SIETE LEGUAS: Guatemala. Donde vuela el quetzal

A Miguel de la Quadra

Desmontemos, ante todo, un chiste fácil: ni Guatemala, ni Guatepeor. Al contrario: Guatebuena y Guatemejor.

Recorrí palmo a palmo ese país en 1993 y descubrí que es uno de los más hermosos del planeta. No exagero. Disfruté, además, de asombrosas peripecias. Sabido es que me gusta la vita pericolosa, y aquel viaje lo fue, peligroso, en grado sumo: una auténtica aventura equinoccial, si se me consiente que la equipare a la de los marañones de Lope de Aguirre narrada por Sender en la más célebre de sus novelas. Militaba yo como cronista de Indias, por así decir, en la expedición que todos los años, desde hace muchos, organiza y capitanea, allende el charco, el condottiero Miguel de la Cuadra. Nunca, como en esa ocasión, hizo la Ruta Quetzal tanto honor a su nombre. En seguida sabrán por qué lo digo…

Huracán en el Caribe

Todo empezó en septiembre: mes y zona de tifones. Lo hubo. Se llamaba Gert, y nos pilló, a mí y a la mujer que me acompañaba, en un cayo de Belice. La galerna por él desencadenada estuvo a la altura de la que en La Odisea hizo naufragar a Ulises y en La Eneida a Eneas. Llegar desde la lengua de arena –Cayo Caulker- anclada en la laguna coralífera donde estábamos soñolienta y placenteramente varados hasta la tierra más o menos firme de Belize City fue eso: una odisea, una eneida, un acabóse. Y aún peor iba a ser lo que nos esperaba. O mejor, según se mire. Haré memoria…

Miguel, a todo esto, se dirigía hacia Puerto Cortés, en Honduras, a bordo de un buque, el J.J. Sister, rebautizado para la ocasión con el nombre de Guanahaní, en cuyos camarotes se apiñaban cuatrocientos cincuenta chavales dispuestos a comerse América. Yo tenía que reunirme con ellos en las ruinas mayas de Copán (Honduras).

La cosa se puso difícil. Miguel, como Felipe II, no había fletado su nave para luchar con los elementos. El Guanahaní estuvo a punto de naufragar y llegó como pudo, escorado, descarnado, casi deshuesado, como el pez de El viejo y el mar, a Santo Domingo. El almirante De la Quadra consiguió allí, in extremis, un par de aviones de Iberia, metió en su barriga a la tropa y se las apañó para tomar tierra en la capital de Guatemala.

Eso, yo, no lo sabía. Habíamos perdido el contacto, el norte y el oremus. Aún no existía Internet. Los teléfonos no funcionaban. Nada, en realidad, lo hacía. Todo, en derredor y hasta la raya del horizonte, era viento, lluvia, árboles caídos, tierras inundadas, casas desplomadas, cuerpos y almas a la intemperie, desolación, pecios, detritos. ¿Dónde andaría Miguel?

Dios no ahoga, aunque a veces acogote. Dimos mi chica y yo en el aeropuerto de Belice con un avión costarricense que salía hacia Guatemala. Era diminuto y estaba a rebosar, pero el piloto me reconoció y nos hizo hueco en él. No siempre la televisión es perjudicial para la salud de quien la ve y de quien aparece en ella. El tifón, a partir de ese momento, se convirtió en agua pasada -nunca mejor dicho- y en tierra por ella devastada.

El mejor autobús del mundo

Era ya de noche cuando nuestro avión aterrizó en la capital del país. No hay gran cosa que ver en ella. Tiene, además, fama de ser peligrosísima por los malhechores que infestan sus calles. Yo, entonces, no estaba al tanto de ese asunto. Hice, en consecuencia, todo lo que, según los agoreros, siempre de guardia, nunca hay que hacer en tales sitios, y salí ileso. La tierra está llena de lechuzos. ¿Por qué será la gente tan cobarde? Nunca pasa nada, y si pasa, mejor. Viajar es enfrentarse a lo imprevisto. Para aburrirse con lo previsto más vale no salir de casa. Un viaje seguro es siempre un mal viaje. Acabo de oír en Onda Cero un anuncio que defiende lo contrario.

Busqué y encontré un hotel. A saber cuál. El primero que se le cruzó al taxista por la cabeza. Era barato (como todo allí), tenía forma de corrala, sus muebles eran de recio estilo galdosiano, su patrona, también, y había estampas de la Virgen hasta en el fondillo de las tazas del desayuno. Más español, imposible. Por Dios, por la Patria y el Rey, y en este caso, de propina, por el Virrey.

Era sábado. No podía llamar a nuestro embajador, Manolo Piñeiro, hoy en Abu Dabi, que era buen amigo mío desde mediados de los setenta. Nos echamos a la calle –tripas mueven pies- para buscar condumio y caímos en un figón que no hubiese desentonado en la plaza mayor de Almagro cuando don Quijote andaba sin prisas por las tierras de La Mancha. No nos sirvieron duelos y quebrantos, pero sí vino peleón, sopa de fideos y buen pescado. También lo era nuestro humor cuando regresamos alegremente a la fonda. No había taxis. Lo hicimos a pie, atravesando el centro de la ciudad. Parecía su urbanismo el de una aldea pobretona de Extremadura en los años del hambre. Las calles estaban casi desiertas, aunque algunos tipos mal encarados acechaban en las esquinas. Vimos también algunas mozas del partido. No muchas. Ni las unas ni los otros nos abordaron. Debieron de pensar, por las pintas que traíamos, que andábamos tan sin blanca como ellos.

Amaneció y nos fuimos a la estación de autobuses. Era un hervidero de mestizajes, una olla exprés, un aduar de las mil y una noches en versión precolombina. Me gustó. Tenía aquel monipodio más sabor y más tropezones que una sopa de menudillos a la antigua usanza.

La incertidumbre le añadía pimienta. ¿Habría llegado a Copán mi compadre Miguel? No quedaba otra que poner rumbo hacia allí para que los dioses mayas, en su infinita bondad, proveyeran.

Lo hicimos a bordo de un autobús destartalado cuyos asientos parecían butacones de mansión de lujo. Polvorientos y rezurcidos, sí, pero confortables a más no poder. Hubiesen cabido en ellos las posaderas –todas juntas- de las tres Gracias de Rubens. Tanto más las de mi acompañante, que era un bellezón estilizado y minifaldero, y las mías, que son de escaso trapío. Nunca he visto, ni antes ni después, un autobús tan cómodo. Daban ganas de quedarse a vivir en él.

Fue un viaje fantástico. Lo digo sin ironía. Duró alrededor de diez horas, y me parecieron pocas. Vimos medio país: la mitad del mundo (como dicen que lo es Isfahan, en Persia). Íbamos con calma, parándonos en todas partes, atravesando humildes caseríos, tierras sumergidas y mercadillos de baratijas, picoteando tentempiés de harina de maíz por aquí por allá, y observando las costumbres, los quehaceres, el runrún cotidiano y el estilo de vida de los mayas.

No sólo de ellos. Guatemala es un crisol de etnias, de tribus y de clanes. Abunda el gangsterismo. Hay, o había entonces, tres ejércitos: el gubernamental, el paramilitar y el de la guerrilla. Era esta última, por cierto, la más veterana de todo el continente. El país parecía un western. Andaban por él los hermanos Dalton, Jesse James y Billy el Niño. Pat Garnett, no. Puede que las cosas hayan mejorado. O empeorado. No lo sé. No he vuelto por allí. Creo que los guerrilleros entregaron poco después las armas, pero en aquella época asomaban sus culatas por todas partes. No era raro ver pistolas en el cinto de los varones, aunque nunca las desenfundaron delante de mí. Puse buen cuidado en no dar motivo para ello. La sonrisa, que siempre ha sido mi arma, desarma, a condición de que no parezca irónica. La risa, en cambio, no, porque puede resultar hiriente.

Se iba ya el sol por el sumidero del crepúsculo cuando llegamos a la frontera. Aún teníamos que recorrer un puñado de kilómetros, alrededor de cien, y sólo disponíamos de un par de horas de incierta luz. Cubrimos en taxi la distancia, sustanciosa, existente entre los aduanas de los dos países y, ya en la de Honduras, una camioneta nos cargó en su plataforma y nos dejó a bocajarro del Hotel Marina.

Allí estaba Miguel -¡oh, capitán, mi capitán!- en compañía de sus marañones. Un caballero nunca da plantón a nadie. Nos fundimos en un abrazo. Lo que dije: Dios no ahoga, por más que a veces nos envíe tifones capaces de hacerlo. Para capearlos basta con nadar sin guardar la ropa. No hay Diluvio sin Arca ni robinsones sin isla de Juan Fernández.

¡Y tan Antigua!

