente a lo dicho, a la calle, para comprobar, con Juan de Mairena, que algo muy grave sucede en ella. Y eso -te lo aseguro- no es nada comparado con lo que va a suceder si las cosas siguen así.
Dije hace poco, en otro artículo similar a éste, que el Le Pen ibérico está al caer y que la izquierda zapaterista es el caballo de Troya del neofascismo.
Y tú, señor columnista, te subes a la grupa de ese caballo al sostener fideística y túrpidamente que la inmigración no es un problema ¡Caramba! ¡Pues si llega a serlo!
Consiste el Estado de Derecho en aplicar a todo el mundo la misma ley, por dura que resulte, sin discriminar positivamente a nadie en nombre de un buenismo bobalicón que provoca lo contrario de lo que pretende. Lex amica, decían los romanos, non est lex.
Inmigrante es quien llega a un país distinto al suyo para ganarse la vida en él ateniéndose a la legalidad vigente. Quien conculca ésta saltándose a la torera los trámites necesarios para entrar en ese país es otra cosa, es un invasor, es un delincuente y, si consigue su propósito, es, además, un okupa. O sea: delincuente por partida doble, pues delito es atentar contra la propiedad privada, y sin ella, como señala John Dos Passos en Años inolvidables, no hay libertad posible. No son sólo los supuestos inmigrantes subsaharianos quienes delinquen al violar nuestras fronteras. También lo hacen las fuerzas encargadas de evitarlo siempre que avistan un cayuco y, en vez de capturar la embarcación y a quienes van en ella, devolviéndolos a las aguas territoriales de su país de origen o encarcelándolos cuando lo primero no sea posible, los conducen cariñosamente a tierra firme y reparten entre ellos cocacolas, desodorantes, sudaderas, sopitas y buen vino.
¿Y qué sucede cuando la Policía arroja a las calles de cualquier ciudad -gobernada, preferentemente, por el PP- a esa especie de involuntarios zombis, de res nullius, que son los sin papeles, cosificándolos y condenándolos a la mendicidad o al bandidaje? ¿No es eso un delito?
¿Y qué me pasaría a mí, o a cualquier otro españolito que no sea de tez negra, cobriza o amarilla, si salgo a la calle sin documentación, me la piden, me llevan a la comisaría más cercana y, una vez en ella, me niego a decir quién soy, adónde voy y de dónde vengo? No, no me pondrían de patitas en la calle al cabo de 40 días, sino que me enviarían ante un juez y terminaría, si éste cumpliera con su deber, entre barrotes. Agravio comparativo se llama eso. La ley no se aplica, aquí, por igual a todo el mundo. Los españoles de pata negra (lo de negra, en este caso, es un decir) son ciudadanos de segunda.
Si todo lo dicho, y lo que me callo, no vulnera y escarnece el Estado de Derecho, que vengan Cicerón y Montesquieu, y me lo expliquen.
Por ello, y en defensa no sólo de la dura lex, sino también de la integridad física y el ius gentium de quienes llegan clandestinamente a nuestras costas, te comunico, apreciado columnista y portavoz del malvado buenismo imperante entre los progres, y lo hago con cachaza, pero con firmeza, mientras camino por el centro de Madrid en dirección a mi domicilio rodeado por una nube de inmigrantes sin papeles que miran con ojos golositos mi inexistente cartera, que lo siento, que sigo en mis trece, que no voy a picar ni a ceder al chantaje, que no soy un turista, sino un ciudadano (aunque las autoridades no siempre me traten como a tal) y que, en consecuencia, no pienso comprarte la verdadera pepita de oro senegalesa.
A otro perro, Manoliño, con esa estafa. Nunca máis me la propongas.