Españolito que vienes al mundo

Así -Españolito que vienes al mundo- iba a llamarse, cuando lo empecé a escribir, mi libro. Era, entonces, aunque todavía en agraz, una obra situada a mitad de camino entre la historia, la biografía, el ensayo, la narración, el periodismo de investigación y la confesión. Ahora es una novela en la que todo, menos el desenlace, es cierto y ha cambiado de título: se llama Muertes paralelas. Su estructura es la de una tragedia clásica articulada en un preludio, tres actos y un epílogo. Todo, en ella, se ha investigado con rigor y está escrupulosamente documentado.

Escribí su primera línea el 18 de julio de 2004. Llegué a la última diecisiete meses después. Durante ellos, como Ulises, como Eneas, como Pedro Páramo, descendí al Hades en busca de un hombre al que no conocía: mi padre, asesinado en Burgos al comienzo de la Guerra Civil. Ahora lo conozco más y mejor que a cualquier otra persona del mundo.

Lo he buscado, jugándomela, como Edipo buscó al suyo, por todas partes, en el reino de los cielos, sobre la superficie de la tierra, bajo ella e, incluso, entre los pliegues de las sábanas del tálamo de mi madre, en el que dormí hasta que ella, ocho años después de mi nacimiento, contrajo segundas nupcias.

Como Hamlet, otro paralelismo trágico, también yo fui engañado en lo relativo a las circunstancias de la muerte de mi padre. Quien no conoce al suyo no se conoce a sí mismo y, por ello, no llega nunca a ser el que es. To be or not to be: ése era mi problema y mi dilema.

Preludio

En febrero del 56 fui detenido por la Brigada Político-Social en compañía de gentes como Dionisio Ridruejo, Ruiz-Gallardón (padre), Enrique Múgica, Gabriel Elorriaga, Ramón Tamames, Javier Pradera, José Luis Abellán y otros mozos jaraneros y alborotadores. Así nos llamó Franco en carta enviada a don Juan. Se nos acusaba, con razón, de haber organizado en la universidad y en las calles de Madrid la primera sublevación antifranquista de la posguerra.

Creía yo entonces, pese a mi transitoria condición de cachorro comunista, que mi padre había muerto a manos de los rojos. Había troquelado esa falsa idea al hilo de la infancia, cuando todo era en torno a mí clamor franquista, y nadie, ni entonces ni luego, por pasividad, por comodidad, por distracción o por lo que fuera, me había sacado de tan absurdo error.

Lo que es la vida: fue el comisario Roberto Conesa, que luego, al llegar la democracia, se convertiría en superagente (sic) de ésta, quien me abrió los ojos al acusarme allí, en Sol, al hilo de uno de los interrogatorios, de ser un resentido porque «nosotros», aulló, «matamos a tu padre».

Boqueé. Palidecí. Comprendí en ese momento -tenía diecinueve años- que era crucial para mí averiguar quién había sido mi padre y lo que con él había sucedido, y fue entonces cuando tomé la decisión de escribir cuanto antes este libro.

Pero la vida, con sus vericuetos, con sus sabores y sinsabores, me distrajo, y sólo ahora, de bruces en la ancianidad, he conseguido llevar a puerto aquella promesa.

¿Demasiado tarde? No, al contrario. Nunca lo es para el nosce te ipsum. Sócrates pagó su última deuda cuando ya había bebido la cicuta.

Primer acto: el padre

17 de julio del 36, cafetería de las Cortes, cinco de la tarde. Indalecio Prieto comunica a los periodistas allí reunidos que la guarnición de Melilla se ha sublevado. Fernando Sánchez Monreal, veintiséis años, director de la agencia Febus (filial de El Sol y de La Voz), hijo de uno de los fundadores de la Asociación de la Prensa, sobrino de un ex director de La Vanguardia, amigo íntimo y delfín de don Manuel Aznar en la empresa Urgoiti y estrella en alza del periodismo español, sale como un relámpago hacia el sur en compañía de Luis Díez Carreño, colega, amigo y redactor de La Voz. Deja, al hacerlo, en Madrid, maldiciéndolo desde el mirador del tercer piso del número 19 (hoy 21) de la calle de Lope de Rueda, a una mujer encinta: Elena Dragó, Nelly, mi madre. Yo estoy en su vientre.

