El mundo antes de la Caída

manguiers kampot birmania

Son las seis y media de la mañana. Amanece. Estoy en la plataforma de un palafito plantado en la rive gauche (o en la droite, si se da la espalda al mar) del estuario de Kampot, en Camboya. La naturaleza es aquí puro esplendor. Las palmeras y las frondas de los árboles de la orilla opuesta se tiñen poco a poco de verde intenso, pero aún, a esta hora, son doradas. Ningún edificio rompe la línea del paisaje. El silencio es absoluto, interrumpido sólo, de cuando en cuando, por el tableteo del motor de una barcaza que sube, lenta, hacia el lugar donde el agua del océano se vuelve dulce, ya en el borde de la jungla, o desciende, más veloz, hacia el golfo de Tailandia.

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Frente a mí, recién servido, el desayuno: pan francés, macedonia, zumo de manzana, miel sin refinar, mantequilla de cacahuete y de vaca, una loncha de queso, un platito de chocolate líquido, tres mermeladas caseras (nunca las tomé mejores), un pocillo de té… Añado, ya por mi cuenta, sal grillé de Kampot y de grano grueso, muy grueso, mezclada con citronelle, y un botellín de aceite virgen de 1881, traído de España. Siempre viajo con él.

No estoy en el paraíso, pero casi, casi… Me acoge el mejor hotel del mundo: Les Manguiers.

Exagero sólo en lo de hotel, porque es, en puridad, una guest house. Pero yo le pondría mil estrellas.

¿El mejor del mundo? A mí me lo parece.

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No me tengan envidia: está al alcance de cualquiera. Es humilde, sencillo, extremadamente barato. Una treintena de bungalows de madera, cañizo y bálago encaramados sobre pilotes y desperdigados, cada uno a su aire, por tres hectáreas -calculo- de césped, senderos y bosque tropical. Habitaciones espaciosas y provistas de terraza, grandes ventanas, mosquiteras (aunque en esta época del año apenas hay mosquitos), muebles de mimbre y de ratán, ventiladores, un cuarto de baño minúsculo… Todo sencillo, todo natural, todo elemental, todo virginal.

No hay aire acondicionado, no hay agua caliente, no hay minibares, no hay música de fondo y no hay televisión, excepto en el gran cobertizo donde se come, se bebe, se charla, se cocina, se trabaja, se lee, se sueña, se juega… Pero nadie la pone. La televisión, digo. Nunca la he visto encendida, y son ya muchas las veces que me he alojado aquí.

Lo descubrí gracias a mi viejo amigo José María Poveda, psiquiatra y profesor de la Autónoma, que durante dos meses al año imparte cursos en Pnom Penh. Tiene, para los hoteles, ojo de lince. Yo, en cambio, lo tengo para los restaurantes. Váyase lo uno por lo otro. Nos suministramos recíproca información.

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Wi-fi, sorprendentemente, sí que hay, veloz, certera y gratuita. La necesito para enviar mis artículos, saber (poco) de mi gente y leer (por encima, con desapego budista y ataraxia estoica) este periódico. Sólo para eso.

El ritmo de la vida es lento, suave, sin sobresaltos… Las horas son de cien minutos. Hay tiempo para todo. A las siete empiezo a escribir, a la una leo y me adormilo, a las tres reanudo la tarea, a las cinco salgo a pasear, a hacer ejercicio, a contemplar el crepúsculo (vuelve el oro a la otra orilla del estuario) y un par de veces a la semana bajo en bote a Kampot, me doy por seis o siete dólares un buen masaje, tomo un zumo o una copa frente al mar y vuelvo en tuk tuk por un camino de cabras, lleno de baches, de tumbos y de sorpresas, a Les Manguiers.

Y es como volver a casa.

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Conejos, patos, gallinas, perros, pájaros, niños, una mesa de ping pong, una red de balón volea, tres columpios, media docena de lanchas neumáticas, un tropel de mujeres jóvenes, discretas, simpáticas, hacendosas, que lo hacen todo, y todo lo hacen bien…

Gatos, no. ¡Lástima! Por eso dije que esto es casi, sólo casi, el paraíso.