Lo de Copán, donde se encuentra uno de los mayores y más sugestivos yacimientos mayas de la zona, merecería un reportaje por sí sólo. Todo se andará, digo yo, si Siete Leguas me lo encarga, pero en éste que ahora escribo no tiene cabida. Sepa, sin embargo, el viajero que sería absurdo recorrer Guatemala sin incluir en la ruta, extramuros de ella, el enclave en cuestión. Alquile quien lo haga un caballo y piérdase con él, de ruina en ruina, de tumba en tumba, por los bosques que lo rodean. Yo lo hice, y no fue en vano. El bueno de Bono –me refiero al político pseudosocialista que siempre flota, no al cantante de igual nombre (que de bueno tiene poco)- dará fe de lo que digo. Estaba allí. Miguel lo había invitado como observador y, eventualmente, valedor de lo que en la Ruta Quetzal se cocía, que era mucho y todo de buen paño. Cabalgamos juntos Bono y yo, con nuestras respectivas, durante tres jornadas, y fue un placer. Recíproco, espero. De cerca, casi todo el mundo gana. Incluso yo. Y él.

Tocó luego regresar a Ciudad de Guatemala, de noche y a lo loco, porque Miguel, que llevaba no sé cuántos días sin pegar ojo, se empeñó en conducir y lo hacía casi a ciegas, dando cabezadas corregidas en el último momento por bruscos respingones. Encanecimos quienes lo acompañábamos (yo, mi mujer y la suya), pero sobrevivimos y, al día siguiente, ya descansados, duchados y desayunados, rendimos viaje en Antigua.

¡Y tan antigua, señores! Allí está congelados, como un mamut en Siberia, los siglos aúreos de los Austrias, los Conquistadores y los Virreyes, adelantados todos, para bien y para mal, en tierras invadidas a punta de falo, de arcabuz y de cruz. Fue la primera capital del país: pura utopía, como la de las Misiones de los jesuitas. Nuestros mayores levantaron al arrimo de tres volcanes (el Agua, el Acatenango y el Fuego), mientras el suelo trepidaba bajo sus pies y el horizonte exhalaba humo y vomitaba cenizas, edificios civiles de rumbo e iglesias de toda laya: las que hoy salpican no sólo la ciudad, sino toda la comarca en la que surge.

Hay en los alrededores de Antigua, que es territorio expuesto a tsunamis de gachas ígneas y seísmos devastadores, una infinidad de aldeas cuya traza arquitectónica no desmerece de la que ha hecho famosa en todo el mundo a la cabeza del distrito. Palacios, casonas, catedrales, patios, claustros, oratorios, calles adoquinadas, vitola colonial, cristianismo a espuertas, turistas en tropel, estudiantes gringos que quieren aprender español y mucha lluvia. Lleven chubasquero, chanclas, jarabe y aspirina.

En Antigua vivió y murió, por cierto, el más ilustre, junto a Cabeza de Vaca, de los cronistas de Indias: Bernal Díaz del Castillo. No era un militarote. Era un soldado de a pie: nuestro primer corresponsal de guerra. El mérito de su obra historiográfica no cede al de la Anábasis de Heródoto. Rinda el viajero homenaje a su memoria y a la de sus conmilitones. Con tocino y pan de cazabe, dijo el historiador Carlos Pereyra, se ha conquistado América.

Y con el falo, sostenía el médico de la Ruta Quetzal, que era ecuatoriano y quería erigirle una estatua inaugurada por el Rey. Buena idea. Por eso yo, abonándosela, lo he metido antes en danza. Los españoles y los portugueses, a diferencia de los ingleses, se amancebaban con las indígenas. Así nació el mestizaje. En la India, en Tanganika o en los Estados Unidos nunca lo hubo.

Siento el deber moral de añadir que Antigua, pese a su belleza decadente, que nadie le discute, es un lugar ambiguo, lúgubre, inquietante. Su atmósfera puede generar estados depresivos. Los indujo, al menos, en mí, a causa, supongo, del clima, de la ominosa inestabilidad geológica y, sobre todo, del peso del cristianismo, religión de negrura que gira en torno al quicio de un linchamiento. Algo similar me había sucedido poco antes y volvería a sucederme luego en Jerusalén, en Belén y en todos los Santos Lugares (excepto el monte de las Bienaventuranzas). Oficio de Difuntos y de tinieblas, sentimiento de culpa, pecado original, rechinar de cadenas y de dientes… ¡Lagarto, lagarto!

Pasear por Antigua es como ir de costalero la noche del Viernes Santo en la procesión del Silencio de Cuenca o de Valladolid con una Dolorosa encima. Yo no sirvo para eso. Sacrifíquense otros. El cristianismo me aburre y me deprime. Cito a continuación lo que escribí y publiqué en la revista Época a cuento de las jornadas vividas en la primera capital de lo que aún no se llamaba Guatemala: “Pasé allí tres días duros, enteleridos, musgosos, kafkianos y llenos de zozobra. No podía dormir, no podía escribir, no podía hacer el amor. Veía fantasmas con el rabillo del ojo, la angustia se colaba en mis sueños, las esquinas me asustaban, las campanas tañían por mí, la música de las marimbas (xilófono, flauta y tambor) se me atragantaba, la belleza de las ruinas me atosigaba”.

Escrito queda. No soy el único. Dice la Lonely Planet (que, por ser guía de viajes, rara vez desanima al viajero): “Hay quien odia y quien adora Antigua, pero sería imperdonable no verla”. Tiene razón. Yo la odio, pero la vi. Las autoridades políticas, administrativas, militares y eclesiásticas del país se hartaron un buen día de la ciudad y de vivir en ella con el alma en vilo, la abandonaron y establecieron la capital en otro sitio. Por algo sería. Yo también, mezclado entre los marañones de Miguel, emprendí la fuga, y fue un alivio.

¿Un alivio? Sí, pero momentáneo. Tan sólo de unas horas. Las que necesitaron los autobuses de la expedición, deteniéndose de vez en cuando para que pudiéramos visitar unos cuantos yacimientos mayas –hay más de sesenta desperdigados por el país- y apreciar la belleza de los pueblos ribereños del lago de Atitlán, a otro inquietante emporio de brujas, hechiceros, exorcismos, oscuras ceremonias, terapias sacrificiales, supersticiones de toda índole y magia sincretista: Chichicastenango.

Un Tíbet guatemalteco

Seis sílabas son muchas sílabas… Lo llaman Chichi, apeándole tres, y así lo llamaré yo a partir de ahora. Suena ese diminutivo, en español de España, a algo muy diferente e infinitamente más agradable, pero pocas bromas, caballeros, mientras yo retiro la que ahora acabo de permitirme, porque allí, en ese Potala guatemalteco, en ese lugar de poder chamánico entreverado de cristianismo, en esa encrucijada de santerías y diabluras, me habrían llevado a la hoguera, en otros tiempos, por gastarla. Ni los curas ni los nigromantes suelen tener sentido del humor.

Perviven en Chichi, tras la fachada de un cristianismo de importación ibérica cogido con alfileres, todos los ritos y mitos equívocos, diría Caro Baroja, de las religiones precolombinas. Búsquelos el viajero en cualquier parte de la ciudad y, sobre todo, en el interior y los alrededores de la iglesia de Santo Tomás, cuyas escalinatas cumplen una función análoga a las de las pirámides de los mayas, entre humo de incienso y al son de salmodias y pamemas que vienen del alba de los tiempos. Los jueves y los domingos son días de mercado, y el que allí se celebra corta el resuello. No hay en toda Guatemala ni, probablemente, en el resto de Centroamérica ningún otro que pueda comparársele. Todo el indigenismo y el pintoresquismo de un país que brilla por ambas cosas con ambiguo, opalescente y, a la vez, opaco fulgor desagua en la plaza mayor de Chichi. El pandemonio allí reinante no se puede describir. Hay que verlo, hay que olerlo, hay que oírlo, y también hay que visitar –es perentorio, aunque levante ronchas en la piel de la racionalidad- la milenaria piedra del sacrificio sita en el santuario maya de Pascual Abaj. Está sobre la cumbre de una colina boscosa que se yergue en las afueras del pueblo. Allí acuden los chukchajaues o sumos sacerdotes de la ancestral liturgia de sus mayores con ofrendas de todo tipo entre las que no faltan licores fuertes, cajetillas de tabaco, botellas de cocacola y pollos vivos que no tardan en dejar de estarlo. ¿Vudú, macumba, candomblé? Sí. Y santería. Y fe cristiana. El sincretismo todo lo digiere.

En Chichicastenango –Little Tibet- el alma se encoge. Es como en Lhasa, donde el budismo tántrico se dobla de hechicería bon. Su atmósfera puede resultar aún más inquietante que la de Antigua. La niebla es frecuente, hace frío –lo que explica lo abundancia de chimeneas en las habitaciones de los hoteles- y el soroche o mal de altura da zarpazos. A mí me lo dio, suave, llevadero, mientras subía a toda mecha, porque estaba a punto de empezar la ceremonia del mediodía, al altar de los sacrificios. Llegué escupiendo el alma por la boca. Misa negra: mataron un gallo, pero al borde estuve de ser yo quien hincase el pico. Cosas de la vida. O de la muerte. El Maligno está siempre al acecho y, encima, los chamanes, para ahuyentarlo, lo apostrofan. Invocar es convocar.

¿Chichi? ¡Sus, y a él! Fájense, vayan y vean. Tendrán algo que contar a sus amigos, cuando regresen a casa, o a sus nietos, algún día, en noches sin luna de difuntos y de meigas. Yo ya he cumplido.

