Primera y última crónica de una muerte anunciada
Dos en la carretera. Hubo una película, una movie road, que se llamaba así. Mi padre, Fernando Sánchez Monreal, periodista, hijo y nieto de periodistas —como Antonio Torres Heredia lo era, en el Romancero gitano, «de Camborios»— y director de la agencia Febus, salió de la sede de ésta, en Madrid, rumbo al sur, a eso de las ocho de la mañana del 18 de julio de 1936. Lo hizo para recoger información en el foco de la noticia. No delegó en nadie. No recurrió a su corresponsal en la zona. No envió a ella —la guarnición de Melilla se había sublevado— a ninguno de los compañeros que trabajaban a sus órdenes, pero se llevó con él a Luis Díaz Carreño, redactor de La Voz y amigo del alma.
Dos en la carretera, decía… Ni mi padre ni su camarada de aventura y desventura —de derechas el uno, de izquierdas el otro, pero periodistas, ambos, que anteponían la profesión y la amistad a sus ideas— volvieron nunca. Casi dos meses después, el 14 de septiembre de ese año, tras sobrevivir a una asombrosa peripecia por entre los campos de la España en armas, fueron asesinados a cielo abierto —¡res a la vista!— en un desmonte de las tierras de Burgos.
Yo nací 18 días más tarde.
Todo eso está contado en mi última novela, y no es mi intención menealla. Pero a mediados del pasado mes de febrero —poco antes de escribir estas líneas—, sucedió algo portentoso… Portentoso, al menos, para mí, pero de lo que decido dar pública cuenta porque quizá sea también de interés para el lector, ahora que tanto se habla, en tan enconados y encontrados términos, de memoria histórica. La hay, me parece, aunque sin hiel, en lo que voy a contar o, mejor dicho, a reproducir.
Se trata, en todo caso, de una pieza de trepidante periodismo improvisado sobre la marcha, a pie de obra, que interesará —supongo— a quienes aún tengan la costumbre, ya en desuso, de leer a diario el periódico y aprecien, por ello, el buen hacer o, incluso, la excelencia en un oficio hoy —por tantos motivos y, sobre todo, por el de la telebasura— encanallado y degradado.
¿Buen hacer? ¿Excelencia? No creo que me ciegue la pasión filial. Júzguelo, a la vuelta de unas líneas, el lector.
Se vende ahora, día a día, en los quioscos una edición facsímil de los principales periódicos madrileños tal y como una jornada tras otra, inflamados por la discordia, fueron apareciendo al hilo de la Guerra Civil. Y es en uno de ellos donde centelleó ante mis ojos, con la emoción que cabe suponer, el suceso al que más arriba hice referencia.
Está ahora desplegado sobre mi mesa el ejemplar de El Socialista correspondiente al martes 21 de julio de 1936. En su última página, con el título de Una impresión de los enviados de la Agencia Febus y el antetítulo de El movimiento en provincias, aparece la primera y última crónica de una muerte anunciada: la de los dos periodistas que, sin firmarla, ni falta que hacía, la escribieron horas antes de que, detenidos en Córdoba, se iniciara su odisea.
Es minuciosa, directa, eficaz, apresurada, rica en información y sobria en el modo de exponerla. Orilla lo personal, busca lo general en lo particular y eleva la anécdota a categoría. Esto, señores, es periodismo puro practicado por dos periodistas de raza que seguían con olfato de lebreles, pegada la nariz de la pluma al suelo, el rastro de la noticia y, pese a trabajar en la empresa Urgoiti (la de El Sol, la del Delenda est monarchia y la del ¡No es esto, no es esto!), infringían el precepto de Ortega renunciando, en su crónica, al yo y fijándose sólo en la circunstancia.
Merecería, lo escrito, no el Mariano de Cavia, puesto que no llevaba firma, pero sí el Luca de Tena. ¿Puede concederse éste a título póstumo? Sugerido queda.
