Lo sé, lo sé… Ya vale. No volveré a hablar de Soseki en este blog a corto plazo. Ésta de hoy es, por el momento, la última entrega.
Nunca leo los comentarios que otros dejan en Dragolandia. Tampoco los que envían a mi página web. Esta vez lo he hecho. Es más: los he recopilado, en su versión impresa, porque muchos de ellos -casi todos- me han llegado al alma y me han hecho llorar a lágrima viva. Siguen, por cierto, llegando. Tengo ya una abultada carpeta en cuyo frontispicio pone Soseki. Me servirá su contenido para la obra, breve, pero intensa, que preparo sobre él y en la que inmediatamente voy a enfrascarme. Me gustaría que saliese en primavera. Abrigo el propósito de dedicar los derechos de autor que devengue a la creación de un centro de acogida de gatos en Castilfrío. No sé si eso será posible, porque la burocracia, en este país, lo impide casi todo y yo no sirvo para organizar nada, ni para hacer gestiones, ni -menos aún- para pedir subvenciones. Nunca las he recibido. La Administración me da alergia, y los políticos, cuanto más lejos, mejor.
Ya veremos… Lo más urgente ahora es escribir el libro y mantener viva la presencia de Soseki. Naoko sigue percibiendo su olor, cada vez más tenue. Dicen en el Sáhara que el alma de los gatos permanece hasta que sus dueños mueren en la casa donde vivieron.
¿Dueños? No, no lo éramos. Soseki, como todos los de su especie, no era propiedad de nadie. Son animales soberanos.
Tenemos otro gatito, también atigrado, y parecidísimo, de aspecto y de carácter, al que después de cumplir su misión se lanzó a surcar el infinito. Nos lo han enviado desde Asturias. Es cachorrillo. Aún no tiene nombre. Será él quien nos sugiera cuál debemos ponerle. Yo nunca lo hago. Espero. No pongo etiquetas.
No puedo responder a todas las personas de buenos sentimientos que me han enviado su amistad, su comprensión y sus condolencias. Tardaría años en hacerlo. Lo hago, colectivamente, desde aquí. En algunos casos, poco a poco y privadamente, personalizaré las respuestas. A todos, mi gratitud. Os lo aseguro: es inmensa. La de Naoko, también.
En cuanto a los personajillos de corazón negro -muy pocos, cuatro gotas en el océano- que se han burlado de lo sucedido y han enviado esputos de mala baba, con su mismo veneno se los coman. Son gentuza. No merece la pena ni serviría de nada reparar en ellos.
Cuando murió Giner de los Ríos, Antonio Machado pidió que se le hiciera un duelo de labores y esperanzas. Es lo que yo quiero hacer en memoria de Soseki: convertir su muerte en sementera de vida.
Soseki ya tiene epitafio. Se lo ha puesto un lector de este blog: Koshinga. Dice: Requiemcat in pace. (Ojo: no requiescat, sino requiem y cat).
Nos os puedo responder uno a uno, porque han llegado por ésta y por otras vías miles de mensajes originados por la muerte de Soseki. En algunos casos, especiales, personalizaré esta respuesta, pero será poco a poco, porque no doy abasto.
Me he visto envuelto por un verdadero tsunami de cariño y de buenos sentimientos. Me habéis hecho llorar, pero eran lágrimas sanadoras. Mi gratitud es inmensa.
Ya sabéis que voy a escribir en caliente, mañana mismo como quien dice, un libro breve, intenso y para todas las edades dedicado a Soseki. Los derechos de autor que ese libro genere servirán para abrir un centro de acogida para gatos en Castilfrío.
Su alma, la de Soseki, sigue más viva que nunca, y su paso por el mundo denso no habrá sido en vano. Él y yo, y Naoko, os enviamos todo nuestro afecto. Lo extiendo a las poquísimas personas ―una gota de agua en el océano― que no han entendido la veracidad y la intensidad de mi dolor.
