Telecaca

Asesinato ―palabra mayor― de una chica rusa en Alicante el domingo 16 de noviembre. Había acudido unos días antes al siniestro reclamo de un programa de telebasura, impudicia y vasta audiencia. El criminal también andaba por allí. Imposible pasar de largo. La copa de mi indignación está colmada. Entro en liza.

¿Es la televisión buena vara para medir y entender a un pueblo?

Eso dicen los sociólogos. Comprobemos si tienen o no razón.

Yo no suelo verla, pero en fin…

Me acomodo en un butacón con orejas de lobo feroz, empuño el mando a distancia y lo activo. Ni que decir tiene, puesto que mi afán es de investigación sociológica, psicológica y antropológica, que voy a calar y catar, zapeando, saltando de cadena en cadena, todos y cada uno de los melones puestos a mi alcance por el pluralismo de la sociedad de la información, dicho sea lo puesto en cursiva con el sarcasmo y retranca que, tratándose de un troglodita escéptico y geológicamente fosilizado, como yo lo soy, cabe imaginar.

¿Morderá esto de la tele?

Sepámoslo…

Cotilleos, chismorreos, comadreos en tres de los canales. ¡Caramba! No imaginaba yo que los televisores fueran cubos de la basura, pero lo son. A esta gente ―la que por activa o por pasiva interviene en los programas del estrógeno, la testosterona y las heces fecales― deberían desposeerla del derecho al voto. No pueden ser ciudadanos, porque no son humanos. ¿Todos? Sí. Todos: los supuestos periodistas que por tales se despachan, los patéticos famosos ―curiosa profesión― que convierten los debates en trifulcas de verduleras, los empresarios que financian con sus anuncios los soeces aquelarres de brujas pirujas y macarras de piscina, el vulgo que se acomoda en los graderíos y berrea a coro cuando el guión lo exige, los descerebrados que envían por sus móviles mensajes entrecortados por las faltas de ortografía y la gentuza ―medio país y parte del otro medio― que babea y se frota los élitros y las patitas frente al televisor. El gobierno tendría que tomar cartas en el asunto, imponer multas, azotar a los famosetes y famosillos en la Puerta del Sol, internarlos en correccionales y, en última instancia, pegar el cerrojazo (así, además, perdería votos, lo que siempre es bueno para la ciudadanía).

¿Ciudadanía? Ahí le han dado, como dicen los chuletas. ¿No sería más efectivo, de cara a esa educación cívica que tanto pregonan, prohibir la telemierda en vez de imponer manu militari en los colegios la enseñanza de una asignatura de agitprop? ¿No pesan infinitamente más en la formación de nuestros hijos y nietos los chorros de ketchup, mocos, salsa rosa, semen y hematíes derramados hora tras hora y día tras día sobre sus tiernos corazones y frágiles cabezas por quienes esos mejunjes cocinan que todos los cursos de enseñanza primaria, secundaria y universitaria habidos y por haber?

Pero seré realista, no pediré lo imposible y, consciente de que ningún gobierno democrático de izquierdas ni de derechas incurrirá jamás en el gravísimo pecado de poner coto a la sacrosanta libertad de prensa, de expresión, de agresión y de insulto, apuraré la copa de la telecicuta hasta la hez y me acogeré, resignado, al socorrido criterio de que cuanto peor vayan las cosas, mejor irán en el futuro, pues de ese modo se activan mecanismos del sistema inmune y el vaso termina por rebosar. ¿No hay, me pregunto, ningún magnate de las finanzas, la pornografía, los juguetes chinos o el fast food dispuesto a abrir un canal temático de telemierda dedicado en exclusiva, día y noche, noche y día, a la incesante emisión de ese tipo de programas? Sería, de seguro, un exitazo. Cedo gratuitamente el copyright de mi ocurrencia ―cabría, incluso, financiarla en parte con dinero público y subvenciones a fondo perdido― a los golfos apandadores de Marbella años treinta (y 2007), a los opulentos empresarios del sector de la deconstrucción del paisaje, el callejero y el litoral, al señor Slim, al señor Murdoch, a sus respectivos socios españoles y al Pocero. El canal en cuestión, caso de que sea este último quien se alce con el santo y la limosna de la contrata, podría llamarse El Pozo Negro. No es mal nombre.

Última ocurrencia: ¿por qué no se instalan audímetros obligatorios en todos los hogares provistos de televisor (¿queda alguno que no lo tenga?) y se desposee de su derecho al voto a los usuarios que vean más de diez minutos de telecaca al día? Redundaría eso en beneficio de la democracia. ¿Cabe confiar en un jefe de gobierno elegido por los espectadores de esos programas?

