Canossa

Juanito Caos estaba en la cárcel, se negaba a comer y sus correligionarios y simpatizantes esperaban la decisión de quienes podían liberarlo o mantenerlo en cautividad. El preso había asesinado en sus buenos tiempos a 25 personas y no daba muestra alguna de contricción, pese a lo cual el señor Zapatazo, presidente del Gobierno, titubeaba.

Los cómplices de Juanito Caos eran gente astuta. Se acercaban las elecciones generales y cabía dentro de lo posible que si el reo, recientemente condenado a un plus de 12 años de encierro por un delito de amenazas, seguía en la cárcel, los suyos volviesen a las andadas y la estrategia negociadora del Gobierno se viniera abajo, con el subsiguiente riesgo de que el partido en el poder perdiera éste. El señor Zapatazo no sabía cómo salir de tan desagradable atolladero y Juanito Caos, para colmo, se lo ponía cada vez más difícil alardeando de sus crímenes y manifestando su intención de seguir cometiéndolos de uno u otro modo en el futuro.

El juez estaba atado de pies y manos por el Código Penal vigente. La Fiscalía, muy a su pesar, también. Al señor Zapatazo no le quedaba más recurso que el perdón, pero éste, si bien le garantizaba el apoyo de los grupos partidarios de la violencia y le permitía seguir embaucando a sus votantes con el señuelo de la negociación, no estaba exento de riesgos, pues no era del todo imposible que la ciudadanía despertara, se negara a comulgar con tan indigesta rueda de molino y desviara su voto hacia el adversario. El decreto de clemencia era un arma de dos filos y Zapatazo, que lo sabía, se encontraba en una situación parecida a la del célebre asno de Buridan, pero también era consciente de que el tiempo trabajaba en contra de sus intereses, el nerviosismo cundía en su partido, la oposición se frotaba las manos y en cualquier momento podía desayunarse con la mala nueva de un enésimo atentado terrorista.

Los días iban pasando, faltaban ya muy pocos para el de las elecciones, los cabildeos se disparaban, los titulares de los periódicos arreciaban y…

Zapatazo convocó por fin una rueda de prensa y en su transcurso, sonriente, anunció:

     —El Gobierno que presido respeta, como siempre lo ha hecho, las decisiones del Poder Judicial, pero en esta ocasión, obligado a ello por su talante conciliador y para no interferir en el proceso electoral en el que estamos inmersos, ha decidido corregir la sentencia recientemente dictada sin traicionar el espíritu de justicia que la anima.

Cayó sobre la sala un manto de estupor y de silencio, interrumpido éste, al cabo de un instante, por la osadía de un periodista de EL MUNDO, que se atrevió a preguntar:

     —¿Significa eso que el ejecutivo renuncia a Montesquieu, da por concluido el Estado de Derecho y concede el perdón?

     —No, no, de ningún modo —se apresuró a responder Zapatazo con su sonrisa habitual—. No he hablado de perdón, sino de corrección. Vamos, sólo, a matizar la sentencia emitida ajustando ligeramente la pena impuesta al señor Caos y rebajándola a una semana de prisión incondicional. Eso es todo.

Se trataba, sin duda, de una decisión valerosa, que los periodistas orgánicos aplaudieron allí mismo sin reservas, aunque escandalosa para los conmilitones de Juanito Caos, que acariciaron las culatas de sus revólveres y profirieron gritos de traición, pero el señor Zapatazo era hombre consecuente y no podía desoír la voz del pueblo ni la del principal partido de la oposición. Lo suyo era, y así lo había prometido en el discurso de investidura, negociar siempre, a todo trapo, con cualquiera, a cualquier precio y en cualesquier circunstancia.

Media hora después de conocerse la noticia ya estaban tomadas las calles, plazas y plazuelas de la región natal de Juanito Caos por una compacta muchedumbre de patriotas que apedreaba escaparates, volcaba contenedores, quemaba autobuses, insultaba a Zapatazo y anunciaba que le retiraría a su apoyo en las inminentes elecciones. Faltaban sólo tres días para que éstas se celebrasen.

     —¡Buena la hemos hecho! —exclamó Zapatazo en el consejo de ministros convocado para hacer frente a la crisis—. Las encuestas nos dan una mayoría de tan sólo dos diputados y basta con que esos energúmenos nos retiren el voto para quedarnos sin ellos.

     —Tranquilo, jefe —dijo el Responsable de la Campaña, que se llamaba Robachampán—. Saquemos ahora mismo de la cárcel a ese cabroncete y recuperaremos en el acto los votos perdidos.

     —Sea —concedió Zapatazo—, pero no nos precipitemos, porque algunos de nuestros fieles lo interpretarían, en el resto del país, como una claudicación. Hagámoslo dentro de dos días, aunque nos acusen de violar la tregua impuesta por la jornada de reflexión.

     —De acuerdo —dijo Robachampán—. Las voces de los locutores amigos y los teléfonos móviles de nuestros comandos necesitarán sólo unos minutos para que la noticia llegue a todas partes.