No regresará nunca. Empujado por la audacia y por la vocación llega a Córdoba, almuerza -el día 18- con el gobernador civil, lo detienen, lo encarcelan, lo ponen en libertad, alcanza Granada, coincide allí con el asesinato de Lorca, consigue un salvoconducto para moverse por el territorio nacional, pasa por Sevilla (de donde lo saca -«para que no te maten, Fernandito»- Queipo de Llano), por Cáceres, por Salamanca, por Segovia, se instala en Valladolid, pide ayuda económica a los corresponsales y clientes de Febus en Lisboa, Zaragoza y Logroño, se entera de que su madre, su hermana Alicia (madre de la escritora Lourdes Ortiz), sus tres sobrinos y las respectivas familias -dieciocho mujeres y niños en total- de Díez Carreño y de otro periodista amigo están refugiados en la casa del barbero de Las Vegas de Matute, en la serranía segoviana, los rescata, se los trae a Valladolid en furgoneta, los instala como puede en pensiones, hostalillos y hoteluchos, y apenas dos días después, denunciado por lo que no era ni jamás había hecho, lo detienen, se lo llevan a Burgos y…

En esa ciudad se pierde su rastro hasta que yo, su único hijo, cincuenta años después, me pongo a tirar del hilo, recorro España, hablo con los unos y con lo otros, con los rojos y los azules, con los supervivientes y con sus hijos, indago en las hemerotecas y los registros oficiales, busco papeles en los cajones, los encuentro, rastreo fosas comunes, me devano los sesos, juego a ser Sherlock Holmes y consigo reconstruir paso a paso, milimétricamente, sin piedad hacia nadie (tampoco hacia mí), a sangre fría -como lo hizo Truman Capote para investigar otro crimen. Sálvense las distancias que el lector considere oportunas- y corazón caliente, todo lo sucedido.

Ahora sé cómo y por qué lo mataron, sé dónde están sus restos -en el término de Estépar o entre los cadáveres exhumados en la fosa común de Villamayor de los Montes. Lo aclarará el ADN- y conozco el nombre de los dos hijos de puta (un primo político de mi madre y un colega que luego alcanzó canonjías y dirección de rotativos en la España franquista. Se llamaba Juan Pujol) que lo denunciaron, señalaron y sentenciaron sin juicio.

Fernando Sánchez Monreal murió horas después de cumplir veintisiete años. Temprano levantó la muerte el vuelo.

Segundo acto: la madre

Finales de octubre del 37. Nelly, en compañía de su hermana, que aún no tiene catorce años, y conmigo a cuestas, que acabo de cumplir uno, sale de Madrid en busca de su marido, llega a Valencia después de sortear decenas y decenas de controles milicianos, pone rumbo a la ciudad en la que había nacido, Alicante, salta desde ella, a bordo de un avión de los servicios postales franceses, hasta Orán, donde ha echado raíces una rama de la familia paterna, se sube a una avioneta que vuela a ras del suelo y rinde viaje en Melilla, se embarca allí en un buque de guerra bombardeado por la aviación republicana que la deposita en Cádiz, se traslada a Huelva, punto de origen de la fabulosa saga periodística protagonizada por los Sánchez, se une en esa ciudad a las mujeres y los niños dejados a la ventura en Valladolid tras la desaparición de mi padre, sube a Castilla para recabar, cabe el Pisuerga y el Arlanza, noticias de la suerte corrida por su esposo, regresa con manos vacías al barrio onubense de El Conquero, donde me ha dejado junto a su hermana, nos recoge, subimos a otro barco -esta vez de la CAMPSA, de la que su padre, mi abuelo, retenido en el Madrid del no pasarán, era altísimo directivo-, llegamos de ese modo, por entre galernas, mareos y vomitonas, a Galicia, y allí, acogidos a la hospitalidad de mi tío Jorge Dragó, pasamos el resto de la guerra.