Antonio Burgos publicó el martes este Pésame gatuno a Sánchez Dragó:
Pésame gatuno a Sánchez Dragó
Querido Fernando, compañero de gatos y de letras:
Nunca me podía imaginar yo que nuestra sensibilidad colectiva iba a alcanzar cumbres de ternura y de sentimiento que me permitiesen que yo ahora te escriba para darte el pésame por la muerte en trágicas circunstancias de tu querido gato Soseki, el que sacabas por la tele, al que bautizaste así en homenaje a Soseki Natsume, el novelista de «Yo, el gato». Yo le había dado a mi maestro don Manuel Halcón el pésame por su caballo. Aquella mañana llegó al hotel Alfonso XIII sin quitarse los botos camperos y con corbata negra. Le guardaba luto a su caballo. A muchos amigos, y muy recientemente a mi cuñado Daniel Herce, les había dado el pésame por un perro, de su querido, leal perro. Pero nunca, Fernando, me imaginaba yo que el culto a nuestros amos y señores los gatos iba a alcanzar en España este refinamiento y sensibilidad, como si estuviéramos en Gran Bretaña, que me permitiera hoy escribirte esta carta a la trágica muerte de Soseki en el montacargas. Carta que te juro por mis tres gatos, por Remo, por Rómulo y por Romano, que quisiera no haber escrito nunca. Como nunca hubiera querido escribir «Alegatos de los Gatos», el libro que le dediqué a la verdadera memoria de Adriano, nuestro gato gaditano libre y anarquistón, quizá reencarnación de Fermín Salvoechea, que también se nos fue trágicamente al cielo de los gatunos, en el que creemos con la misma firmeza que en el de los hombres.
Isabel, que adoraba a Adriano como Naoko veneraba a Soseki, me dice que te oyó llorar por la muerte de Soseki. Lágrimas de hombre por su gato querido. Lágrimas ante la muerte. La gente no comprende que tú llores por Soseki como yo lloré, ¿pasa algo?, por Adriano. Al que sigo recordando. Como tú nunca te olvidarás de tu atigrado Soseki, que nació en Castilfrío y que ahora es tierra de recuerdo bajo la nieve y la plata de un olivo. Hago mío, Fernando, porque yo lo he sentido, ese sentimiento de abandono que experimentarás cuando los que no tienen esta sensibilidad ni adoran a nuestros gatos (que nunca olvidan que fueron dioses en el antiguo Egipto), te digan al verte llorar:
—¿Pero por un gato vas a llorar? Si era nada más que un gato.
Ni más ni menos que un gato. Nada menos que todo un gato. En cuya panza fría, en cuyos ojos de vidrio, ay, cabe toda la muerte. Soseki te ha demostrado lo que a mí me enseñó Adriano: que todas las muertes son la muerte. Que se comprende mejor el sentimiento humano al sufrir por la muerte de un gato. En tu emocionante obituario de Soseki, te has preguntado: «¿Se puede querer a un animal como a un hijo, como a una madre, como a un padre, como a un amigo?» Y te has respondido: «Se puede. Doy fe.» Claro que se puede. Y se debe, para pagarles parte de cuanto nos dan estas peludas fábricas de ternura. Más leales de cuanto la gente piensa, en la mala prensa de diabólicos que tienen desde la oscura Edad Media. Más fieles y auténticos que muchos hombres. Libres. Tú y yo amamos a los gatos, Fernando, porque ese gato que se nos pone a ronronear de placidez sobre la mesa del escritorio cuando estamos tecleando nuestros jornales nos está dictando la letra y la música de la canción de la libertad que amamos.
Veo tu foto con Soseki, con tu atigrado, peludo, inteligente Soseki, y es una viva estampa de los tres callejeros que Isabel recogió abandonados, Remo, Rómulo y Romano, y ahora nos acompañan con sus lecciones de ternura veinticuatro horas sobre veinticuatro. Lo de Víctor Hugo: «Dios creó al gato para ofrecer al hombre la oportunidad de acariciar a un tigre». En los ojos de Soseki veo lo feliz que fue contigo, como cuando lo bajaste en el Ave a Sevilla, en su butaca de clase club, con su billete de 35 euros ida y vuelta, y te acompañó luego a Cádiz para recibir el premio de los amigos del Club Liberal. El libre Soseki se sentiría en Cádiz como en su propia patria: en la Cuna de la Libertad. Sabes mejor que nadie que un gato señorial, inteligente, noble, sensible, libre como los nuestros, es la mejor Estatua de la Libertad, que se quite el frío bronce de Nueva York ante el calorcito de una barriguita peluda. Me explico perfectamente, pues, tus lágrimas de un hombre por su gato. Comprendo tu luto, Fernando. Como comprendí aquella corbata negra que mi maestro Manuel Halcón traía la mañana en que se enteró que se le había muerto su caballo.
