Gramática inglesa para torpes
¿Cuándo oí hablar por primera vez del autor de este vademécum? Seguro que él no lo recuerda. Fue en febrero del 81, muy pocos días después de que Tejero entrara en el Congreso gritando ¡coño! -¿cómo lo habría dicho en inglés, amigo Delfín?- y de que quienes se habían convertido en un amén, abjurando de su fervoroso franquismo, a la fe de la democracia se echasen a la calle para condenar la intentona.
Yo, refiriéndome a esa noche de los trabucos largos, los bigotes enhiestos, los tricornios puestos y Madrid desierto, publiqué en Diario 16 un artículo de opinión y coña que se titulaba, y con eso está dicho casi todo, ¿Dónde estaban los demócratas, matarile, rile, rile?
Ya dije que no había esa noche, en las calles de lo que poco antes había vuelto a ser Villa y Corte, ni un alma, aparte de la mía y de las de un par de amigos.
Aquel culebrón pilló a los neodemócratas en sus casas, trasconejados, acoquinados y rezando a todos los santos del santoral del marxismo, que entonces estaba de moda.
Pocas horas después de aparecer mi artículo empezaron a silbarme los oídos. Centenares de cartas llegaron a la mesa del director del periódico, que era Pedro Jota, y todas tenían dos cosas en común: estaban muy mal escritas -aún no había aparecido el primer diccionario de Delfín para meter en vereda a sus autores- y me ponían a caldo. Fue una de las primeras manifestaciones de los discípulos de Hessel, ese octogenario a quien tan provecta edad tampoco ha bastado para aprender a escribir.
Pero ni Dios ni el diablo ahogan… Siempre hay un cronopio, un disidente, un bicho raro, alguien que no es del montón. Entre todas esas cartas -hablo sólo de las publicadas, pues las otras no las leí- había una que me daba la razón. La firmaba un tal Delfín Carbonell.
Ahí quedó la cosa. Luego, en los años sucesivos, y siempre en parecidas circunstancias -las de los zafarranchos originados en la prensa por mis opiniones, que tienen la rara virtud de desencadenar tormentas en vasos de agua no precisamente cristalina- aparecieron, aquí y acullá, otras cartas, siempre generosas, en las que ese misterioso individuo de nombre áulico, jugándose el tipo, rompía lanzas por mí.
¡Vaya!, me dije… Tengo un amigo cuyos elogios no puedo agradecer y cuya mano no puedo estrechar, porque ignoro quién es y dónde para.
Luego, por casualidad (o no), lo averigüé. En 1985 mi quinta y antepenúltimamujer, que era y es francesa, terminó dando clases de su idioma materno en una academia cuyo propietario, director y alma máter era Delfín. Él no lo sabe, pero así sucedió. ¿Casualidad? ¿Causalidad? ¿Causualidad? ¿Armonía preestablecida?
Sincronicidad, en todo caso, y serendipity (otra teología, como la de Marx, que ahora está de moda). Ésa es mi teoría, pero no estoy nada seguro de que Delfín la comparta. Ignoro lo que piensa acerca de Jung, del fatum y de los jardines de senderos convergentes.
Que alguien, en España, escriba no una, sino varias cartas dirigidas al director de un periódico a favor, y no en contra, de quien sea, es un hecho asombroso. No hay precedentes. Los españoles sólo se toman ese trabajo no solicitado ni remunerado, excepciones como la de Delfín aparte, para embestir a sus compatriotas.
Luego, hace de eso, aproximadamente, quince años, empezaron a llegarme, uno tras otro, brillantes, escrupulosos y divertidos diccionarios (agrupemos su opera omnia, a riesgo de uniformarla, bajo ese rótulo, que no le hace justicia) firmados por él y fue entonces cuando el misterio de nuestra empatía empezó a dar razón de sí.
Delfín estudió Románicas en la Universidad Complutense de Madrid en los mismos años en que yo lo hice. No sé si nos conocimos allí, cosa que, de haber sucedido, tengo olvidada, pero sería lo lógico. En el alumnado de Letras había entonces mucha chica, mucho cura y mucha monja, pero los varones no provistos de sotana éramos pocos y cerrábamos filas en el bar de la Facultad y sus zonas aledañas.
