Desayunos
Viajero soy y a todo me adapto, menos a los desayunos. Dicen los nutricionistas que ésa es, por sus efectos para la salud, la comida más importante del día y pensaba Freud –es mentira… Lo pienso yo– que el adulto siempre quiere desayunar lo que desayunaba de niño. En mi caso, dígalo Freud o no, es así, aunque al hilo de la vida haya ido suprimiendo y añadiendo cosas a lo que era rutinario menú de mis desayunos infantiles en función de dos factores: el de la salud, al que ya he hecho referencia, y el del paladar, cuyas sinrazones no siempre coinciden con las razones de la primera.
He añadido un buen plato de fruta, un zumo que no sea de naranja (por el repentino chute de acidez que eso supone para un estómago aún adormilado), unas lonchas de salmón, cuando lo hay, y un puñado de nueces, almendras o avellanas, aunque no siempre las tenga, por desgracia, a mano.
Mantengo el café, pero con leche de soja y no de vaca, y el pan, tostado o no, que lo sea de verdad (el de molde no lo es) con aceite de oliva virgen prensado una sola vez en frío. Esto último, el aceite de oliva, es para mi salud y para mi paladar tan importante que nunca viajo adonde no lo haya sin meterlo en la maleta.
Y he suprimido a rajatabla la mantequilla, que es veneno puro, más dañino aún que la leche de vaca, para el sistema cardiovascular y el digestivo, y la bollería, que se elabora con grasas hidrogenadas incluso cuando no es de origen industrial.
De los huevos, la panceta, los embutidos y cosas así, mejor no hablar. ¡Hay que ver lo que desayuna la gente!
No la imiten, no empiecen así el día, háganlo con buen pie y con salud.
Publicado en La Razón, enero 2009
Dragó, ha caído en acto servicio en Afganistán uno de esos “cobardes” que tú decías.