Antonio Burgos
Jodorowsky no podía faltar a esta cita. Le pedí árnica y me envió lo que sigue:
Querido Fernando:
Hai-ku de Issa (1763-1826):
Moscas no lloren
asimismo los astros
son transitorios
Con este poema Issa trató de consolarse por el fallecimiento de su esposa.
Pero ninguna palabra puede consolar el dolor por una muerte.
Se esfuma un ser bello, se esfuman todos los seres bellos, todo lo que se esfuma es bello.
Murió tu gato, morirán los astros, desaparecerá el cosmos. Pero ahora, solo te queda aceptar y respetar ese dolor que te convierte en humano.
El que escribió ese artículo para el periódico, es un escritor, un gran escritor que adquiere el beneficio de la admiración y empatía de sus lectores.
Eso al gato no le sirve de nada. Ni tampoco a tu niño interior que es el que en verdad sufre, pero en silencio, ajeno a cualquier palabra.
El gato, tanto como mi hijo muerto, ya es energía cósmica, partícipe del incesante orgasmo divino. En ti, es un trozo más de tu efímera memoria. Ya no es él, es Dragó disfrazado de gato.
Como hojas secas, los seres y las cosas se van esfumando a nuestro paso. Nosotros también, por más que esgrimamos un ego gigante, nos vamos disolviendo en el hocico negro.
Es por eso que las flores del cerezo son tan hermosas: al cabo de tres días fallecen. Dejan como breve legado su intenso perfume.
Abrazos a ti y Naoko:
Alejandro.
Luis Alberto de Cuenca, por su parte, me ofrece un hermoso epigrama a la memoria de Soseki:
En la tumba de Soseki
para Fernando y Naoko
Soseki, nuestro tigre minúsculo, se ha ido,
sin billete de vuelta, a visitar el Hades
y las verdes praderas tachonadas de asfódelos,
donde incluso los reyes están tristes y hubiesen
preferido ser siervos arriba que monarcas
abajo, donde habita el olvido, y las sombras
se ciernen sobre el mundo, y no amanece nunca.
Y el Castillo del Frío, con sus escarabajos
de cara de dragón, sus bustos de Siddharta
y sus miles de libros, se ha quedado muy solo.
Quiera Bastet, la diosa gata del viejo Egipto,
proteger a Soseki en su hogar de tinieblas
y llevarle el perenne recuerdo de sus dueños,
que lo amaron en vida, y lo siguen amando
en muerte, y lo amarán mientras duren sus vidas.
Luis Alberto de Cuenca
La antología de textos generada por Soseki sigue aumentando. Alicia Mariño me envía este haiku, acompañado de una variante:
Soseki
(Haikus)
Para Fernando Sánchez Dragó
y para Naoko,
que lloraron el viaje de Soseki
a las estrellas.
Alicia Mariño
Ser como tú,
surcando el infinito,
tigre de luz.
Y como tú,
jugando en el abismo,
tigre de luz.
Téngase en cuenta que Soseki murió jugando, por una parte, y lanzándose, por otra, al abismo del montacargas. Hablo hoy con Jesús Quintero y me dice que también se le han muerto dos gatos. Uno, cayéndose del balcón, y el otro, por el hueco del ascensor.
Rafael Sarmentero, extraordinario poeta y autor de Nuevo documento de texto (Editorial Lulú), ha escrito estos dos sonetos. El primero lo compuso hace unos meses, cuando yo arrinconé mi vieja Olympia y salté al vacío del ordenador. Se titula Dragó 2.0. El segundo, titulado Soseki, fue escrito el lunes de esta semana a raíz de la muerte de mi gato. Gracias, Rafael.