El quetzal en su biotopo

¡Horror! Ando aún, como quien dice, en el primer terceto, y el ordenador me avisa de que he escrito más de catorce mil caracteres. No puedo sobrepasar los veinticuatro mil. Son órdenes de Baeta. Tendré que ceñirme al toro.

Al toro, no. Al quetzal. Verlo es rarísimo, pero juro por el dios al que dio nombre –Quetzalcóatl- que yo lo vi, y Miguel, también. Había otras personas con nosotros, pero no se hagan ilusiones: ustedes no lo verán.

Fue de este modo…

28 de septiembre. El programa de la Ruta dice que acamparemos al raso en los abruptos alrededores del Biotopo del Quetzal. La lluvia, insistente, insolente, desbarata ese propósito. Venimos todos reventados tras dos jornadas de durísima travesía de la cordillera de los Cuchumatanes. Los guerrilleros, anidados en ella, seguían con el punto de mira de sus ametralladoras el paso de nuestros autobuses. Iban éstos escoltados por camiones del ejército regular. Los críos se arrebujan en sus tiendas y los adultos –así nos llaman- nos acogemos a la hospitalidad de un hotel cercano. Llega el embajador Piñeiro con unas cuantas botellas de Marqués de Cáceres. Las descorchamos. Tertulia y amistad. En eso aparece Miguel de la Quadra con furia española comparable a la del tifón Gert y me propone que nos vayamos, él y yo, callandito, a dormir en el Biotopo, donde hay, asegura, unas cabañas de mala muerte provistas de colchonetas.

-En los últimos días se han visto quetzales –remacha-. No es fácil que el milagro se repita, pero convendría, por si lo hace, estar allí cuando salga el sol.

-¿Bajo la lluvia y con el palizón que llevamos encima?

Porfía el Almirante, me resisto yo y opto, al cabo, por dormir en el hotel, pero me comprometo a estar en el lugar de autos a las cinco de la mañana. Será duro, porque cinco kilómetros me separan de él y tendré que salvarlos a pie, a solas, envuelto por la oscuridad y en ayunas.

Palabra de viajero. La cumplo. Llego al Biotopo antes de que amanezca. Ni siquiera piso, como Góngora, la dudosa luz del día. Miguel merodea ya entre los árboles. Nos apostamos bajo ellos en expectante silencio. El quetzal (que es la Serpiente de Plumas de los mayas, pues su cola lo parece) está amenazado de extinción. Quedan poquísimos, y los pocos que quedan son huraños, esquivos, asustadizos, casi invisibles.

Clarea. Escampa. Transcurren los minutos. Aguantamos. Y en eso, como Yavé en el Sinaí, la deidad se manifiesta. Es una pincelada, apenas un garabato que se dibuja sobre el lienzo del aire, un rasguño, un corto vuelo, sublime, majestuoso, fuga de Bach inscrita en el pentagrama de las frondas. Allí, de repente, visto y no visto, está Quetzalcóatl posado sobre una rama.

No se inmuta, no se mueve, nos mira, deja que lo miremos. Después, caprichoso y altivo, salta, cambia de punto de apoyo, se detiene, vuelve a mirarnos, vuelve a saltar. La exhibición dura un par de minutos, quizá tres. La interrumpe el ruido de un camión, allá arriba, en la carretera. El ave eucarística rompe a volar. Se aleja. Su larga cola, recortándose contra el telón de fondo del cielo, que ya es azul, porque el claror lo tiñe, es un vendaval de vibraciones cósmicas. Miguel y yo, sobrecogidos, callamos. Huelgan las palabras en presencia de lo inefable. Decía Orígenes: Apocatástasis Panta… O sea: todo vuelve a Dios.

El que ante nosotros acaba de revelarse no se parece en nada al de Antigua ni al de Chichicastenango. Es pureza, es belleza, es perfección, es libertad, es el alma del mundo.

Eucaristía, dije: un sacramento se hizo carne aquel día en el Biotopo. Milagro: la Ruta Quetzal nos condujo al quetzal. Sincronía: era, lo juro, el día de san Miguel.

Así sucedió, así lo cuento.

Rebelión a bordo

3500 caracteres: ni uno más en mi cuenta, y tres cartuchos aún, como mínimo, en el tambor del revólver de este relato. Dejo todo lo demás, que es mucho, a la imaginación del lector. Guatemala no cabe en una crónica, por muy de Indias que sea.

Primer cartucho… Vámonos al Petén, a lo más hondo, misterioso y remoto del país: una zona de selvas, lagos y yacimientos arqueológicos encajonada entre Belice y México.

Miguel nos da tralla. No tolera un instante de reposo. Pasamos por mil sitios, que no voy a mencionar, y llegamos con la lengua fuera a un paisaje paradisíaco y, por ello, tqambién, afrodisíaco: el de Castillo de San Felipe, en el lago de Izabal. Lo recuerdo como un cuadro de Patinir. Hacemos parada sin fonda –una sola noche- en un prodigioso hotel de madera anclado sobre el agua. Se organiza una fiesta a la que acuden todos los expedicionarios y bastantes lugareños. Estamos exhaustos. ¿Nos concederá el Almirante una tregua? ¿Declarará jornada de descanso? ¿Abrirá un resquicio de veinticuatro horas –no es mucho- para que recobremos las fuerzas?

No, no lo hace. Amanece, salta de la cama (suponiendo que haya dormido en ella), empuña el megáfono como si fuera una tizona y lanza a pleno pulmón su grito de ritual: ¡Expedicionarios!

Y ya no hay quien duerma. Todos en pie. Zafarrancho general. ¡Al fondo del horizonte!

Es como un guerrero de Esparta en el Paso de las Termópilas. Parece el Cid descrito por Manuel Machado: el ciego sol, la sed, la fatiga… Y una voz inflexible grita: ¡en marcha! No es la de Ruy Díaz. Es, inconfundible, la suya: la de Miguel. Tiene don de mando. Todos le obedecen, cargan con las mochilas y suben, cansinamente, a los autobuses. Hay que poner rumbo a Tikal, la Nueva York de los mayas. Mi don, en cambio, es el de la rebeldía. Decido amotinarme, busco compinches, los convenzo, plantamos cara a Miguel, le damos esquinazo, alquilamos una lancha con motor de fueraborda y allá que nos vamos todos –seremos diez o doce ovejas negras… ¿Para qué más?- surcando las aguas del Río Dulce a través de un paisaje portentoso.

Bastaría con él para dar la fuga por bien servida, pero picamos más alto: nuestro punto de destino es Livingston. No se lo pierdan. Es un puertecillo de nada, anclado en la desembocadura del río, a quemarropa ya del océano y al que sólo se puede llegar en barco o a nado. Allí termina Guatemala. Es su finisterre. Manglares, cocoteros, casas de mil colores, una calle empinada, un abanico de tabernas y cafetines, tiempo lento, música, indolencia, sensualidad, pecados capitales, ron, cocaína, Caribe y seis mil habitantes de raza negra –los garínagu- que descienden de esclavos, pero no lo son ni, de espíritu, lo fueron nunca. Todo lo contrario. Sus tatarabuelos eran cimarrones huidos de las islas caribeñas. También nosotros, los amotinados contra Miguel, émulos de los de la Bounty, lo somos.

Livingston es un lugar único, distinto, irrepetible, último foco de una cultura radicalmente aislada y milagrosamente conservada, capital postrera de un estilo de vida en el que Hemingway, Orson Welles, Ava Gardner, Gary Cooper, Laureen Bacall y Humphrey Bogart se habrían sentido a sus anchas. Quizá Nueva Orleáns fue así. Quizá lo fue Puerto Vallarta cuando Huston rodó allí La noche de la iguana. Quizá lo fue Cuba hasta que llegó el Comandante y la mandó parar. Quizá…

Disparado queda el primer cartucho. Vamos con el segundo.

Tikal: rien ne va plus

Es curioso. Caigo ahora en la cuenta de que empecé a escribir todo esto en pretérito, pasé al presente al evocar lo sucedido en el Biotopo y seguí ya, inadvertidamente, en él. Despiste significativo: el quetzal y Livingstone están fuera del tiempo histórico. Son verdades eternas. Vuelvo ahora al ayer.

Caía ya el sol cuando dimos por terminado el motín. La situación era complicada. Teníamos que volver al redil. Abandonamos Livingston a regañadientes, regresamos a Castillo de San Felipe, alquilamos allí un autobús de cincuenta plazas –no hubo forma de encontrar un vehículo más pequeño- y nos adentramos con él en el laberinto viario de la selva. Fue una aventura. Había bandoleros y otros animales peligrosos. Salió bien. No puedo relatar sus vicisitudes. A eso de las tres de la mañana, sanos y salvos, aunque molidos por los baches de las pistas encharcadas, echábamos pie a tierra en Tikal. Miguel nos perdonó. Podía habernos pasado por la quilla del Guanahaní o habernos colgado de su mástil. Lope de Aguirre –la Cólera de Dios- lo habría hecho.