¡Cuántos desvelos de investigador y fatigas de fabulador me habría ahorrado si lo que a continuación transcribo hubiese caído en mis manos mientras andaba en el tajo de Muertes paralelas! No se me ocurrió abrevar en esa fuente. Le cedo ahora la voz…
«Las primeras noticias de la insurrección militar, que daban cuenta de haberse producido en Ceuta y Melilla, nos hizo preparar el viaje a aquella zona. La ruta señalada de antemano era dirigirse a Jibraltar y, por Tánger, entrar en Tetuán. El coche que nos conducía sufrió una avería en las cercanías de Aranjuez. Fue providencial. Mientras reparaban la avería nos trasladamos al Parador de Turismo, donde, por la radio, tuvimos conocimiento de la insurrección en Sevilla. Ya la marcha a Marruecos tenía el inconveniente de que focos en la Península atraían la atención y daban nuevo giro a nuestra excursión. Por ello decidimos desviar la ruta y dirigirnos a Córdoba para entrar en Sevilla. Pocos momentos antes de partir, ya el coche dispuesto, nos dio la radio la noticia del Gobierno que acababa de constituir el señor Martínez Barrio.
Manzanares. A nuestro paso por dicho pueblo pudimos apreciar que las masas obreras se hallaban vigilantes ante las llamadas que por la radio se hacían. Todos estaban alerta y en sus puestos. Valdepeñas. Grupos de paisanos armados prestaban servicio de vigilancia. En nuestro viaje hasta Manzanares eran los guardias civiles quienes efectuaban el servicio de protección; mas a partir de este punto, como ya decimos, eran los grupos de paisanos. La vigilancia se apreciaba que era más y más rigurosa a medida que avanzábamos en la carretera. Ya en Bailén, esto quedó confirmado. La requisa que hicieron a nuestro coche fue minuciosa y detenidísima.
En el camino, con las primeras luces del amanecer, vencidos por un viaje precipitado y lleno de nuevas emociones.
Andújar. Pueblo tranquilo, hoy alerta y vigilante. A la entrada nos detiene un grupo numeroso de obreros.
Nos hacen abandonar el coche. Nos rodean. Mientras, varios de los obreros nos cachean. Otro grupo mantiene sus rifles y pistolas en nuestra dirección. Terminan. Y para facilitar nuestra marcha nos hacen entrega de un salvoconducto para salir de Andújar. Este salvoconducto dice así: ‘U.H.P. sin novedad. Jefatura de orden público de Andújar’. La despedida es con el signo gráfico de obreros. Puños en alto. Nos enteramos de la organización de una columna de obreros en Andújar que se dispone a partir para Córdoba. Se pretende reunir 3.000 hombres armados para auxiliar a las fuerzas leales al Gobierno que resisten en Córdoba.
La salida de Andújar es muy comprometida. Cuando llevamos recorridos tres kilómetros, nos cruzamos en la carretera con un coche. El momento es de suma emoción. Los ocupantes del coche con el que nos hemos cruzado nos hacen señas de que abandonemos nuestro vehículo. Lo hacemos así. La carretera está totalmente oscura. Bajan cinco individuos con pistola. Avanzan hacia nosotros. Les gritamos nuestras filiaciones; pero ellos guardan un silencio impresionante y prolongado. Les ofrecemos nuestra documentación. La revisan. Sigue el silencio. Por fin, guardan sus armas y nos invitan a seguir. Nos cruzamos con tres coches más. Sus ocupantes nos dicen que marchan en busca de refuerzos, pues el pueblo de Montoro ha caído en poder de los rebeldes. Preguntamos:
—¿Hay comunicación con Madrid?
Y rápida y urgentemente nos contestan, mientras siguen en sus coches:
—Los trenes que suben para Madrid están detenidos en El Carpio, Villafranca y otras poblaciones.
Nueva marcha, y esta vez un encuentro pintoresco. Un coche de turistas americanos. Están decididos a seguir. Les hacemos ver la conveniencia de que regresen, atienden, y así lo hacen. Por nuestra parte, emprendemos la marcha hacia Andújar y Bailén, pues los ocupantes de los camiones con quienes nos encontramos nos hacen ver la conveniencia de emprender el regreso. Nuevamente cruzan por la carretera camiones. Contamos hasta 12, llenos de hombres armados, en número de unos 1.000, que se dirigen a Montoro.
Otra vez en Bailén. Aquí nos enteramos del nuevo Gobierno constituido en Madrid. Lo preside el señor Giral. Nos detenemos unas horas y tomamos la dirección de Jaén para seguir el camino de Córdoba.
Cuando llegamos a Jaén, visitamos al gobernador civil, quien nos da cuenta de que unos 15.000 hombres han salido con dirección a Córdoba, armados y fieles al Gobierno de República. El pueblo de Jaén estaba en la calle. El pueblo, el verdadero pueblo, ha respondido con una unanimidad y un entusiasmo verdaderamente sublime. Con orden perfecto, con espíritu cívico admirable, han establecido un sistema de vigilancia asombroso. En la provincia de Jaén la movilización civil ha respondido dócilmente a los dictados de las órdenes del Gobierno.