Dragó 2.0
La del alba sería en el albero
cuando Dragó modernizó su oficio
hilando sus memorias con silicio
y fiel a su carné de aventurero.
Soseki mira el mouse desde el chiquero
celoso de su dueño y de su auspicio,
y entiende con un click, fuera de quicio
que Dragó ahora es Dragó dos punto cero.
Que tiemble el Cielo, el Bardo y el Infierno.
¿Umbral? Un carcamal. Dragó, un moderno
a lomos de su Olympia digital.
Fernando escribirá aunque sea manco;
su voz siempre está en negro sobre blanco
y el resto, como siempre, le da igual.
Soseki
Nunca pude abrazarte y te quería
como se quiere aquello que se intuye;
si el alma ni se crea ni se destruye
por qué la siento ahora tan vacía.
Siete vidas viviste, vida mía,
pero una sola muerte las concluye.
El más inmenso amor no susituye
ni el más pequeño amor que te debía.
Por el primer terceto voy entrando…
Qué huérfana la Olympia de Fernando
sin tus zarpazos a lo André Breton.
Descanse en paz la paz de tu mirada,
media asta no nos basta para nada
si deja de latir tu corazón.
A Soseki, D. E. P.
Rafael Sarmentero
Y, por añadidura, también en homenaje a Soseki y a Leonor, este poema de Antonio Machado:
¿Y ha de morir contigo el mundo mago
donde guarda el recuerdo
los hálitos más puros de la vida,
la blanca sombra del amor primero,
la voz que fue a tu corazón, la mano
que tú querías retener en sueños,
y todos los amores
que llegaron al alma, al hondo cielo?
¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo,
la vieja vida en orden tuyo y nuevo?
¿Los yunques y crisoles de tu alma
trabajan para el polvo y para el viento?
Antonio Machado
Estos poemas lo son, sin duda, pero además son oraciones.
También Carmen Rigalt, en su Zoom de los jueves, ha cantado y llorado la muerte de Soseki. Esto es lo que ha escrito:
Triste y azul
Me gustan los obituarios. Creo que ya lo he contado alguna vez: lo primero que leo de un obituario es la edad del difunto. Hay difuntos jóvenes y difuntos viejos. La frontera entre la juventud y la vejez es cambiante porque depende de la edad del que la contempla. A los 20 años la gente de 50 nos parece mayor, pero cuando llegamos nosotros a los 50, el chip ha cambiado. Yo conocí a una señora que vivió casi un siglo y enterró a todos sus coetáneos. La vi en el funeral de una íntima suya, casi tan vieja como ella. Consciente de que le tocaba el turno, la señora no paraba de repetir, señalando el féretro de la amiga: «¡Pero si era joven!». Su frase me pareció muy ilustrativa. Para quienes bordean los 90, sólo los viejos de 100 son realmente viejos.
La edad, maldita edad. A fuerza de falsear la biografía propia, mucha gente llega a cambiar la Historia. Las personas que se quitan años intentan sembrar la idea de que tienen menos años de los que realmente cumplen. Pero eso es un acto de coquetería fallido. Al final, todo el mundo les calcula el doble de edad.
No sé qué edad tendría el gato Soseki cuando murió. Ni lo quiero saber. A juzgar por lo que ha escrito Sánchez Dragó, era joven y gozaba de una vitalidad envidiable. El envejecimiento de las personas (humanas o animales, qué más da) nos prepara mentalmente para la muerte. Pero Soseki se ha ido muy pronto de este barrio y su dueño (que nunca lo fue, pues nadie llega a adueñarse de un gato) está ahora poseído por un profundo sentimiento de orfandad. Quien sabe: a lo mejor Soseki era inmortal y su paso por esta vida sólo le ha servido de apeadero. A Terenci Moix le conocí un gato que era faraón (Smenkaré), y con Fernando llegué tarde para conocer a Soseki, que se ha quitado de en medio siguiendo el radical procedimiento de los kamikaces.