Delfín es, por añadidura, un lexicógrafo, y yo, si él me permite decirlo, también, aunque de distinta manera y con diferente enfoque. Nos une una pasión común: la del interés por la lengua, la del amor a las palabras y al papel pautado -etimología, fonética, morfología, sintaxis, semántica… Gramática- en el que las palabras se juntan, anudan, desanudan y cobran sentido.
Yo, de niño, leía los diccionarios como si fuesen novelas. Lo sigo haciendo. Una línea Maginot de obras de ese tipo me rodea y me protege. Las tengo a cientos, y entre ellas figuran, siempre a mano, todas las que Delfín ha compuesto.
Otra sincronía… Me enteré anoche, leyendo a Jesús Marchamalo (Cortázar y los libros, Fórcola), de que al autor de Rayuela e inventor del neologismo -cronopio- que antes adjudiqué a Delfín, le sucedía lo mismo. “Otra de sus aficiones de infancia -escribe Marchamalo- fueron las definiciones del diccionario. Pasaba horas sentado con un Pequeño Larousse que le habían regalado, en el que buscaba palabras y significados: goleta, porrón, tifus…
-¿Qué le ves al diccionario? -le preguntaban.
-Todo.”
Un periodista, en cierta ocasión, preguntó a Hemingway el motivo de que hubiera reescrito treinta y dos veces la última página de Adiós a las armas…
-Encontrar las palabras justas -dijo su autor-. Eso fue todo.
Así, de diccionario en diccionario, porque me los enviaba su autor y yo los atesoraba, fui conociendo a Delfín Carbonell, que ahora me brinda el honor de poner pórtico a este vademécum, utilísimo, oportunísimo, en un país cuya asignatura pendiente es el inglés, aunque tenga otras de más graves consecuencias, y en el que no ha habido hasta ahora ni un solo presidente de gobierno que supiera no digo hablarlo, sino, al menos, chapurrearlo.
Sí, sí, ya sé que Aznar… ¡Pero eso fue a pitón pasado!
¿Y Calvo Sotelo? ¿Lo hablaba Calvo Sotelo? La verdad es que no lo sé, ¡pero duró tan poco!
Lo que Delfín, seguramente, no sabe es que yo soy la persona menos indicada del mundo para prologar su vademécum, pues pertenezco, como la mayor parte de mis compatriotas, al pelotón de los torpes en cuanto al dominio de la lengua inglesa se refiere. Y eso con el agravante de que me he pasado mucho más de media vida zascandileando por países donde sólo el inglés me permitía entrar en comunicación verbal con mis semejantes.
Lo leo con cierta soltura (fui, incluso, traductor de la FAO y me subieron el sueldo), lo escribo fatal y, cuando alguien se dirige a mí en ese idioma, lo que sucede a menudo, me pongo nerviosísimo y no entiendo ni papa.
Voy a contarte una anécdota, Delfín, que es, seguramente, la de mayor burrez lingüística de la historia universal. Más bajo no se puede caer. Estás autorizado, después de escucharla, a retirarme el saludo.
Sucedió en la piscina del hotel de un parque natural de Kenia (¡más inglés!). Mi hija Aixa, que tenía entonces un par de años, y yo estábamos sentados al borde del agua, sobre unos escalones que poco a poco se adentraban en ella. Pasó por allí un boy del hotel y se puso a jugar con la niña. Duró eso unos minutos. Luego, al marcharse, dijo:
-Good bye…
Y yo, con la mejor de mis sonrisas, le corregí:
-No, no… Not good boy, sino good girl.
Se quedó estupefacto, como seguramente lo estás tú en este instante. No me retires el saludo, Delfín, pero si me consideras persona poco idónea para prologar tu vademécum, a tiempo estás de tirar lo que he escrito a la papelera.
Eso no me impedirá hincarme de codos sobre él para aprender un poco, sólo un poco, de lo mucho que tú sabes. Hágalo también el lector y España empezará a salir del atolladero. La lucha contra la crisis empieza por ahí.
Good bye, Delfín. Tú y yo somos dos buenos boys.