Una joven viuda criada entre sábanas de lino, una espigada adolescente y un niño de cortísima edad recorren así de punta a punta, de tumba en tumba, un país en llamas. Madre Coraje: nadie negará ese título a la que lo fue mía.

Nunca se recuperó del todo, nunca aceptó su viudez. Se querían, sabedlo. Murió sesenta y cinco años después con el nombre de mi padre en sus labios, con su rostro en las pupilas y con la ilusión, en el alma, de que iba a reencontrarse con él.

Tercer acto: el hijo

Yo.

En esa parte de la novela, escrita en tercera persona, me llamo Dioni y cuento cómo fui devanando la madeja -obra en marcha: así, en paralelo a las investigaciones, comiéndome a veces lo dicho, pero sin renunciar a ello, la he redactado- de la muerte de mi padre y de la vida de mi madre, de mis hermanos de ésta, de mis hijos, de otros parientes y de la mía propia, y cómo fui descubriendo hasta qué punto aquel crimen ha gravitado siempre, en sordina, envuelto en la penumbra de lo que no se sabe o no se dice, sobre todos nosotros, no sólo sobre mí, no sólo sobre Nelly, condicionando nuestras vidas, desviándolas, enturbiándolas, confundiéndolas.

Así son las guerras civiles. Sus efectos, como una maldición bíblica, perviven durante varias generaciones.

Pero no hay tragedia sin catarsis final, sin purificación y liberación de los protagonistas. Es Jodorowsky quien, cercano ya el desenlace de la acción dramática, somete a Dioni a la experiencia del árbol genealógico -así la llama- y le entrega la última y más inconcebible clave del enigma, el hilo y la espada que le permitirán salir del laberinto y averiguar, por fin, quién es.

Cae el telón.

Muertes paralelas

Son las de García Lorca y Miguel Hernández, las de Ramiro de Maeztu y Pedro Muñoz Seca, la de José Antonio, sobre todo, por lo que en él hay de paradigmático y por la confusión en la que yace su figura, y la de todos aquellos, de uno u otro bando o, mayormente, de ninguno, ni de derechas ni de izquierdas, ni monárquicos ni republicanos, ni reaccionarios ni revolucionarios, que no murieron en el frente, sino en la retaguardia de aquella guerra, de la Guerra Civil, de nuestra guerra. ¿Nuestra? No, no, la de ellos, los cainitas, los parricidas, los de las dos Españas, porque mía, ciertamente, no es. Yo, como sugería Montaigne y como Pedro J. Ramírez recordaba hace unos días en las páginas de este periódico, siempre he procurado ser gibelino entre los güelfos y güelfo entre los gibelinos.

Tampoco lo fue, seguro, de mi padre, afiliado al partido de Miguel Maura, republicano, demócrata, católico y conservador. Ni de su hermano Modesto, socialista a su manera, como hoy lo son casi todos sus hijos. Ni de mi abuelo materno, don Roger, que era persona honrada, de posibles y de orden. Ni de los Ruiz-Vernacci, parientes del felón que denunció a mi padre y primos míos, en cuya casa de Goya, según sostiene una leyenda familiar que a saber si es cierta, se compuso parte del Cara al Sol. Pero sí es cierto, por desgracia, que dos de ellos murieron en la División Azul. Todos los citados, gentes de bien, y muchos más que no menciono, son actores secundarios, mas no por ello irrelevantes, de la tragedia que he escrito. Y lo son, entre otras razones acaso de más peso, porque en ella también se cuenta la historia de los míos, en sus dos ramas, y la del linaje de periodistas -represaliados todos en la posguerra, cuando no encarcelados- a la que me honro en pertenecer.

