El blog de Fernando Sánchez Dragó

Dejé el otro día al lector con la miel de los afrodisíacos en los labios…

Hablaba del Cialis, que es el que yo, desde hace algunos años, pues tengo ya más de la cuenta, tomo.

Pertenece ese producto, que sólo se consigue con receta en las farmacias o, sin garantía alguna, a pecho descubierto, en internet, a la gama de los vasodilatadores y, en consecuencia, irrigadores sanguíneos de última (o, acaso ya, penúltima) generación. La medicina va a toda mecha.

Hay, de momento tres -el Viagra, el Levitra y el Cialis- y los tres sirven para lo mismo, aunque no lo hagan de la misma manera. Los matices afectan, sobre todo, a la duración de los efectos y a la del intervalo que transcurre desde la ingesta hasta que el producto actúa.

El Cialis es el de más amplio espectro temporal: treinta cinco horas, según el laboratorio que lo elabora, a condición de que haya estímulo exterior, porque no funciona de por sí, sino sólo a instancia de parte.

En mi caso dura menos, alrededor de un día, tirando a decrecer a medida que pasan las horas, pero es mano de santo y purga de Benito. Doy fe. Nunca tomo más de diez miligramos, y con esa dosis me basta para que en cosa de veinte minutos se yerga la verga (rima difícil a mi edad) con la misma bravura, turgencia y aguante que tenía en su juventud.

Hay ahora en las farmacias un envase de mantenimiento con pastillas de cinco miligramos y no de veinte, que era lo usual. Se toma una al día (yo lo hago), y ¡hale!, a vigilar la jungla como lo hace el tigre desde la horquilla del árbol. Si pasa una gacela, doblo la dosis, me abalanzo y la adentello (a condición de que consienta, claro). Y si no pasa, tan tranquilo. Me atuso el bigote, y a otra cosa.

Publicado en La Razón, abril 2010