¡Caramba! ¡Veinticinco mil caracteres largos! Las tijeras del director de esta revista se ciernen sobre mí. No gano para sustos. Dos palabras, y a otra cosa…

Tikal es la apoteosis, el big bang, el rien ne va plus de la cultura maya. Está metido de lleno en el ojo del tifón de una selva interminable. La fauna que la habita parece sacada de un bestiario medieval. Despuntan, enfrascados en el bosque, devorados por la humedad y la vegetación, centenares de edificios –templos, palacios, pirámides, torres, acrópolis- que alcanzan, a veces, alturas superiores a los cuarenta metros. De ahí viene lo de Nueva York de los mayas. Las cifras abruman: hay restos de miles de estructuras esparcidos a lo ancho de una superficie de más de quinientos kilómetros cuadrados. Cabe extraviarse para siempre en ellos. Ha sucedido más de una vez. Existen zonas que jamás han sido exploradas, tierras verdaderamente vírgenes. El visitante no debería salir nunca de los senderos roturados. Tikal es una galaxia, el estallido de una supernova, perdida e inabarcable. Se puede escuchar su fragor y catar su sabor en una solo jornada, como quien prueba un buen vino, pero da de sí lo suficiente para llenar una vida. Es un planeta, una vocación, un sacramento, un destino. Sólo existe en la tierra otro lugar así: Angkor. Pero en él, por culpa del turismo, ya no cabe la aventura. En Tikal, sí.

Suerte, viajero. Y vista. Ten cuidado. Que los antiguos dioses te protejan. No están muertos. Y los demonios, tampoco.

Fin de fiesta

Fue sonado: una mascletá.

Miguel nos metió en sus autobuses, nos condujo hasta la ribera de un lago, allí nos esperaba una flotilla de transbordadores, alcanzamos la otra orilla, había más autobuses, llegamos en ellos hasta no sé qué infame malecón del río Usumacinta, nos embutieron en chalecos salvavidas, nos dieron un puñado de latas abolladas que contenían pavorosas raciones de supervivencia del ejército guatemalteco –desde entonces odio la pasta de frijoles- y nos distribuyeron en lanchones que hacían agua por todas partes.

¿Alguno de ustedes ha visto La reina de África? Bueno, pues fue así.

Seré lacónico. No quiero quemar las naves de la novela que algún día escribiré. Será, salvando las distancias que median entre Conrad y este servidor, la segunda parte de El corazón de las tinieblas. Durante varios días que se nos hicieron siglos surcamos las aguas del río que sirve de frontera entre Guatemala y México. ¿Les suena Chiapas? ¿Les suena la selva lacandona? Seguro que sí.

Yo nunca había pasado hambre. La pasé entonces. Llegué, incluso, a comprar, atizado por ella, una bolsa enorme de chocolatinas, chicles y caramelos en un chiringuito absurdo que parecía salido de un cuento de García Márquez.

Acampábamos, al caer la noche, en siniestros ribazos de tierras movedizas. Dormíamos al abrigo de tiendas de plástico con hechuras de iglú. Casi no cabíamos en ellas. La humedad era infinita. Los sobresaltos, también. A Rodrigo de la Quadra, hijo del Almirante, le picó una araña peluda y amarilla. Le hicieron un torniquete, le atizaron una cuchillada y le extrajeron la ponzoña.

Bajaban cadáveres por el río a babor y a estribor de los lanchones. Las ametralladoras de los guerrilleros nos apuntaban desde sus empinados escondrijos. La soldadesca encargada de protegernos temblaba como si una legión de diablos la persiguiese. La vida a bordo era tediosa. No sabíamos donde apoyar el culo, reposar la espalda y extender las piernas. De día sudábamos como cochinillos en el horno. De noche tiritábamos. Los aguijones de los zancudos –nunca he visto tantos- nos acribillaban. Los monos aulladores ponían banda sonora de película de terror al silencio de la selva.

Y así, tran tran, Volga Volga, boga boga, llegamos al maravilloso yacimiento maya de Yaxchilán. Miguel, allí…

Chitón. Eso me lo guardo para la novela.

Publicado en: ...el 27 Febrero 2009 @ 11:27 Comentarios (7)

EL COBAYA: Setas

Crecen al pie de los árboles, en sus nudos, sobre las rocas, bajo la tierra… Son femeninas, húmedas, fértiles y misteriosas. Están emparentadas con los gnomos, las sílfides, las ondinas, los cuélebres y el resto de los espíritus elementales. Desagüa en ellas, en sus micelios y pedicelios, en sus tallos y sus esporas, en sus laminillas y sombrerillos, remansándose, concentrándose, toda la fuerza telúrica de la geología. Carecen, sin embargo, de raíces. Pueden ser sabrosas o insípidas, comestibles o venenosas. Hay pueblos micófobos, que las odian, y pueblos micófilos, que las veneran.

Galicia y la India, verbigracia, son micófobas; Cataluña, el País Vasco y Japón, por ejemplo, son micófilos. Enigmas de las culturas y de las razas. Sus razones o sin razones, por lo general, son de índole religiosa. Existe, incluso, una disciplina científica, la etnomicología, fundada por el enteogenólogo Gordon Wasson. ¿Enteogenólogo? ¿Y qué diantre es eso? La etimología es la madre de la ciencia. Viene ese palabro del griego… In: dentro. Teo: dios. Gen: nacimiento, origen, génesis. Resuelta la charada. Enteogénico es todo lo que induce la aparición del espíritu en el interior del hombre. Los chamanes recurren a las setas para entrar en contacto con la deidad: amanita, psilocibes, peyote… Hay hongos que matan y hongos que curan. En Japón y en China saben mucho de los segundos, los cultivan, los estudian, los distribuyen, los ingieren. Son poderosos, inofensivos y altamente terapéuticos. Se venden en los mercados y en las herboristerías, no en las farmacias. No son medicinas. Son alimentos, pero curan, fortalecen y, sobre todo, previenen. Yo los tomo, desde hace muchos años, a diario. Volveré a hablar de ellos en otras entregas de esta columna. Hoy sólo puedo mencionar algunos: el maitake, el shitake, el cordiceps (que en invierno es gusano y se transforma en hongo al llegar la primavera) y, con especial ahínco, porque es mi secreto a voces, el reishi. Continuará.


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DRAGOLANDIA: ¡Por allí resopla!


Fuegos artificiales iluminan el cielo sobre el Atlantis

El lomo de la ballena de la Atlántida aflora en Dubai. La cultura sumergida emerge. Nada desaparece del todo. Carlo Levi, no sé si antes o después de que su Cristo se detuviera en Éboli, escribió un libro cuyo título sostenía que il futuro ha un cuore antico. Es fácil de entender, pero lo traduzco por si acaso: el futuro tiene un corazón antiguo.

Pensaba yo en eso hace unos días, aún en Dubai, al recorrer las dependencias del Hotel Atlantis, edificado sobre una de las islas artificiales en forma de palmera que allí se están construyendo. El nombre de ese establecimiento no es gratuito ni casual.

Lujo sardanapálico. No creo que en ningún otro lugar del mundo exista nada semejante. Ni los faraones, ni los césares, ni los zares, llegaron a tanto.

Es uno de esos hotelazos de siete estrellas que sólo la gente muy adinerada puede permitirse. Sobra, supongo, añadir que yo no me alojaba en él, pero me lo enseñaron de arriba abajo, con gentileza y amistad. El director es español, y españoles eran las dos personas ―Manuel Piñeiro, nuestro embajador en Abu Dhabi, y Arturo Manso, vicepresidente de la Cámara de Comercio y representante de la empresa de electrodomésticos Teca― que me acompañaban.

Me quedé de un aire. Me sentí abrumado y maravillado. Reaccioné como un paleto. No soy yo persona a la que agrade el lujo, pero lo que vi rozaba la perfección y me sobrepasaba. Estuve todo el tiempo con la boca abierta. No había sitio en el que posar la vista donde no asomara un detalle portentoso.

Pondré sólo un ejemplo… Hay en ese hotel varias suites ―tres mil euros por noche. No son, ni de lejos, las más costosas― adosadas a tres de las paredes de cristal de un gigantesco acuario en cuyo interior residen especies marinas procedentes de todos los mares de la tierra. Son, a decir poco, extraordinarias. Hay varios tiburones moteados que nadan, tan tranquilos, por allí sin que sus peces pilotos se alejen de ellos un solo instante. Transmiten salud, belleza y serenidad. No faltan pulpos afables y gigantescos, de película de Walt Disney, ni elegantes rayas de descomunal tamaño que agitan sus alas negras como si fuesen la túnica de Batman o la capa del conde Drácula. Top models. Ese acuario es una pasarela.

Imagínenlo. Recréense en la fantasía de que están tumbados y bien acompañados en la cama de matrimonio de la suite. A los pies de su lecho, ocupando toda una pared, está la parte del acuario que les corresponde. Un resplandor difuso lo ilumina. Ustedes están a oscuras mientras fluye ante sus ojos el mundo submarino tal como la Fuerza, en la génesis del universo, lo creó.