El blog de Dragó (Dragolandia), que ahora está a media asta en señal de luto, ha recogido comentarios desapacibles de los lectores. Hermosos también, pero eso no sorprende. Ante un trance luctuoso lo mínimo que cabe esperar es silencio. A Fernando lo han llamado vago por abandonar el blog para lamerse la herida de la ausencia. Es injusto. Esta sociedad regala días libres por la muerte de un familiar al que odias, pero los niega por la muerte de un animal al que amas.
La muerte de Soseki me pone sobre aviso. El día que Soseki murió, una de mis gatas (Troskita, la reina de la casa) estaba desaparecida en combate. Y digo bien: en combate. Tras largas horas de ausencia, llegó hasta la puerta de la cocina hecha un cuadro. Yo no me quito años, pero se los quito a mis gatas. Hoy le hablo de Soseki a Troskita, que empieza a mover lentamente el rabo. Ella está en su penúltima vida. Todavía nos queda tiempo para salir juntas al jardín a afilarnos las uñas en los árboles.
Carmen Rigalt
Es verdad, como dice Carmen, que ha habido algunas respuestas desagradables a la media asta de este blog. Muy pocas. Han sido, en cambio, centenares y centenares las de la gente que se sumaba a mi dolor y rendían homenaje a Soseki. Mi gratitud es inmensa. Me han conmovido. Todas esas personas son, junto a mí, autoras del libro que voy a empezar a escribir sobre él.
Además, Rocigalgo, un lector al que conocí una tarde de septiembre hace unos años, ha compuesto unos versos de réquiem a Soseki que ha dejado escritos entre los comentarios de mi blog:
Dolor que se siente
Dolor silente y derramado
Dolor saturado e inconsciente
Dolor sin medida ni aliado
Dolor por el amigo ausente
Dolor sin razón, dolor ahogado.
Rocigalgo
Soseki es ya, como diría Antonio Burgos, un gato literato en toda la extensión de la palabra. Me pondré a escribir el libro que le debo. Ya. Enseguida. Inmediatamente. Dedicaré todos los derechos de autor que su venta genere a abrir un centro de acogida de gatos aquí, en Castilfrío de la Sierra, para que puedan vivir en paz, libres y a la vez guerreros. Lo son. Son príncipes.
A todos los que os habéis interesado por Soseki y nuestro dolor, gracias. Habéis sido muchos. Tanto que no puedo responderos uno por uno. Conmigo vais. Mi corazón os lleva.
Fernando Sánchez Dragó
Un vídeo de mi casa de Madrid de hace un año, cuando Soseki aún estaba lleno de vida
No es fácil escribir con los ojos anegados en lágrimas. No es fácil escribir con dos comprimidos de trankimazín en el cuerpo. No es fácil escribir cuando se está sonado. No es fácil escribir con 72 horas de insoportable dolor a cuestas y sabe Dios cuántas más, o días, o semanas, o meses así, por delante. No es fácil escribir después de asomarse al horror. No es fácil escribir ―dicen― después de Auschwitz. No es fácil escribir, en efecto, cuando el sentimiento de culpa nubla la inteligencia y desgarra la conciencia. No es fácil escribir cuando un ser inmensamente amado que te amaba inmensamente muere y tú has sido el instrumento involuntario de esa muerte. No es fácil escribir cuando, para hacerlo, se aprieta la tecla de encendido del ordenador y lo primero que aparece en su pantalla es la imagen de la persona que se ha ido para siempre. No es fácil escribir, en suma, cuando no se tienen ganas de vivir.
¿Exagero? No. ¿Exageraba Umbral en el mejor de sus libros? Mortal, como el suyo, y tigre es mi dolor, porque atigrado, y no rosa, era el ausente cuya presencia ha llenado, uno a uno, todos los instantes de mi vida a lo largo de los dos últimos años. ¿Se puede querer a un animal como a un hijo, como a una madre, como a un padre, como a un amigo? Se puede. Doy fe.
¿Persona? Sí, aunque sólo (¿sólo?) fuese un gato, porque persona es todo lo que tiene alma, y Soseki la tenía. Quien lo trató, lo sabe. Era ―¿es?― el ser más noble, más bueno, más simpático, más sensible, más inteligente e, incluso, más guapo que he conocido. Parecerá, una vez más, que exagero, pero quien exagera, miente, y yo no estoy mintiendo. Digo mi verdad.