Publicado en Dragolandia, elmundo.es, 10 febrero 2013
En el jardín que rodea el edificio donde habito hay muchos gatos. Andan de aquí para allá siguiendose unos a otros, viven. El otro día un comentario en otro medio me hizo reir al leerlo, no debería de haber hecho eso, leerlo digo, el caso es que comentaba algo de gatos, de una gata en concreto, decía algo así: “La gata flora: cuando se la metes grita, cuando se la sacas llora”, una ordinariez, el pueblo es así. No se si los gatos lloraran, puede que cuando se les mete algo de suciedad en los parpados suelten algún lagrimón, de hecho, suelen tener marcas en los ojos de haber llorado. Los perros son diferentes, son mas severos. Puede que alguna vez aúllen mirando a la luna, pero su lenguaje es mas claro, cuando van a morder ladran de una forma característica. Se les entiende. Sea quizás el lenguaje mas hermoso el de los pájaros. No hablan sino que cantan, se suele decir, aunque el cantar es también comunicarse y el lenguaje es eso, comunicación. Los pájaros hablan cantando, como en poesía, los perros en prosa, ¿y los gatos? pues maúllan, simplemente.
El idioma universal de hoy en día es el inglés, lengua que participa de la Globalización y emergida en la actualidad por las distintas escuelas modernas para ser la lengua hegemónica mundial. Este idioma, de escasa estructura morfológica, sin riqueza sintáctica, ni semántica, lengua pragmática del mundo de los negocios, de las altas finanzas, de la comunicación internacional, de las macroestructuras capitalistas, es la culminación del Gran Plan diseñado por los globalistas para borrar la Lengua de los Pájaros.
Comparémosla con el castellano y su magnífica riqueza idiomática, y no hay punto de análisis. Nuestra lengua porta en sí misma sabiduría, es un vínculo carismático que orienta espiritualmente al español más allá de la historia y del país. Se debe entender que la lengua castellana, su semántica y sintaxis, es un vehículo excelente que porta en su “ser en sí” los contenidos semióticos ideales para poder realizar las construcciones morfológicas semánticas con las cuales poder comprender la pontónica noológica Hispana. Ah! la Lengua de los Pájaros…
Un saludo.
Dragó, tú no hablas ni palabra de inglés, francés, latín, griego, hebreo, arameo, japonés, árabe, ruso, alemán… Probablemnete chapurreas algo de italiano.
Dragó, cuando dices “neodemócratas” supongo que te referirás a los derechistas ex franquistas, como eras tú en esa fecha. Aunque ahora eres neofranquista. Has sido antifranquista, ex antifranquista, ex franquista (en la época del tejerazo) y, por último, neofranquista. Qué lío, ¡coño!
Tienes habilidad para trilear con los conceptos y los términos pero a poco que se te siga, se te ve el plumero y el trile. Por ejemplo, trileas mucho con el concepto “políticamente incorrecto” y ahora voy…
Dragó o la corrección política con patas. En el Gran Debate, mostrandose moralista, puntilloso y puritano de los epitétos, con la mujer de la plataforma antidesahucios.
¿Políticamente incorrecto tú? Esa mujer sí que lo es. Tú eres un borreguito del redil y una monjilla verbal.
El Gran Trilero es un contertulio ameno para el Gran Debate.
Que vaya Don Fernando Sánchez Dragó como enviado especial a Roma para narrar el concilio del nuevo Papa para Esradio; que NO VAYA luis herrero tejedor…….
Dragó, no te las des de valiente con eso de que la noche del golpe saliste a la calle a pasear. Sabes perfectamente que nada malo podía ocurrirte.
a) Si el golpe triunfaba y se te acercaba una pareja de guardias civiles o de fachas de cacería, tú sólo tenías que mostrar tu adhesión a la causa, cantarles el cara al sol brazo en alto (algo que te encanta) y ponerte la camisa azul esa que tienes. Probablemente estabas más que preparado para esa eventualidad.
b) Si el golpe fracasaba, no se te iba a acercar ninguna pareja de la Guardia Civil ni un grupo de “demócratas de cacería”. Ningún problema.
Tú siempre juegas sobre seguro, Dragó. Incluso en tus años de antifranquismo tenías protección de “lo alto”. Al fin y al cabo eras un niño del Pilar y tu familia tenía conexiones con el Régimen.
Cuando viajas lo haces por rutas más que trilladas.
Nunca se te ha visto de corresponsal de guerra.
Cuando fuiste a Japón no fuiste al epicentro de la catástrofe.
Cuando viajas a paises con regimenes ultraderechistas lo haces en calidad de simpatizante.
Nunca has viajado a países del otro lado del Telón.
Cuando te operaron a corazón abierto te cagaste. Y alarmaste a medio Madrid.
Cuando te sentiste acorralado por el affaire de las lolitas salió todo el Séptimo de Caballería mediático a arroparte.
Y así siempre.