¿Maravillas del mundo?

Lo han hecho. Han tenido la osadía –alentados por un millonario hortera– de escoger, por vía de sufragio comarcal, las siete maravillas del mundo de hoy. Para semejante idiotez no sólo sobran las alforjas del viajero, sino que resulta pintiparado aquello que dijo Borges cuando definió la democracia como un abuso de la estadística. La ley del número bruto frente a la pausada decantación y delicada sedimentación histórica –prueba del nueve, garantía de calidad, criterio de excelencia– de la admiración que genera lo sublime.

Así han salido las cuentas… Ni la Gran Muralla China, ni –menos aún– el Coliseo de Roma, ni –sobre todo– el Cristo del Corcovado merecen figurar en esa lista. Lo del Taj Mahal, cuya hermosura no niego, es, sin embargo, discutible, pues hay en la India, a mi juicio, lugares y monumentos que lo aventajan. La ciudad perdida de Mandu, por ejemplo, la alcazaba de Jaisalmer, los ghat de Benarés, el templo de Konarak… Cuestión de gustos, lo admito, y –ya metido en ellos, aunque en este caso con mayor objetividad, me parece– añadiré que el poderoso enclave maya de Tikal supera en todo, mirémoslo por donde lo miremos, a las también poderosas (pero no tanto) pirámides escalonadas de Chichen Itzá.

¿Qué hay, por cierto, de Pompeya y de los templos del Nilo?

No deberíamos convertir la maravilla en materia de competición, en objeto ponderable, en deporte de podio, en asunto de quiniela, pero ya que otros –muchos– lo han hecho, permítaseme terciar en el debate y emitir mi voto. No voy a proponer, punto por punto, la lista de mis siete maravillas, porque seguramente llegarían a setenta, pero sí voy a mencionar los lugares de la tierra –no conozco los del cielo, si es que existen– con los que encabezaría el catálogo. Si me pierdo (y eso es cosa que hago muy a menudo), búsquenme allí, y a lo peor me encuentran, aunque preferiría que no lo hiciesen… Ni buscarme ni encontrarme. Yo nada más soy yo cuando estoy solo. Eso dijo, en un soneto, Miguel Hernández. Y en la puerta de mi casa de Castilfrío, por si quedasen dudas, campea un azulejo de alfar antiguo y talante adusto en el que pone: visita no acordada, visita no deseada. Mi modelo vital, mi héroe a imitar, siempre ha sido Sinuhé, el egipcio que pasó en soledad todos los años de su vida.

Y vamos ya con la mención, a palo seco, sin perderme en ditirambos, de esos dos lugares: mis maravillas favoritas, las que más huella me han dejado, las que siempre recuerdo con arrobo, las que antepondría sin ningún titubeo a las restantes…

Una de ellas está en Asia, en su sudeste, en Camboya, y se llama Angkor: centenares de templos brotando de la selva, selva abrazando a centenares de templos. No hay en el mundo nada que pueda compararse, ni siquiera de lejos, a ese enclave en el que confluyen la mitología, la leyenda, la historia, la religión, la ebriedad sagrada y la naturaleza.

Naturaleza es sólo, en cambio, lo que encontrará quien visite y recorra mi segunda maravilla. Está en Tanzania –yo prefiero llamarla Tanganika, como en las novelas de mi ávida niñez lectora– y se llama Parque Nacional del Ngorongoro. Es la inmensa caldera del cráter de un volcán apagado. Miles de animales de todas las especies buscaron allí refugio –y en él sobreviven– cuando Yavé expulsó a Adán, a Eva y al diablo del paraíso. Fauna, sí, y en tropel, a raudales, pero también flora: la del jardín del Edén. En el Ngorongoro está el Arca.

Y la felicidad –la mía, al menos–, en los dos sitios. ¿Por qué no vivo, permanentemente, en ellos?

Publicado en: ...el 26 Noviembre 2007 @ 18:29 Comentarios desactivados

Comments are closed.