Seguimos nuestro viaje. En Menjíbar, al intentar unos grupos practicar unos registros domiciliarios, los dueños de las casas agredieron a los que tal pretendían, y se originaron sucesos. Han resultado varios muertos y heridos.
En Alcaudete nos dicen que aviones afectos al Gobierno han tomado la dirección de Sevilla.
Queremos cerrar esta primera impresión con unas palabras de elogio encendido al pueblo. Hemos comprobado su espíritu magnífico, su comportamiento heroico, su serenidad sin igual, su corrección con los que transitan por las carreteras, su desprecio del peligro… En fin, su admirable comportamiento».
Punto final, verdaderamente final, por definitivo, en esta ocasión. Tuvo que escribirse cuanto antecede, por cómputo de fecha, y minutos que no detallo, el 19 de julio, en Alcaudete, provincia de Jaén, o a muy corta distancia de esa localidad. Los fugitivos —no lo sabían, pero ya lo eran— llegaron ese día a Córdoba, almorzaron con el gobernador civil (que había sido periodista de El Sol), se sublevó la tropa, rodeó el edificio en el que se encontraban, fueron los dos encarcelados y posteriormente puestos en libertad, llegaron a Granada y…
Apagón informativo. Buenas noches y mala suerte. La comunicación entre las dos zonas quedó interrumpida y nunca más se volvió a saber, con certeza, de la suerte corrida por Monreal y Carreño —así se les conocía— hasta que yo, hace menos de un año y tras muchos de búsquedas cuasi policiacas, publiqué mi libro.
Cabos que se hilvanan, bucles que se cierran, sincronías que convergen… En el verano del 67, cuando tenía 30 años, publiqué en un periódico de Madrid una larga serie de crónicas enviadas desde Japón, donde estaba exiliado. El director de ese rotativo, Manolo Cerezales, me pidió que lo hiciese, por elemental cautela antifranquista, bajo seudónimo. Atendí la petición, me oculté bajo los apellidos de mi padre y de ese modo volvió a aparecer en la prensa el nombre completo de éste (y el de mi familia paterna: cuatro generaciones de periodistas) tras más de cinco lustros de forzoso silencio. Ningún miembro de ese linaje —represaliados todos, cuando no encarcelados o asesinados— pudo ejercer el periodismo a partir del 1 de abril del 39 hasta que yo lo hice. Con las crónicas niponas, por cierto, y es ése otro hilo simbólico que se anuda, debuté en la prensa. Nunca, antes, había publicado nada en ella, aunque llevaba ya a cuestas mucho tiempo de trabajo periodístico en la radio.
Así regresó el nombre de mi padre al rugido de las linotipias y acepté yo el mandato del destino.
Mi madre, al saberlo, me envió a Tokio una carta en la que decía: «Confío, hijo, en que sepas estar a la altura de tu padre y vuelvan sus apellidos a la prensa con el mismo honor con que él los llevó en vida».
Ignoro si lo he conseguido —díganlo otros—, pero sí sé que lo he intentado y que ha sido, por encima de cualquier otra consideración, ese oscuro y, a la vez, luminoso deber filial lo que me ha llevado a aceptar ahora el desafío de dirigir y presentar con 70 años a cuestas el informativo nocturno de Telemadrid.
En 1967 tomé prestado el nombre de mi padre. Hoy, aquí, en El Mundo, le presto el mío y firmo con él la última crónica que salió, compartida, de su pluma y que lo era también, aunque nadie aquel 21 de julio lo supiese, de una muerte que sólo mi madre, tres días antes, había anunciado a gritos, furiosa, al ver cómo su marido se dirigía hacia el coche fúnebre que lo aguardaba, desde el mirador de la casa en la que nací. Dicen que las madres siempre tienen razón. La mía, por desgracia, la tuvo.
Vuelvo al Romancero gitano, vuelvo a Lorca —Monreal y Carreño estaban en Granada cuando lo fusilaron—, vuelvo a los Camborios y, con melancolía, después de leer la crónica transcrita, mientras miro en torno a mí y veo en lo que se ha transformado mi oficio, me pregunto: ¿se acabaron los periodistas que iban por el mundo solos?