Pero estaba viendo la tele. Agarro el mando, tiro de la cadena, bajo la tapa del retrete, zapeo y… Fútbol.

Paciencia. Vuelvo a zapear… Fútbol.

Evoco a Job y zapeo por tercera vez… Más fútbol.

Desisto, apago y leo. Una hora después, optimista y esperanzado, reincido. Un concurso. Otro. Otro. Me rindo y me voy a dar una vuelta. Oxígeno, escaparates y chicas en minifalda. Cura de desintoxicación. Regreso al hogar como nuevo.

Tercera intentona: teleserie, teleserie, teleserie… Todas me parecen iguales: american way of life, calzado deportivo, negros buenos, blancos malos, ricos malos, pobres buenos, psicópatas, delincuentes, policías ejemplares, doctores abnegados, amas de casa risueñas, veteranos de la guerra de Vietnam, ejecutivos estresados, alcaldes corruptos, spice girls y pretty women malmaridadas, baloncestistas, pastores presbiterianos, colegialas pervertidas y hamburguesas chorreantes de grasa en bruto, colesterol del malo y triglicéridos. Es todo. Me voy a cenar.

Son las nueve. ¡Noticias! ¡Primicias! ¡Albricias! Me las prometo muy felices, me arrellano en el diván, aparece en la pantalla un chico bien trajeado con cara de simpatizante del Opus Dei, lo flanquea una rubia modosa, aseada, fabricada en serie, apetecible, diez o doce minutos de noticias ―idénticas en todos los canales, como si en el mundo nunca pasase nada o pasara siempre lo mismo― y, a partir de ese momento, tontunas, chocolatinas, palomitas y refrescos. El telediario se convierte en teletienda de chucherías, catálogos de monerías, buzón de futesas y escaparates de todo a cien: sucesos de menor cuantía, accidentes de tráfico, desfiles de alta costura, marujonas rollizas y abuelitos gordinflones tomándose una horchata de tetrabrik en Benidorm y comentando lo fresquita que está el agua, vecinos de maltratadores reincidentes asegurando que parecían muy buenos chicos, automovilistas cogidos en un atasco con la suegra en el asiento trasero y el pastor alemán en el maletero, cartelera de las películas de la semana, conciertos de rock salvaje, neoyorquinas en ropa interior o tonadilleras desmelenadas y… Deportes. Deportes de todo tipo. Veinte minutos o más dedicados al deporte y, a espuertas, a tutiplén, fútbol, fútbol, fútbol. Los partidos de hoy, los de anteayer, los de mañana, los de pasado mañana, los de hace un siglo, los del año entrante… Un presidente pide a los socios de su club que cierren filas con éste y se trasladen en autobús a Helsinki. Un entrenador mulato de cabellera hirsuta se enfada en spanglish con los periodistas. Un jugador bielorruso farfulla monosílabos y se muestra convencido de que ganarán el encuentro de esa noche a pesar de lo bien que juegan y las patadas que dan los cabrones del equipo contrario. Un espectador desenfunda su bazooka. Otro lanza al césped quince cócteles molotov de fabricación casera. Otro atiza un botellazo de cocacola helada ―la chispa de la vida― a su vecino de asiento. Un sudanés da brincos por el césped. La gente hace la ola y desencadena un tsunami en los graderíos. Quinientos mentecatos con camisetas del Madrid se encaraman a la Cibeles y la descabezan para celebrar el triunfo de su equipo. Los goles de la jornada. La fiesta de cumpleaños de no sé qué delantero centro. La señora de Beckham se compra un biquini y unas medias de costura en una mercería finolis de Los Ángeles. Está a punto de producirse un fichaje de tal envergadura que con su importe cabría ahuyentar durante un lustro el fantasma de la hambruna en Etiopía. Acaba el fútbol, pasamos a otros deportes… Parece ser que han pescado a un ciclista de Nueva Zelanda con un buen chute de chinchón seco en la femoral. Otro se cura de un cáncer de rabadilla con juanetes y escala en un pispás el Everest. Los motoristas españoles dan que hablar en el circuito de Salónica y uno de ellos se despista en una curva, da tres vueltas de campana, destruye un poste de teléfono, machaca el cráneo de tres espectadores, se lleva por delante a un juez de línea, regresa ileso a la pista y sonríe a la afición. Fernando Alonso…

¿Hay algo en este mundo más aburrido que ver pasar una y otra vez, armando un alboroto infernal y a toda pastilla, como si fuese el Correcaminos, un bólido de Fórmula Uno con hechuras y maneras de Coyote loco por la cocaína?