Cuenta Platón que el urbanismo de la Atlántida respondía al esquema de los círculos concéntricos. Ese es también el modelo arquitectónico al que se acomoda lo que las gentes de los Emiratos están construyendo en lo que hace muy pocas décadas era sólo un arenal achicharrado por el sol, la sequía y la pobreza. Hoy es un vergel gracias al petróleo, a la laboriosidad rectamente entendida y a la desalación del agua del Índico. Ni más ni menos que un mundo casi perfecto: el de la utopía y ucronía de la Atlántida.

Estoy impresionado. Que Alá bendiga a los emiratíes.

Publicado en: ...el 23 Febrero 2009 @ 09:42 Comentarios (11)

DRAGOLANDIA: Alcachofas

Adoro las alcachofas. Son buenas para el paladar, que es virtud del alma, y para la salud, que lo es del cuerpo.

Empecé a tomarlas de niño, y hoy, anciano ya, lo sigo haciendo. Mi madre las preparaba de la forma más sencilla: hirviéndolas. Iba yo arrancando, una a una, sus hojas, y las sumergía en aceite de oliva. Luego mordía uno de sus extremos con los incisivos y tiraba de ellas hasta el otro extremo para arrancar la pulpa. Así, poco a poco, iba surgiendo el corazón, que es manjar de dioses y de hombres que por un instante aspiran a serlo.

Después bebía un sorbo de agua, porque ésta, qué misterio, qué teofanía, se tornaba dulce.

Mi madre, en ocasiones sonadas, las de los cumpleaños, los santos y las fiestas de relumbrón, hacía tortilla de alcachofas. Es uno de mis platos favoritos, pero hace mucho que pasó a la historia. Me sorprende y me duele la evidencia de que ya nadie, en mi entorno, conoce la receta. Mi madre se la llevó a la tumba. Aquella tortilla, que parecía, por su aspecto, de patatas, pero no lo era, tenía algo muy especial, que no acierto a definir. Quien la probó, lo sabe.

En España no hay muchas variedades de alcachofa. En Italia, por ejemplo, sí. En Japón, no existen. Ningún país es perfecto, pero los italianos, en lo tocante a la gastronomía alcachofera, alcanzan la perfección. Los judíos de Roma ―vayan al restaurante Piperno, que está en lo más alto y hondo del ghetto de la ciudad, cerca del Tíber, del Teatro Marcello y del Largo Argentina― sirven lo que yo, hasta hace poco, consideraba las mejores alcachofas del mundo.

Pues bien, y a eso viene tanta divagación… No lo eran. Únicas, digo. El otro día descubrí en Madrid un restaurante ―Pimiento Verde se llama― donde sirven alcachofas preparadas a su modo que no desmerecen de las de Roma. Incluso las superan.

Hice instantánea amistad con su dueño, Sito, que es todo un personaje sin por ello dejar de ser persona. No quiso darme la receta. Es lógico. Las gentes del buen comer son así. Tampoco Cervantes nos ha dado la receta del Quijote. Si lo hubiera hecho, el Nobel de Literatura no daría abasto. El de las alcachofas deberían dárselo a Sito. De verdad: rara vez en mi vida he probado algo tan suculento.

La casa madre de Pimiento Verde está en Lagasca, 46, casi esquina a Goya, y tiene una sucursal en Quintana, 1. Pongamos que hablo de Madrid. En la segunda ha instalado su campamento el escritor Alberto Vázquez-Figueroa, que se crió en el Sahara. No creo que allí abunden las alcachofas, aunque fueron, supongo, los árabes quienes las trajeron aquí. No estoy seguro. Lo digo por lo del al.

De lo que sí estoy seguro es de que las alcachofas de Sito son placer de dioses reservado a quienes se las pidan. Pagándolas, claro, porque estamos en crisis. A mí, la primera y hasta ahora única vez, me invitó, pero no creo que vuelva a hacerlo. Eso, al menos, me dijo.

¡Caramba, Sito! No seas roñoso. Cinco millones de madrileños, y todo el resto del mundo, va a leer este artículo. Reitero lo de la crisis. ¡Un platito de alcachofas, por el amor de Dios!

Publicado en: ...el @ 09:33 Comentarios (1)

EL LOBO FEROZ: Rosa Diez (sin acento)

Hubo trece rosas. De cementerio, por desgracia. Ahora nos queda una. Florecerá en la primavera, cuando lleguen las europeas, y estallará, reventona, en las generales, pero dará ya brotes antes de que termine el invierno. ¿Dónde? En Galicia y en su tierra, porque nació cántabra, pero es vascona. Somos de donde pacemos. ¿Pacer? Sí, de paz. Rosa Díez, con acento, siempre la ha defendido en una región de España donde reina la guerra. Esa mujer, suave y fuerte, delgada y vigorosa, flexible y firme, llegará lejos. Se lo auguro, y lo auguran las encuestas. Yo también tengo las mías, no por humildes menos sintomáticas. Citaré tres. Primer síntoma: me consta que hay importantes grupos de empresarios ―no me pidan nombres― dispuestos a ayudar al único partido que en estos momentos les inspira confianza. Será por algo. El dinero tiene sentido común, buena brújula y mejor olfato. Segundo síntoma: hace dos meses entrevisté a Rosa en Las noches blancas ―es un programa de libros y ella ha escrito dos― y obtuve la mayor cuota de pantalla que en treinta y dos años de dirigir y presentar espacios de esa índole en la Uno, en la Dos y en Telemadrid he conseguido: 13’8%. Una enormidad para un programa filosófico que se emite cuando ya cantan los gallos. Ni con Sabina, ni con Aznar, ni con Arrabal, que eran los tres nombres de mi hit parade, alcancé tal cifra. Será por algo. O, mejor dicho, será por Rosa, pues sólo ella intervino, a lo largo de setenta minutos, en esa conversación, que lo fue de mano a mano y cuerpo a cuerpo. Tercer síntoma: en mi círculo de amistades, donde casi todos votaban, con reparos, al PP, y nadie ―nadie, digo― lo hacía por el PSOE ni por los nacionalistas, todos ―todos, digo, sin una sola excepción― van a votar a UPD. Será también por algo. En Génova hay más ciegos que en la ONCE, porque nadie ve lo que se les viene encima, y en Ferraz abundan los tuertos de parche en un solo ojo: el que les impide mirar hacia su derecha. También del izquierdo andan reparados. El chaparrón de votos que perderá el PP si Rajoy sigue a su frente sólo tiene dos canalones de desagüe: la abstención, que será mínima, y la rosaleda de la que hablo. En cuanto a los votos perdidos por el PSOE… Lo siento. Estoy ya en el pedestal de mi columna. Seguiré explicando en las sucesivas por qué llamo a Rosa Díez, con acento de intensidad, la suya, y de gravedad, la de la situación del país, Rosa Diez, sin acento. Máxima nota, señores. Cum laude.

Publicado en: ...el @ 09:30 Comentarios (158)

DRAGOLANDIA: En Abu Dhabi

Un viejo amigo mío, Jaime Maestro, con el que estuve en la cárcel allá por el 56, escribió en la revista Aldebarán, de feliz memoria, un poema autobiográfico que se titulaba Homenaje a Villon y que empezaba diciendo: Escribo con urgencia. / He de decir que la vida no es una madreselva / y que me poso en el pivote con prudencia…

O algo así. Cito de memoria y en tierras muy lejanas.

Yo también escribo hoy con urgencia. Seré brevísimo. Estoy sobrepasado. Tengo que terminar un reportaje sobre Tokio para la revista Siete Leguas y aún me faltan muchas cosas que ver, palpar y catar en los Emiratos.

Toda mi vida he soñado con equivocarme de país. Es a eso, digo, yo, a lo máximo que puede aspirar un viajero. La apoteosis de un viaje estriba en perderse. Es lo que hizo, sin ir más lejos (o, mejor dicho, yendo muy lejos. Más, imposible) el mítico Marco Polo. Suelo yo decir que el viaje, escenificación del zigzagueo, es la distancia más larga entre dos puntos.

Perderse, sin embargo, no es fácil en estos tiempos, que se parecen a las almejas porque lo son de carril. Llega uno al aeropuerto y, efectivamente, lo encarrilan después de someterlo a mil vejaciones que sólo sirven para violar los derechos humanos. Identificaciones por aquí y por allá. Ocho veces me pidieron el pasaporte en Madrid y Londres el pasado miércoles antes de permitir que mis posaderas encontraran asiento en el avión.

Pues bien: pese a ello, me equivoqué de país. De país, digo. Ya es difícil. Tenía que llegar a Abu Dhabi y, misteriosamente, aparecí en Dubai. Fue fantástico. Nada me gusta más que las situaciones límite.

Nadie me esperaba a la salida del aeropuerto. Era lógico. Lo estaban haciendo, esperarme, en Abu Dhabi. Eran, en el reloj local, las dos de la mañana. No tenía móvil ni mucho dinero en el bolsillo. A mi tarjeta de crédito, como no tardaría en descubrir, le faltaba no sé qué cachivache electrónico. Era española, claro. En España no funciona ni eso. Somos la vergüenza de la humanidad. Me la rechazaban. Ante mí se abría el vacío. ¡Qué sensación tan fantástica! ¡Por fin había conseguido equivocarme de país!