Sus amigos, quienes lo conocieron, comentaban: no es un gato, no hay gatos así, es un ángel encarnado, es vuestro ángel de la guarda, está aquí para protegeros, para enseñaros…
Nos enseñó, en efecto. Nos enseñó a amar. Así de simple, así de claro.
Y yo, sin embargo, en el último instante de su vida, cuando la mano de hielo de la muerte se cernía sobre él, no supe protegerlo, no estuve a la altura de lo que las circunstancias exigían ni de la ciega confianza que había depositado en mí. Le fallé, le fallé, le fallé… ¡Dios! Rasca, cruje, duele, hiere. Nunca me he sentido tan mal.
Sentimiento de culpa, decía. ¿Por qué hice lo que hice? ¿Por qué no hice lo que no hice? ¿Y si hubiera hecho tal cosa? ¿Y si no hubiera hecho tal otra? ¿Y si, y si, y si…?
Lo sé, lo sé. Es el fatum. Es un accidente. Sin volición no hay culpa. ¿Pero no es culpable la negligencia, la distracción, la falta de reflejos? No me absuelvo, no me perdono. ¿Qué penitencia debo cumplir para que Soseki me perdone y me absuelvan las personas a las que se lo arrebaté?
Naoko, sin ir más lejos. Era su bebé, quiere que tengamos otro ―humano, hijo nuestro― y creía que Soseki lo vería nacer, se metería en su cuna, vigilaría su sueño, jugaría con él y estaría, hasta mi muerte, con nosotros.
Mi conciencia no puede soportar cuatro dolores simultáneos: el de ella, el mío, el de Soseki ―dos minutos de espantosa agonía y un futuro de felicidad segado de repente en plena juventud (¡qué injusticia, Dios mío, qué injusticia!)― y el del remordimiento. ¿Injustificado éste? Supongo que sí, pero esa conjetura, razonable, no me sirve de consuelo. El corazón tiene razones que la razón no conoce.
Suelo citar a santa Teresa: No importa nada; y si importa, ¿qué pasa?; y si pasa, ¿qué importa?
Pues me trago la cita y, con ella, la doctrina del desapego de Buda y la ataraxia de los estoicos. Lo de Soseki, me importa. ¡Vaya si lo hace! Estoy deshecho. Juro por Dios, y por Buda, y por Marco Aurelio, que vivo más su muerte que mi vida.
Yace ahora al pie del olivo de mi jardín. Había nacido en Castilfrío y en Castilfrío reposará su cuerpo. Naoko y yo hemos escarbado su tumba diente a diente, lo hemos depositado boca arriba en ella, le hemos rascado la panza, ofrecida por última vez, mientras nos miraba con los ojos abiertos, apenas vidriados y llenos aún de amor, hemos alzado su patita derecha ―de ese modo, levantada y agitada por Naoko, su madre, se despedía siempre de mí cuando yo salía de casa― y hemos recibido de él, después de besarlo, su último adiós. Hizo suyo en el postrer instante el ideal de Roma: murió joven y tuvo un cadáver bonito. Tan bonito como en vida lo había sido no sólo su cuerpo. También sus actos y su alma.
Su tumba está ahora cubierta de nieve. Habría correteado hoy sobre ella, feliz, persiguiendo a sus amigos, los pájaros, y jugando con sus amigas, las hojas, si…
¡Maldito condicional!
En el lugar donde murió ―un montacargas― hemos encendido velas y unas varillas de incienso, y hemos puesto un tazón de friskies, un cuenco de agua, unas briznas de la hierba que le gustaba mordisquear y un puñado de los chicles especiales que le dábamos, a veces, como premio de su conducta, siempre intachable. Es lo que, según los budistas japoneses, hay que hacer en tales casos.
Antes de enterrarlo, cuando ya estaba en su pequeña fosa, me arrodillé ante ella y le pedí perdón. Es otro consejo de Buda.
¿Son bobadas? ¡Por favor! No digan eso, no piensen eso. Nunca es bobada lo que dicta el afecto, la misericordia o la esperanza.
