Están clavadas dos cruces…
Enrique Meneses y Antonio Olano
…en el monte del recuerdo / por dos amigos que han muerto: Enrique Meneses y Antonio Olano.
Et in Arcadia ego: la siega de la guadaña prosigue en Oriente. Su filo, implacable, me alcanza en Rangún y en Laos.
Interrumpo mis Burmese days para rendir póstumo homenaje a dos huéspedes de mi corazón, a dos inquilinos de mi alma, a dos personas de las que sólo cabe hablar bien, a dos gigantes del periodismo, a dos supervivientes de la ya lejana época en la que eso, el periodismo, lo era de verdad. Nada que ver con lo de ahora.
No voy a repasar sus biografías. Consúltense los obituarios aparecidos a raíz de ambas muertes o acúdase a Wikipedia. Sólo quiero dejar constancia de mi dolor y del alto afecto que, así en su vida como en su muerte, me unió y me une a los dos difuntos.
Hablé con el uno y con el otro, sospechando ya lo que se avecinaba, días antes de emprender el viaje que me ha traído hasta aquí.
Olano acababa de sacar el último de sus muchos libros, todos ellos chisporroteantes, y quería que lo llevara, como tantas otras veces, a Las noches blancas. Le dije que no era posible, que llegaba tarde, que ese programa era ya cosa del pasado… Lo es. Descanse también en paz.
-Nos vemos cuando vuelva, Antonio.
-Sin falta, maestro…
El maestro era él. Contaba Alfredo Amestoy en su obituario que lo había visto, cuando era gallito joven en la redacción de Pueblo, teclear tres artículos distintos en sendas máquinas mientras hablaba por dos teléfonos.
Y seguramente, añado yo, junto a cada una de esas máquinas había un vaso de whisky.
Olano era así… Un hombre -también lo recordaba Amestoy- en cuya presencia no se podía hablar mal de nadie, porque para eso, decía, ya estaba él. Era diestro en el oficio de despellejar a los ausentes, aunque no por ello se ganaba su animadversión. Al contrario: fue amigo de todos y todos fueron sus amigos.
Nos unían muchas cosas: la afición a los toros, por ejemplo, y la incorrección política. ¡Con decir que no le temblaba el pulso al proclamar a los cuatro vientos que era joseantoniano! Yo también lo soy, aunque sin patriotismo, sin cristianismo y sin sindicalismo.
Meneses fue para mí algo más que un amigo: un maestro. Y algo más que un maestro: un amigo. Gracias a él estuve en lugares donde nunca he estado y viví acontecimientos que no presencié: Sierra Maestra, el asesinato de Kennedy, la marcha de Martín Lutero King, el genocidio de Ruanda, el sitio de Sarajevo…
Su muerte, que estaba cantada, pues la llevaba a cuestas en forma de bombona de oxígeno, me hiere, como digo, en uno de los pocos lugares donde él nunca estuvo: Laos. Prefería irse a África, a América, a Europa, a Oriente Medio… El sudeste asiático nunca le tentó. Fue su asignatura pendiente. En eso disentíamos.
Su vida transcurrió entre el crack del 29 y el de 2012. ¡Cómo no iba a ser él eso mismo! Un crack.
Le prometí, en nuestra última conversación, que en cuanto volviese iría a recogerlo a su casa para llevarlo a cenar a la de Jesús González-Green en risueña compañía de Miguel de la Quadra, José Manuel Novoa, Tacho de la Calle y otros reporteros de la vieja guardia. ¡Santa fraternidad de quienes a mediados de los sesenta, cada uno por su camino, a veces juntos, nunca revueltos, nos calzamos las botas de todas las leguas, las lenguas y las guerras! La Tribu, como nos bautizó otro grande del periodismo andariego y aventurero: Manu Leguineche, hoy, por desgracia, en dique seco.
Pero Meneses empezó mucho antes, en el 47, el día en que murió Manolete, y era, por edad, saber y gobierno, nuestro cabo de gastadores, nuestra punta de lanza, nuestro Alvar Núñez, nuestro Stanley, nuestro Lawrence, nuestro Cappa, nuestro Hemingway…
¡Oh, capitán, mi capitán!
En el periodismo lo fue todo. Es más fácil decir lo que en él no hizo que lo que hizo.
Unió la noticia a la imagen y la imagen a la noticia. Llegó siempre a tiempo al lugar del mundo en el que un reportero de sangre pura, sagaz instinto y corazón caliente no podía faltar. Rapidez, imaginación, olfato, audacia… Ésas fueron sus armas.
Y la bondad.
Escribía y fotografiaba sin juzgar, sin condenar, sin absolver, sin esas ínfulas de moralina que tienen quienes confunden el culo de la información con las témporas de los misioneros. Su cámara y su pluma eran tan asépticas y tan certeras como el bisturí de un cirujano.
Escogeré, en su anecdotario, un episodio mínimo, íntimo, insignificante, cordial… En 1983, o así, me invitó a participar en una ginkana de Land Rovers en la Casa de Campo. Acudí con el mío y con todo el orgullo viajero de haber atravesado siete veces el Sáhara y de haber sido capturado a bordo de él por el ejército turco en la frontera griega con un buen trozo de hachís, que no descubrieron, en mis partes pudendas (nota: fue en 1980. Yo había visto poco antes El expreso de medianoche). El copiloto era mi hija Ayanta, a la sazón adolescente. Quedé el último. Una cura de humildad. Tengo una foto de aquella hazaña junto a mi mesa de trabajo. A pesar del fiasco, mi hija siguió queriéndome y yo queriendo a Enrique cada vez más. Los dos nos descojonábamos al recordarlo.
Sus memorias (Hasta aquí hemos llegado, Ediciones del Viento) son, quizá, el mejor libro de recuerdos, aventuras, viajes y reportajes que ha llegado a mis voraces pupilas de adicto al género. Una obra maestra a la que dediqué, en fraternal charla con Enrique, una entrega completa de Las noches blancas.
¿Algo más? Sí. Creen los budistas de estos pagos en los que a toda prisa garabateo mi oración de réquiem y en los que Meneses nunca estuvo que el microcosmos se repite en el macrocosmos. Ya sabes, Enrique: la Jerusalén Celeste y todas esas vainas. Bueno, mira a ver si es así y, caso de que lo sea, ¿qué tal si nos vemos en Johannesburgo?
Lo mismo anda por donde ahora estás aquella Nefertiti cuya radiante hermosura te llevó desde El Cairo hasta Buena Esperanza. Envíanos una foto, y más aún si san Pedro la ha sentado en sus rodillas.
La colgaré en este blog y no la cobrarás, pero qué importa. Nunca perseguiste el oro, Enrique. Eras de plata… Meneses, naturalmente.
Publicado en Dragolandia, elmundo.es, 10 enero 2013
A la mayoría de las personas solo se les conoce realmente en el otro lado, en este están ciegas. Otros por contra, o quizás por el despertar, si se les llega a conocer, es decir, que se comportan de igual forma aquí que allí. Yo, por mi parte, tengo la teología, digo, teoría de que a cada persona hay que conocerla en un momento concreto, y que, en cada persona existe un momento en el que se la llega a conocer como es realmente. Después se van asentando, degradando, puliendo, difuminándose, olvidándose que sí mismos, y al final vuelta a empezar.
En fin, también es cierto que cuando más somos nosotros es mas difícil tratarnos, pero eso ya solo depende de la compatibilidad, de la similitud, del grado, es decir, del momento.
Un saludo y recuerde: Más Luz.