El dueño es francés. Está casado con una camboyana. Vive en Pnom Penh, pero pasa aquí, con su mujer y con sus hijos, todos los fines de semana. Es persona muy agradable. Hemos hecho amistad.

Le envío gente, le traigo gente. Mañana llegan Luis Racionero y su hijo Alex. He metido ya un par de botellas de Mumm y otras dos de vino de Alsacia en la nevera comunal. El sábado cenaremos cangrejos y calamares con pimienta en rama -la de Kampot no tiene igual. Se come fresca, a bocados, como si fuese lechuga- en el Kimli (sublime) de Kep, a veinticinco kilómetros de aquí, con otro amigo, Joaquín Campos, cocinero y escritor (no sé si por ese orden o al revés), que se ha establecido en ese lugar de ensueño para poner un restaurante. Lean, en La Opinión de Málaga, su blog Chinitis, que no tiene desperdicio. A ver cuándo se decide Baeta a darle voz sin voto, e incluso sin sueldo, en elmundo.es. Se lo pido, se lo pido, y nada. Él se lo pierde, y ustedes también.

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A menos de 100 metros del Kimli. Fotografía de Sergio Díaz

A eso de las ocho me voy a la cama, leo, a las diez me duermo, a las cinco me despierto, remoloneo hasta las seis y vuelta a empezar.

Amanece. Estoy en la plataforma de un palafito. La naturaleza es puro esplendor.

Ora et labora.

Así los monjes, así los bonzos, así yo, en la ancianidad…

Otro día les contaré lo que ocurre con las luciérnagas las noches de luna nueva.

¿España? ¿Europa? ¿Cataluña? ¿Catalunya? ¡Qué lejano suena eso!

-¿Y por cuánto le sale la broma, amigo Dragó?

-Ahora sí que me va a tener envidia… Veinticinco dólares diarios, pensión completa.

Y por cierto: se come muy bien.

Aún quedan en el mundo lugares como éste, no creados por Yavé ni destruidos por el progreso.

Que no se entere Lucifer.

Publicado en Dragolandia, elmundo.es, 18 enero 2013


Publicado en: ...el 19 Enero 2013 @ 11:21 Comentarios (2)

2 comentarios

  1. A 19 Enero 2013 @ 14:21 pivodi dijo:

    Todo un hallazgo el tal Joaquín Campos, aunque no me veo reflejado en sus palabras, quizás es por que aun esta verde, no se, pero ha recordado al gran Fernando, en su Blog comenta algo de de él, cuando habla de usted: “El español no es envidioso, porque tener envidia es querer hacer lo que hace el otro. El español simplemente desprecia a todo aquel que no puede alcanzar”. Ah! el gran Fernando, que no quiso ser inmortal, que siempre estará en nuestra memoria. La respuesta, a cita cita, se la daría Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”. Bueno, a ver si ve un hueco y voy para allá y me meto.

    Aquí, en España, todo sigue igual. La guerra psicológica hace estragos, los menos pudientes caminan desorientados y acaban siendo arrojados en los brazos del enemigo. Los extranjeros ahora se llaman Mercados, Troica, UE, FMI o cualquier nombre en la lengua del imperio, la que los golen utilizan para ocultarse. Nacionales o extranjeros, curiosamente los extranjeros van ganando la partida. Cataluña esta invadida y muchos nacionales se pasan al bando de los extranjeros.

    No olvide de donde viene. Sin novedad en el frente.

  2. A 19 Enero 2013 @ 16:03 Er Manué dijo:

    Dragó, estás como en una película de la Emmanuelle. Pero mucho mejor: la Krystel estaba ya muy vieja (unos 23 años) En Birmania por otros pocos dólares diarios puedes tener una esclava sexual de unos ocho años. Eso dicen.