Hakuna matata. Salí del paso. No explicaré cómo. A eso de las tres de la mañana estaba ya acogido a la esplendorosa hospitalidad de un hotelazo de cinco estrellas -no suelo ir a esos sitios- que me costó lo que en España me habría costado uno de tres. Dormí a pierna suelta. Desayuné una manzana. Todo se arregló. Llegué por fin a Abu Dhabi no sin antes aprovechar mi despiste para recorrer Dubai, cosa que habría sido imposible si no me hubiera equivocado de país.

Ya dije: el deber de un viajero consiste en perderse. Hoy tengo la conciencia tranquila.

Esto me está encantando. No me lo esperaba. Hablaré de Dubai y de Abu Dhabi en mi próxima entrega. Dejémoslo en el aire por hoy. Ya he dicho que estoy sobrepasado, pero no estresado. Eso, nunca. Escribo, como Jaime Maestro, que ya murió, con urgencia. Sospecho, sin embargo, que la vida en esta parte del mundo se parece a la de las madreselvas. Corto y paso.

Publicado en: ...el 18 Febrero 2009 @ 11:41 Comentarios (9)

DRAGOLANDIA: Pies para qué os quiero

Y alas, en ellos, para sobrevolar el mundo y aterrizar en cualquier sitio de éste que no sea España. Se acabó. No la soporto. Sopórtenla quienes la han convertido en un infierno de chabacanería, agresividad, basura, estupidez y pestilencia.

Llegué anteayer de las Azores. Salgo mañana hacia Abu Dhabi y Dubai. Hablaré allí del Islam gracias a los buenos oficios, la generosidad, la inteligencia y la altura de miras del embajador, y viejo amigo mío desde que él era cónsul en Nador y yo profesor de literatura en Fez, Manolo Piñeiro. Es un gallego ejemplar, y misterioso, como todos los gallegos, y un español insólito. Si mis compatriotas fueran como él, no tendría yo que huir una vez, y otra, y otras mil más, de este país que ya no siento como mío.

España peregrina, España del exilio, España del destierro.

El otro día cobré brusca conciencia de que prefiero, incluso, el vino italiano, el australiano, el sudafricano y, por supuesto, el francés, al español. Es el colmo. Ya no sé qué pinto aquí.

Repaso la agenda de los últimos meses. En marzo dejé Diario de la Noche y tardé menos de un día en poner tierra y mar por medio. Me fui a Senegal y a Mali. Pasé después unos días en Sevilla y me largué a California, a Nevada, a Utah, a Arizona, a Nuevo México… Desde entonces he estado en muchos sitios, que no es cosa de detallar.

Las últimas etapas de esa fuga incesante han sido Thailandia y Camboya. ¡Pues ea! Me vuelvo allí. Lo haré en los primeros días de marzo y no regresaré hasta el 30 de mayo, cuando aquí se hayan quitado ya el sayo. Pasaré también ―ya veremos. Hago camino al andar― por Indonesia, por Laos, por Vietnam, por Birmania, por lo que se tercie y por donde sea. ¡Ah! Y bajaré en una lancha prehistórica por el Mekong.

No sean españoles, no me tengan envidia, no incurran en el pecado capital que ha destruido mi país. Cuando viajo, apenco tanto o más que aquí. Escribo ocho o diez horas al día. Interrumpiré, forzosamente, ese ritmo sólo cuando descienda por el río que desemboca en Saigón.

Saigón, digo. Jamás lo llamaré Ho Chi Minh. Tampoco llamaré Myanmar a Birmania ni Sri Lanka a Ceilán. Los topónimos de mi imaginario son los que aprendí en las novelas leídas en la infancia. Los políticos no saben poner nombre a las cosas. Los escritores, sí. En eso consiste su vocación, su profesión y su oficio.

Tiempo de crisis económica, tiempo de emprender viajes. Todo está más barato y los países que me gustan lo son de por sí. Disfruto y, encima, ahorro. Dos personas, dos mil euros al mes, tirando por lo alto.

Estas líneas son un desahogo. Otro más. Zapatero, Rajoy, Ibarretxe, Carod Rovira, las elecciones gallegas, las del País Vasco, las europeas, las catalanas, el espionaje, los premios Goya, los malos tratos, la Educación para la Ciudadanía, el Barça, el Real Madrid… ¡Dios mío!

Adiós, España. Que ustedes lo pasen bien.

Publicado en: ...el @ 11:39 Comentarios (4)

EL LOBO FEROZ: Muchas noticias, buenas noticias

Los refranes y las frases hechas son el burladero de los imbéciles. ¿Quién puso en circulación la patraña de que no hay mejor noticia que la ausencia de noticias? Crisis es sinónimo de cambio en una situación crucial. Puede ser éste para peor, pero también puede serlo para mejor. Yo tuve, de niño, una terrible pulmonía que se curó de repente cuando la enfermedad, una noche, hizo crisis. Desde entonces me siento en éstas como el pez en el agua. ¡Atiza! Acabo de emplear una frase hecha. ¿Seré un imbécil? Es posible, pero eso sólo sería una mala noticia para mí. Conviene que distingamos entre el bien individual y el bien común. No siempre coinciden, aunque a menudo, por suerte para la democracia, pues ésa es su última ratio, lo hagan. La crisis a la que aludo lesiona muchos intereses particulares, pero es beneficiosa en líneas generales. Yo gano ahora bastante menos de lo que ganaba hace unos meses y mis ahorros han sufrido una merma considerable. ¿Eso es malo para la humanidad? No. Lo es sólo para mí. También ha mermado la venta de coches. No cabe mejor noticia para la sociedad, la circulación, el ecosistema, nuestros pulmones y nuestros tímpanos, aunque sea mala, malísima, para quienes los fabrican o viven de ellos. Buena, bonísima noticia es también el parón en el frenesí de quienes estaban convirtiendo el mundo en una bola cubierta de asfalto y adornada por toda suerte de rascacielos, bloques de viviendas, chalés adosados o sin adosar, urbanizaciones, centros comerciales y demás lindezas. Ya era hora de que eso sucediese, por más que sea de lamentar, y yo lo lamento, la situación económica en la que ese frenazo deja a millones de individuos. Individuos, digo. Disminuye el turismo, esa peste. ¡Aleluya! Y en cuanto al consumo, ¡qué voy a decirles! ¡Ojalá se vaya al diablo para siempre! Me escandaliza oír a quienes desde toda clase de tribunas nos explican que para salir de la crisis es preciso volver a consumir. ¡Pero si el consumismo es la madre del cordero de todos los males que nos afligen! Lots of news? Good news, al menos en este caso. Fui hippy. Lo soy aún. Llevo más de cuatro décadas diciendo a quienes no quieren oírlo que sólo si renunciamos al crecimiento económico se salvará el hombre. ¿Desarrollo? No, gracias. No sean egoístas. Piensen en el bien común, lleguen a la conclusión de que no hay mal que por bien no venga (¡vaya! Es un refrán. ¡Si seré imbécil!) y apriétense el cinturón. Serán más felices. Yo ya lo soy.

Publicado en: ...el @ 11:37 Comentarios (2)

DRAGOLANDIA: Desde la Atlántida


Poseidón, dios de la Atlántida. (Museo Arqueológico Nacional, Atenas)

Estoy en las Azores. Es un lugar rarísimo y muy sugerente. Suscita en el viajero, o lo hace, al menos, en mi caso, sensaciones extrañas, oscuros movimientos anímicos, alteración de la conciencia.

Dicen que este archipiélago, junto al de las Canarias, es cuanto queda, tangible, visible, de lo que fue, si es que fue, la Atlántida, arquetipo occidental de lo que Ortega llama culturas sumergidas. El oriental sería el continente de Mu.

¿Será esa la razón de que me sienta raro y de que igual de raro me parezca todo lo que tengo alrededor?

Hablo, sólo, de la isla Terceira. No iré a las otras, pero sospecho que todas las del archipiélago se parecen entre sí.

Tecleo estas líneas en un hotel de la capital. Lleva ésta el nombre de Ancla de Heroísmo. En portugués suena casi igual. Sabe ese topónimo a trifulcas de almirantes y piratas, a gestas numantinas, a patentes de corso, a leyendas de cachalotes y arponeros.

Mar brava, tiempo perro y meteorología tan inestable como el amor de los adolescentes (y de quienes no lo son). Lluvia, sol, nubes y niebla son aquí cangilones de una noria movida por el viento que jamás se detiene.

Me cuenta el filósofo Víctor Gómez Pin, con el que paseo campo a través de paisajes hermosísimos, pero desolados, que las Azores equidistan de Barcelona –quizá haya dicho Madrid– y de Nueva York. Estamos, pues, lejos de todo, como en la isla de Pascua, como en Pitcairn, y eso se nota y se paga.

La conciencia de insularidad es aquí muy viva y propia de los habitantes de un mundo tan perdido como, en efecto, lo está la Atlántida. Cuenta Platón que en ella se celebraban corridas de toros. En las Azores también las hay. ¿Estamos ante el eslabón perdido de la historia de la tauromaquia? Sorprende comprobar hasta qué punto desempeña ese animal, el toro, el papel reservado en el mundo de los orígenes al tótem. Lo llevan muy dentro. Todo gira alrededor de él.