¿Afecto? He recibido hoy decenas de llamadas, y no todas eran de parientes y de amigos. Algunas eran de desconocidos. Quizá, entre ellos, había, incluso, algún enemigo. Sería, de ser así, mérito de Soseki. Seguían su alto ejemplo de concordia, de bondad, de pata tendida en gesto de saludo. Estaban sosekados.
Soseki, sosiego. Sosekémonos todos.
¿Esperanza? Sí. También dicen los budistas japoneses que las personas muertas se reencarnan dentro de los 49 días siguientes al de su fallecimiento. Busco un gato que haya nacido o vaya a nacer en ese plazo. Que sea vital y tigre, por favor.
Claro que si Soseki era, como muchos sospechamos, un ángel, lo mismo no se reencarna. Bueno. Me esperará allá arriba, con mi madre, que adoraba los gatos, y con el resto de mis gatos muertos, y en el ínterin seguirá revoloteando por nuestras vidas y nuestra casa como siempre lo hizo desde el día en que motu proprio se subió a mi coche, en Castilfrío, hasta que el viernes 28 de los corrientes, a eso de las tres y media de la tarde, echó pie a tierra y emprendió su vuelo.
Sabía que iba a morir. Su conducta en los días, las horas y los minutos anteriores a su óbito lo demuestra. Se despedía. Nos avisaba. Nos dio más amor que nunca. Naoko y yo, sorprendidos, lo comentábamos sin entender el porqué de esa actitud. Quería avisarnos de que el montacargas maldito es peligroso y, para ello, se inmoló.
Nos ha dejado, además de ese recordatorio, otras muchas cosas en herencia. Procuraremos usarlas bien y rayar siempre a la altura ética y estética de quien nos las legó. Por ejemplo: nunca, antes, habiéndonos querido mucho, nos habíamos querido tanto Naoko y yo. Todas las mañanas y todas las tardes, desde que murió, meditamos los tres juntos y el aire se vuelve amor. No desfalleceremos. Doy mi palabra.
Perdóneme Pedro Jota que convierta hoy esta página de El Mundo en obituario. Perdónenme los lectores el desahogo. Ahogado, en definitiva, murió Soseki. No me gusta convertir el dolor propio en espectáculo, no me gusta desempeñar el papel de plañidera, pero dicen que escribir alivia, cauteriza, tranquiliza, fortalece, cura, es una terapia…
¿Lo es? No estoy seguro. Desde la pantalla del ordenador me mira, joven, ágil, guapo, sereno, noble, cargado de vida y de futuro, y de fe en mí, Soseki, y los ojos vuelven a llenárseme de lágrimas y a naufragar en ellas.
Naufragio, sí. No sé qué hacer, no sé cómo contenerlas. Miro el infinito paisaje nevado de ese mar que es la estepa de Castilla a través de los cristales y descuelgo el teléfono como si me aferrara a un tablón en el océano. Hay en su contestador un mensaje. Me lo ha dejado, mientras escribía este artículo, un viejo amigo, un compañero de colegio y del alma: Luis Martos, autor, por cierto, ¡qué sincronía!, ¡qué empatía!, de un libro, a decir poco extraordinario, que se titula En busca del universo invisible. Léanlo. Lo ha publicado Letra Clara. ¡Y tan clara! Les doy este consejo, quizá extemporáneo, porque sé que Soseki, generoso, amigo de la verdad y amigo de sus amigos (Luis lo era), también lo daría, y me lo inspira. Ni una jornada, me susurra desde el pie de su olivo, árbol de paz, sin una buena acción.
El mensaje dice: «Fernando, piensa una cosa: él ha sido feliz con vosotros, vosotros le habéis hecho feliz y ahora estará para siempre, feliz, con vosotros». Que así sea.
PD: Dicen que escribir consuela. Probemos. Mañana, lunes, sale en las páginas de la sección de Cultura de El Mundo en versión impresa un artículo sobre Soseki titulado Mortal y tigre. Al día siguiente, martes, lo colocaré en este blog y lo mantendré a media asta durante unos días. Los que aconseje el luto.