¡Ay, nuestra guerra! He querido ser ecuánime. Reparto estopa a los Hunos y a los Hotros, y hablo bien, cuando a mi juicio lo merecen, de los otros y de los unos. No me refiero al decir esto, ¡faltaría más!, a los miembros de mi familia, a los que ensalzo sin excepción alguna, sino a los de la España Nacional y la España Roja. Yo, durante la niñez, la adolescencia y la primera juventud, me moví constantemente entre esas dos orillas. La familia de mi madre, de derechas, vivía en Lope de Rueda esquina a O’ Donnell; la de mi padre, de izquierdas, en Hermosilla, dando a Goya, frente al cine Benlliure. No había entre esos dos mundos ni seis manzanas. Yo, a los seis años, ya iba a solas, libremente, del uno al otro. Eso me marcó.

Soy, pues, hijo de las dos. ¿Por qué campea el rostro de José Antonio junto al de mi padre en la portada de Muertes paralelas? Porque esas dos caras escenifican a la perfección el título del libro: al periodista Sánchez Monreal lo asesinaron sedicentes falangistas en Burgos el 14 de septiembre del 36 y al fundador de la Falange lo asesinó el 20 de noviembre de ese mismo año en Alicante el Frente Popular.

Muertes, sí, paralelas. Hubo muchas así. No soy Montesino Capuleto. Carezco de rencor.

Juan sin Patria

¿De Verdad, como digo al término del Preludio de mi libro y he reiterado en público últimamente sin que por ello haya llegado hasta ahora mi sangre al río, lamento haber nacido español?

Pues sí: lo lamento. Por muchas cosas. Las explicaré en mi próximo libro, que se llamará, si antes no cambio de opinión, A contraespaña. Pero, sobre todo, porque España mató a mi padre y desarboló la vida de mi madre. Vine al mundo con el corazón doblemente helado. No creo que nadie pueda, en justicia, negarme el derecho, que lo es de orfandad y soledad, a decir que detesto el patriotismo de igual forma que detesto todas y cada una de las cabezas de la hidra fascistoide de los nacionalismos. Nunca bandera alguna, propia o ajena, ejercerá mando alguno sobre mí.

Me presenté al premio Fernando Lara bajo el pseudónimo de Juan sin Tierra. Debí decir Juan sin Patria, porque tierra tengo, el genius loci, y lengua, la española, también. Lo demás son pamplinas.

Termino. El nombre de Fernando Sánchez Monreal apareció por última vez al pie de un artículo en julio del 36, pero regresó al negro sobre blanco de la prensa en el verano del 68. Fue entonces cuando yo recurrí al nombre de mi padre para firmar -ocultándome en un relativo anonimato, pues así se me había exigido- lo que resultó ser la primera colaboración mía, enviada desde el exilio en Tokio, que publicaba un periódico español. Con ello se reanudó el suma y sigue, interrumpido por la guerra, del quehacer periodístico de mi familia. No soy yo quien debo opinar sobre si lo hice, entonces, y sigo haciéndolo ahora con el mismo honor y brillantez, y sentido de la libertad y de la independencia, con el que durante casi un siglo lo hicieron mis mayores, pero sea como fuere, y aun en el supuesto de que no haya sabido rayar a tanta altura, bendita sea la rama que al tronco sale.

Me han dado por este libro veinte millones (de pesetas). Es la herencia que mi padre, asesinado por la furia española en plena juventud, no pudo dejarme. Por tal la tomo. Con Muertes paralelas -la obra de más aliento, ambición y alcance que hasta ahora he escrito- pago una deuda, pero también la paga el hombre que, inmolándose, fugitivo hacia el sur por arrabales últimos, la hizo y me hizo posible. Los dos, por fin, estamos en paz.