Es ésta una isla católica, pero parece protestante. Su atmósfera es la de las películas de Dreyer e Ingmar Bergman. Se adivina la pulsión de pasiones ancestrales, disfrazadas por la melancolía y el silencio, tras los rostros inexpresivos, secos, frugales, de las gentes que se cruzan con nosotros.

Lo mismo sucede con la geografía. Son islas de corazón volcánico, pero ese fuego interior, y por ello inextinguible, yace bajo amables prados de intenso verdor y sólo estalla en la espuma furiosa de las olas que rompen contra los bastiones de lava del litoral.

Pocos viajeros llegan hasta aquí. Hacen mal. Las Azores no se limitan al anticiclón que casi a diario mencionan quienes dan el parte meteorológico por televisión ni a la foto que se sacaron, en un día de triste memoria, Bush, Aznar y Blair. Hay en ellas mucho más y, sobre todo, hay cosas distintas a las que están convirtiendo el resto del mundo en un monótono parque temático para uso y abuso de turistas en chancleta. Vengan los otros, pero absténganse éstos de profanar con sus pantalones cortos, sus móviles, sus cámaras de vídeo, sus tarjetas postales y su afán de souvenirs idiotas lo que queda de la Atlántida. Son borregos numerados. Los toros de estas islas bravas los destriparían.

Publicado en: ...el 11 Febrero 2009 @ 14:31 Comentarios (20)

DRAGOLANDIA: Confesión ingenua

No entiendo a los blogueros. Me dirán que yo también lo soy. Cierto, lo soy, si por bloguero se tiene a quien escribe un blog, pero me refería a otro tipo de personas. Llamo yo blogueros a quienes comentan por escrito lo que escribe el autor de un blog. Es eso lo que no entiendo.

¿Por qué lo hacen? Yo nunca lo haría (tampoco abandonaría a mi perro y, menos aún, a mi gato). ¿Por qué se toman la molestia? ¿No es ya bastante engorrosa, en sí, la vida cotidiana como para que, encima, dediquemos parte de nuestro tiempo a comentar la opinión ajena?

Soy lector y escritor empecinado. Paso muchas horas al día leyendo y escribiendo. Doce, como mínimo. Me estremezco al pensar en lo que se convertiría mi vida si me dedicara a apostillar por escrito lo que leo. La prensa, por ejemplo. O lo que escucho en la radio, aunque rara vez la escuche. O lo que veo en la tele, aunque casi nunca la encienda.

No daría abasto. No podría leer casi nada, y escribir, tampoco. No digamos hacer otras cosas. La lectura de tan solo un par de páginas de cualquier periódico me proporcionaría mecha suficiente para teclear comentarios dirigidos al columnista, articulista o editorialista de turno durante varias horas.

De verdad: no lo entiendo.

Los comentarios de los blogueros suelen ser, por lo poco que de ellos se me alcanza, altamente emotivos. Son elogiosos, los menos, o insultantes, los más. ¿Qué pretenden? ¿A quién se dirigen? ¿Al autor del blog o a quienes lo leen y, acaso, lean también lo que ellos envían? ¿Lo hacen por vanidad -la de ver sus opiniones en letras de molde, aunque en puridad no lo sean las de internet- o lo hacen, quienes insultan, simplemente por fastidiar? Ya son ganas.

Me recuerdan los últimos a esos idiotas que se cruzan con un conocido por la calle y le espetan: ¡qué mala cara tienes! O bien: ¡qué envejecido te veo!

Mis blogueros deberían saber, porque es notorio, que yo nunca entro en este blog ni tampoco en el que existe, al parecer, en mi página web. Es más: nunca he visto ésta. Bueno, nunca, no. Una vez le eché una miradita de soslayo, de pie yo junto a una esquina de la mesa, y en cosa de un par de minutos me fui.

El responsable de esa página, que es uno de mis más estrechos y por mí apreciados colaboradores, me pasa de vez en cuando los mensajes, muy pocos, no más de media docena al mes, cuyo contenido, a su juicio, debo conocer.

Tampoco es del todo exacta la afirmación de que nunca leo lo que los lectores de Dragolandia cuelgan en la puerta trasera de este blog. Lo he hecho, distraídamente, en tres o cuatro ocasiones y, por lo general, en momentos tontos de esos que te pillan con la guardia baja en habitaciones de hotel de ciudades de provincias a las que has ido para dar una conferencia y mientras esperas a que los anfitriones te recojan.

¿Excepción? Una. Leí con mucha atención los comentarios recibidos a raíz de la trágica muerte de Soseki, y los agradecí, a veces con lágrimas en los ojos, porque eran emocionantes, y pedí que me los imprimieran (yo no sé hacerlo) para incorporar algunos al libro que estoy escribiendo. Pero era, a todas luces, y sombras, una circunstancia excepcional.

A lo que iba: si saben que yo no leo mi blog, ¿por qué envían comentarios? Y aunque lo leyese… ¿Entablan, acaso, correspondencia entre ellos? ¿Nacen y mueren, al arrimo de sus mensajes, amores, noviazgos, matrimonios, amistades, enemistades, qué sé yo?

Y seguiré sin saberlo, porque tampoco hoy entraré en mi blog.

No se enfaden conmigo. No interpreten mal el propósito de mis palabras. No hay desdén en ellas. Sólo hay perplejidad y, como dije al principio, ingenuidad.

Nací hace setenta y dos años. Soy de otra época. Mi mundo no es de este reino.

Publicado en: ...el @ 14:27 Comentarios (17)

EL LOBO FEROZ: La cruzada de los necios

En el mundo no cabe un tonto más; en España, ni siquiera medio; y en Londres, Barcelona y Madrid hay lista de espera. Quizá esté también colmado el aforo de la necedad en otras ciudades, pero las tres mencionadas son las únicas por las que, de momento, que yo sepa, circulan los autobuses teológicos. No me hago ilusiones. La idiotez es contagiosa. Cundirá el ejemplo y pronto veremos autobuses así en Roma, en Jerusalén, en Compostela y hasta en Lepe. Quizá se salve La Meca. Sobra explicar que aludo a la guerra de eslóganes entablada por dos grupos integristas ―ateo el uno, creyente el otro― a cuento de la existencia de Dios y colgada, con la venia de los corregidores, en los costados de los susodichos autobuses. Sería difícil discernir entre los respectivos índices de estupidez de los fanáticos que militan en tal cruzada. Lo de que Dios, probablemente, no existe, es, por desgracia, cierto, pero no lo es ni por asomo el corolario de la frasecita. Disfrutan más de la vida, por lógica elemental, quienes la juzgan eterna que quienes están convencidos de que se van a ir de patitas a la nada. No por falsa es menos consoladora la hipótesis de la existencia de Dios para quienes la dan por cierta. Lo malo de los ateos es que son eso, malos, pues maldad es alegrarse de las malas noticias y contar a los niños que los Reyes Magos son los padres, pero igual de estúpida, y por ello también malvada, es la pamplina de que Dios permanece contigo cuando todos te han abandonado. Santurronería, hablar por hablar, creer que basta con decir una cosa para que la cosa exista. ¡Fiat lux! Y zas: la luz se hace. ¡El discurso de Obama es socialdemócrata! Y zas: Zapatero en la Casa Blanca. Lo malo de los creyentes no es que sean malos, sino que parecen personajes de Paulo Coelho. Cuando alguien es abandonado por todo Cristo, su impresión es que ni siquiera éste se acuerda de él. Tontuna lo primero, tontuna lo segundo, y tontos todos, incluyendo a los responsables de la Empresa Municipal de Transportes. Pero más tonta aún es la tentativa de reducir a eslóganes una cuestión sobre la que han corrido ríos de filosofía y de sentar cátedra de teología en los flejes de los autobuses. Allá por los años de la república se sometió a votación entre los socios del Ateneo de Madrid la existencia de Dios. Perdió éste por un voto. Ateneístas, ateos, creyentes y concejales de transportes: la cruzada de los necios. Sálvenos Dios de éstos tanto si existe como si no.

Publicado en: ...el @ 14:25 Comentarios (10)

DRAGOLANDIA: Tigre blanco

Llevo mucho tiempo sin recomendar un libro. Hoy recomendaré uno que me recomendó, a su vez, Javier Moro.

Por cierto: recomiendo también el último de los suyos (El sari rojo, Seix Barral) y todos los anteriores. Javier tiene la virtud ―lo es para mí― de adelantárseme siempre: escribe los libros que a mí me habría gustado escribir. Eso me da algo de rabia, pero ésta no me impide serle devoto, rendirle admiración y profesarle amistad.

El libro al que voy a referirme es una novela, trata de la India de hoy, ha sido escrita por Aravind Adiga y se llama Tigre blanco. Ganó el Main Booker Prize de 2008. La edición española, traducida con pulso firme por Santiago del Rey, es de Miscelánea. Su autor nació en 1974, vive en Bombay (¿dónde, si no?) y ha sido corresponsal de la revista Time y del Financial Times.