     —Pásalo —ordenó Zapatazo.

Y así se hizo. A media tarde del sábado se pusieron a tronar las emisoras leales, a zumbar los teléfonos de la greña jacobina y a mugir los chicuelos de la LOGSE, el botellón y la antiglobalización frente a las sedes y las viviendas de los adversarios políticos de Zapatazo. Todo el mundo se enteró de que Juanito Caos estaba a punto de ser puesto en libertad.

Las cosas, sin embargo, no salieron como Robachampán había previsto. El domingo por la mañana, dos horas antes de que abriesen sus puertas los colegios electorales, el Responsable de la Campaña llegó con el rostro demudado al desayuno de bravucona y confianzuda espera que su jefe compartía con todos los miembros del gabinete y le espetó:

     —¡Juanito Caos se niega a salir!

     —No digas tonterías —comentó Zapatazo—. Todos los presos sueñan con recuperar la libertad.

     —Pues éste, no. Se ha puesto chulo y dice que sólo saldrá a la calle si se le recibe en ella con una banda de música que celebre su liberación. Dice que ya se le ha excarcelado en otras ocasiones y que siempre ha sido así.

     —¡Pero eran sus amiguetes quienes lo organizaban y corrían con los gastos! No podemos incluir ese renglón en el Presupuesto. El ministro Salves se enfadaría. Y, además, es domingo. ¿Dónde demonios vamos a encontrar una banda?

     —En el Ejército o en la Policía.

     —¡Encima!

     —Decide. No se me ocurre otra solución ni hay tiempo para encontrarla.

Zapatazo, con la sonrisa transformada en carámbano, vacilaba. A las nueve en punto abrieron los colegios electorales y la gente empezó a votar. No había transcurrido ni media hora cuando un cipayo de Robachampán telefoneó a éste y le dijo:

     —Las primeras encuestas realizadas a pie de urna sugieren que estamos perdiendo alrededor de 1.000 votos por minuto.

Zapatazo, lívido, se volvió hacia su ministro de Defensa, convirtió en rictus su sonrisa y ordenó:

     —Envía inmediatamente la banda del cuartel más cercano a la puerta de la cárcel. Te doy treinta minutos. Ni uno más.

     —¿Qué canción deben interpretar?

     —La que más de moda esté. Así tendremos más votos.

El ministro llamó a Los 40 Principales y pidió información. Pentimento, le dijeron.

     —Ésa es perfecta —comentó Juanito Caos al ser consultado.

La sonrisa de Zapatazo se descongeló. El mundo estaba bien hecho.

Se abrió el portón de la cárcel. La banda del cuerpo de artificieros atacó los primeros compases de la melodía. Juanito Caos avanzó con paso firme hacia la muchedumbre que lo aclamaba. Todos, en ella, daban por sobrentendido que el título de la canción —Arrepentimiento, en italiano— no se refería al autor de los 25 asesinatos, sino al Gobierno que había decidido imponerle una pena, excesiva, aunque ajustada a derecho, de siete días de cárcel.

A eso de las diez de la noche se dio a conocer el veredicto de las urnas. Fue sorprendente. Zapatazo había perdido, quizá por aquello —tan antiguo, tan exacto— de que no se puede engañar a todo el mundo durante todo el tiempo, mas no por ello se inmutó. Al contrario. Apareció, con su sonrisa habitual cruzándole el rostro como un navajazo, en el balcón de la sede de su partido, saludó a sus hinchas —entre los que no faltaban conocidas figuras del cine nacional, de la literatura de pesebre y de la canción de protesta— y, remedando a Unamuno en Salamanca, dijo:

     —Lo que importa no es vencer, sino convencer, y los fascistas que a partir de ahora van a gobernar, no lo han hecho. Nuestro es el triunfo moral. Hemos demostrado una vez más que somos gentes de diálogo y alianza entre civilizaciones, que la política es el arte de la negociación y que nuestro partido sabe cómo, cuándo y dónde debe ceder.

Y los del no a la guerra, el nunca mais y los jamones de El Corte Inglés de Barcelona, inasequibles al desaliento, lo jalearon mientras gritaban: ¡no pasarán!

(Este cuento es paráfrasis del que hace cosa de cien años escribiese, con el mismo título, el escritor británico Saki, que lo incorporó a su libro Los juguetes de la paz. La cuadratura del huevo, recientemente publicado en España por Valdemar. El emperador de Germania Enrique IV acudió en 1077 a la ciudad italiana de Canossa para solicitar el perdón del papa Gregorio VII, que lo había excomulgado en el transcurso de la llamada querella de las investiduras. Ese hecho dio origen a la locución ir a Canossa, que significa humillarse ante el adversario. Sobra añadir que el pentimento del emperador era fingido y que enseguida se le vio el plumero. Enrique IV murió abandonado por los suyos, pero no sin que antes se sublevaran contra él sus propios hijos. Sic transit).

Publicado en: ...el 20 Noviembre 2006 @ 16:39 Comentarios (30)