Fernando Sánchez Dragó
Madrid, 21 de mayo de 2006

Publicado en: ...el 24 Mayo 2006 @ 18:50 Comentarios (245)

Dires y diretes

Queridos amigos:

Parece que el Premio Fernando Lara ha suscitado en el foro algunos dires y diretes. Me he divertido leyéndolos. A quienes se han alegrado, sólo mi gratitud, yo también me he alegrado. A quienes lo censuran o me censuran, unas cuantas consideraciones:

1. Un premio literario no quita ni pone, no dice nada sobre las virtudes o defectos de la obra, no es garantía de que el libro premiado sea bueno, pero tampoco implica lo contrario. Lo que cuenta, en definitiva, es el libro, así que esperad a que salga. No falta mucho.

2. No me he presentado por dinero. Palabra. A estas alturas de mi carrera literaria el anticipo que cobro normalmente por una novela es superior a la cuantía del premio. Con él, pues, pierdo incluso dinero, aunque es de esperar que lo recupere con los derechos devengados, pues para eso sirven fundamentalmente los premios: para llegar a más lectores, para vender más ejemplares, para que el libro se beneficie de una mejor promoción.

3. ¿Por qué, entonces, me presenté? Pues porque me gusta, o más bien me gustaba, jugar al póquer, también por darle un cariñoso pescozón en la cresta a mis enemigos, siempre envidiosos, haciéndoles rabiar un poquito y, sobre todo, por lo que suele llamarse el síndrome de los Reyes Magos: me gusta sorprender a los míos con regalos que no esperan. Nadie, entre ellos, sabía que me había presentado. Ni siquiera Naoko, que cuando oyó por los altavoces, al término de las votaciones, que la novela ganadora se titulaba Muertes paralelas, se volvió estupefacta hacia mí y me dijo con su proverbial inocencia: «Ahí va, le ha puesto el mismo título que tú a la tuya!». Enternecedora, ¿no? Al menos para mí. Sólo por eso ya merecía la pena correr el albur.

4. En cuanto al seudónimo, lo era sólo de cara a la gente y, sobre todo, aparte de Naoko, a los medios de comunicación. No, en cambio, para los miembros del jurado, y así lo hice constar en mi breve intervención al recoger el premio, puesto que mi novela es estrictamente autobiográfica, todos los personajes que aparecen en ella son reales, y, algunos, miembros de mi familia, y mi nombre aparece desde la primera página. Pero no seáis ingenuos, en este mundo perro casi todos los escritores, conocidos o no, se presentan a los premios bajo plica, pues de otro modo, caso de que no lo ganen, su prestigio se devalúa y es más difícil encontrar editor para su libro. La cosa no tiene más misterio.

5. Reconozco que me gustan los premios. Son una travesura. Tengo bastantes y voy a seguir presentándome a ellos. Aún me quedan tres o cuatro de trapío.

y 6. Última consideración: Supongo que existe cierta curiosidad acerca de cuál es mi postura ideológica respecto a la Guerra Civil (¿por qué bando habría tomado partido?). Lea el libro, es lo más juicioso, quien desee averiguarlo.

Por otra parte, y como digo en un largo artículo que aparecerá en El Mundo la próxima semana, y como su director, Pedro J. Ramírez, citando a Montaigne ha recordado recientemente, yo soy güelfo entre los gibelinos y gibelino entre los güelfos. A buen entendedor…

Y para terminar, un consejo: no juzguéis nunca un libro, sea de quien sea, antes de haberlo leído. Lo contrario se llama sectarismo y es uno de los rostros de la barbarie.

Como me dijo un taxista: «Salud, anarquía y cada noche una tía», aunque no esté yo ya para esos trotes.

Dragó

Publicado en: ...el 19 Mayo 2006 @ 02:08 Comentarios (16)