Suelo yo decir que nadie escribe buenas novelas antes de cumplir los cuarenta años. Tigre blanco demuestra que estoy equivocado. Se trata, además, de su primer libro. Pertenece a un género que se inventó en España: la picaresca. Pero una picaresca rica en cargas de profundidad. Los rugidos y zarpazos de este tigre albino ayudan a entender por qué la India de nuestros días, con sus méritos y sus lacras, es la que es y por qué era inevitable que lo fuese.

¿Un botón de muestra? Sea. Lo transcribo, literalmente, a continuación, no sin avisar a los lectores de que cuanto en ese texto se dice a propósito de las castas, tan denostadas y tan mal entendidas en Occidente, podría herir la sensibilidad de los judeocristianos políticamente correctos.

Verá: este país, en sus días de grandeza, cuando era la nación más rica de la Tierra, era como un zoo. Un zoo limpio, ordenado y bien conservado. Cada uno feliz y en su sitio. Los orfebres, aquí; los vaqueros, ahí; los señores, allá. El que se llamaba Halwai fabricaba dulces; el vaquero cuidaba vacas, y el intocable limpiaba las heces. Los señores eran amables con sus siervos. Las mujeres se cubrían la cabeza con un velo y bajaban los ojos cuando hablaban con un extraño.

Y entonces, gracias a todos esos políticos de Delhi, el 15 de agosto de 1947, es decir, el día en que los británicos se fueron, todas las jaulas quedaron abiertas. Los animales empezaron a atacarse y a destrozarse unos a otros y la ley de la jungla sustituyó a la ley del zoo. Los más feroces, los más hambrientos, se comieron a todos los demás y empezaron a echar barriga. Eso era lo único que contaba ahora: el tamaño de tu barriga. No importaba si eras mujer, musulmán o intocable: cualquiera con una buena panza podía progresar. El padre de mi padre debió de ser un Halwai auténtico, un fabricante de dulces. Pero cuando él heredó su tienda, algún miembro de otra casta debió de robársela con la ayuda de la Policía. Mi padre no tenía una buena barriga para defenderse. Por eso se había desplomado hasta el fondo del lodo, hasta el nivel de un conductor de rickshaw. Por eso me arrebataron mi destino de gordito sonriente de piel cremosa.

En resumen: en los viejos tiempos había en la India un millar de castas y de destinos. Hoy en día sólo hay dos castas: la de los hombres con grandes barrigas y la de los hombres sin barriga.

Y sólo dos destinos: comer o ser comido.

Quienes han nacido o vivido en la India (o, por lo menos, la han recorrido a fondo, como Javier Moro y yo) sabemos que Aravind Adiga, duélase quien se duela, tiene razón.

Publicado en: ...el 02 Febrero 2009 @ 13:03 Comentarios (17)

DRAGOLANDIA: Anverso y reverso


Docenas de pasajeros hacen cola para facturar sus maletas en un aeropuerto español

O cara y cruz. La cara era Bangkok. La cruz me esperaba en España.

El viernes por la noche estaba aún en el aeropuerto de la capital de Thailandia. Es fantástico. Uno de los mayores de toda Asia y del resto del mundo. Funciona, pese a ello, a la perfección. Cientos de aviones despegan de él o en él aterrizan a diario con absoluta normalidad. Normalidad significa, entre otras cosas, puntualidad. Algo que las líneas aéreas de Europa, y no digamos las de España, son incapaces de conseguir.

Da rabia. ¿Por qué somos como somos? Los de aquí, digo. ¿Por qué todo funciona tan rematadamente mal, no sólo en Barajas, sino en el resto del país? ¿Por qué no podemos ser tan gentiles, corteses, delicados, eficaces y sonrientes como lo son allí? ¿Es tan difícil?

¡Qué lección la del aeropuerto de Bangkok! ¡Qué lección la de la Thai! Hablo de ella, porque ella es la que esta vez he utilizado. Seguiré haciéndolo en el futuro, y será muy pronto. A mediados de marzo llevaré a todos los míos, nietos incluidos, a Thailandia, a Camboya, a Laos… Iremos de aquí para allá, a la buena de Dios y de Buda, en tuktuks, en taxis, en trenes, en autobuses, como se pueda. Quiero que conozcan a fondo el lugar del mundo donde me gustaría vivir.

Acaso lo haga. Acaso me quede allí durante unos meses, como poco, cuando ellos emprendan por razones de fuerza mayor el viaje de regreso al lugar del mundo donde menos me gusta vivir.

Da rabia, decía, y estoy rabioso. Rabioso conmigo y con lo que me rodea. ¿Por qué he vuelto? ¿Qué pinto aquí?

En Laos, en Thailandia, en Camboya, en Vietnam, podría vivir a cuerpo de rey por cuatro perras. ¡Por mil euros, vaya, y me quedo largo! Si en vez de vivir como un rey lo hiciera como un hippy (es más agradable), con quinientos me bastaría.

Lo repito: ¿qué diablos hago aquí?

¡España! ¡Dios mío! ¡Qué pereza!

Volvamos al aeropuerto de Bangkok. Es un símbolo, una muestra de lo que en Thailandia se cuece. El súmmum de la perfección y de la organización. Todo funciona como una seda. Ese tejido, al fin y al cabo, es una de las cosas que mejor han sabido hacer siempre los orientales.

Elegancia, limpieza, precisión, imaginación y respeto al usuario. Tiendas de calidad por todas partes. El servicio es allí, efectivamente, servicio a quien lo paga, y no favor que éste hace a quien lo vende. Otro mundo. No hay colas, y cuando por lo que sea, sólo en hora punta, y no tanto al salir cuanto al llegar, se forma alguna, en pocos minutos se resuelve en un amén o, mejor, en un aum.

Pondré sólo un ejemplo. ¿Saben, la noche en que salí, cuántos mostradores de facturación de la Thai permanecían abiertos desde tres horas antes de la salida del avión para atender a un solo vuelo (el que iba a traerme a Madrid)? A un solo vuelo, digo. No se lo van a creer. Había veintiuno. ¡Veintiuno! Los conté con asombro y una pizca de envidia, de vergüenza (la de ser español) y de esa rabia que ya he mencionado un par de veces en lo que va de blog. Pensé en Barajas. Pensé en…

Mejor me callo. No personalicemos. Seguro que ustedes ya saben en qué pensaba.

Y así todo. Allí, la cara. Aquí, la cruz.

Anverso y reverso. ¿Qué tal si nos vemos en Thailandia?

Publicado en: ...el @ 12:59 Comentarios (13)

EL LOBO FEROZ: Al oeste del Edén

Una semana en Bangkok y dos en Pnom Penh. Regresé el sábado, y la impresión fue brutal. Asegura la Biblia, ese catálogo de horrores y de errores, que Yavé envió a Adán y Eva a un lugar oscuro y frío situado al este del Edén el día en que mordieron la manzana enteogénica. ¿No sería al oeste? Ignoro por qué creen los europeos que su mundo, al que llaman, con asombrosa petulancia, Primero, sin reparar en que pronto será Tercero, termina donde empieza el Islam. La línea divisoria entre Oriente y Occidente es la del monoteísmo y el politeísmo. Cristianos, judíos y musulmanes son una sola y misma cosa, salida de lo que todos ellos llaman el Libro. O incluso, con mayor y aún más estulta petulancia, el Libro de los Libros. Donde no hay Sagradas Escrituras, y en ninguna religión oriental las hay, no cabe el integrismo, por ser éste fruto perverso de la tentativa de interpretar y aplicar aquéllas en su literalidad. Nunca se ha desencadenado una guerra en nombre de Siva, Buda o el Tao. Muchas, en cambio, han sido las libradas a mayor gloria de Yavé, Cristo y Alá. Esa danza de la muerte, por cierto, no ha cesado. Que se lo pregunten a los vecinos de Tel Aviv y de Gaza, a los iraquíes y los norteamericanos, a quienes ponen y padecen bombas en Paquistán y en Afganistán… Bombas, aclaro, musulmanas y cristianas, pero occidentales todas: tanto montan, tanto matan. Lo dejo ahí. No era hoy mi intención volar tan alto, sino hacerlo a ras de tierra: la de aquí. Decía que el sábado llegué a Barajas, tras veinte días de felicidad y facilidad vividos en dos países de Oriente donde todo funciona, donde la gente sonríe, donde la buena educación es norma y donde, para colmo, la temperatura era primaveral, y me di de bruces con el frío, el griterío, la picaresca, la chapuza, el caos, las malas maneras, la envidia, la maledicencia, la quejumbre, los nacionalismos, los patrioterismos, los partidismos, las manifestaciones, la violencia, la telecaca, la zafiedad, el Pocero, el pucherazo de un don nadie con nombre de dramaturgo y la foto de Soraya convertida en episodio nacional de Galdós, sainete de Arniches y chiste de Jaimito. Callejón del Gato. ¿Será por el jetlag? No. Es porque he vuelto a un país oscuro y frío situado al oeste del Edén donde todo el mundo sigue hablando de las mismas idioteces de las que hablaba cuando me fui de él. Ya estoy en España. Que la aspen, que la zurzan, que la ondulen y que le den por lo que es su verdadero y pestilente rostro.

Publicado en: ...el @ 12:57 Comentarios (2)