Pues sí: lo hay… Una motocicleta haciendo lo mismo, por ejemplo, o un partido de waterpolo.
Y también lo televisan.

Fin del telediario. El món se acaba.

¿Me toman por un idiota? ¿Son, acaso, eso, idiotas, los españoles?

Deben de serlo, en su mayor parte, porque dicen las estadísticas que cada uno de ellos dedica bastante más de cuatro horas diarias a la contemplación estática (y extática) de lo que la tele vomita por su boca.

Ya son ganas. ¿Qué cabe esperar de un pueblo así?

Democracia o telecracia: that is the question

Dios nos guarde de los idus de marzo.

Publicado en: ...el 27 Noviembre 2007 @ 17:50 Comentarios (8)

¿Maravillas del mundo?

Lo han hecho. Han tenido la osadía –alentados por un millonario hortera– de escoger, por vía de sufragio comarcal, las siete maravillas del mundo de hoy. Para semejante idiotez no sólo sobran las alforjas del viajero, sino que resulta pintiparado aquello que dijo Borges cuando definió la democracia como un abuso de la estadística. La ley del número bruto frente a la pausada decantación y delicada sedimentación histórica –prueba del nueve, garantía de calidad, criterio de excelencia– de la admiración que genera lo sublime.

Así han salido las cuentas… Ni la Gran Muralla China, ni –menos aún– el Coliseo de Roma, ni –sobre todo– el Cristo del Corcovado merecen figurar en esa lista. Lo del Taj Mahal, cuya hermosura no niego, es, sin embargo, discutible, pues hay en la India, a mi juicio, lugares y monumentos que lo aventajan. La ciudad perdida de Mandu, por ejemplo, la alcazaba de Jaisalmer, los ghat de Benarés, el templo de Konarak… Cuestión de gustos, lo admito, y –ya metido en ellos, aunque en este caso con mayor objetividad, me parece– añadiré que el poderoso enclave maya de Tikal supera en todo, mirémoslo por donde lo miremos, a las también poderosas (pero no tanto) pirámides escalonadas de Chichen Itzá.

¿Qué hay, por cierto, de Pompeya y de los templos del Nilo?

No deberíamos convertir la maravilla en materia de competición, en objeto ponderable, en deporte de podio, en asunto de quiniela, pero ya que otros –muchos– lo han hecho, permítaseme terciar en el debate y emitir mi voto. No voy a proponer, punto por punto, la lista de mis siete maravillas, porque seguramente llegarían a setenta, pero sí voy a mencionar los lugares de la tierra –no conozco los del cielo, si es que existen– con los que encabezaría el catálogo. Si me pierdo (y eso es cosa que hago muy a menudo), búsquenme allí, y a lo peor me encuentran, aunque preferiría que no lo hiciesen… Ni buscarme ni encontrarme. Yo nada más soy yo cuando estoy solo. Eso dijo, en un soneto, Miguel Hernández. Y en la puerta de mi casa de Castilfrío, por si quedasen dudas, campea un azulejo de alfar antiguo y talante adusto en el que pone: visita no acordada, visita no deseada. Mi modelo vital, mi héroe a imitar, siempre ha sido Sinuhé, el egipcio que pasó en soledad todos los años de su vida.

Y vamos ya con la mención, a palo seco, sin perderme en ditirambos, de esos dos lugares: mis maravillas favoritas, las que más huella me han dejado, las que siempre recuerdo con arrobo, las que antepondría sin ningún titubeo a las restantes…

Una de ellas está en Asia, en su sudeste, en Camboya, y se llama Angkor: centenares de templos brotando de la selva, selva abrazando a centenares de templos. No hay en el mundo nada que pueda compararse, ni siquiera de lejos, a ese enclave en el que confluyen la mitología, la leyenda, la historia, la religión, la ebriedad sagrada y la naturaleza.

Naturaleza es sólo, en cambio, lo que encontrará quien visite y recorra mi segunda maravilla. Está en Tanzania –yo prefiero llamarla Tanganika, como en las novelas de mi ávida niñez lectora– y se llama Parque Nacional del Ngorongoro. Es la inmensa caldera del cráter de un volcán apagado. Miles de animales de todas las especies buscaron allí refugio –y en él sobreviven– cuando Yavé expulsó a Adán, a Eva y al diablo del paraíso. Fauna, sí, y en tropel, a raudales, pero también flora: la del jardín del Edén. En el Ngorongoro está el Arca.

Y la felicidad –la mía, al menos–, en los dos sitios. ¿Por qué no vivo, permanentemente, en ellos?

Publicado en: ...el 26 Noviembre 2007 @ 18:29 Comentarios desactivados