José Tomás naufraga en El Puerto
La corrida del pasado domingo enfrentó en un mano a mano a dos modos de entender la lidia, a José Tomás y a Morante de la Puebla. Dos escritores y colaboradores habitualdes de El Mundo, Fernando Sánchez Dragó y Fernando Arrabal, defienden, cada uno en su estilo, dos personalidades que se cruzaron en la corrida del año. La cita de El Puerto de Santa María era la más esperada. Aficionados de toda España se citaron en la localidad gaditana para presenciar un lance de primer orden. Por un lado, José Tomás, que tras ser cogido, y como escribe Sánchez Dragó, «iba por la arena desencajado, fuera de sí. Perdía mucha sangre, y como de costumbre en él, no pasó por la enfermería». Enfrente, y al lado, Morante. Arrabal, que viajó expresamente desde París, escribe así de el de La Puebla: Qué gran poeta del mundo / desde la Ceca a la meta, / desde lo poco a la pica, / con Buñuel y con Dalí, / cuando cuajó, cojonudo, / la poesía de la emoción.
Se cumplió el dictum: corrida de expectación, corrida de decepción. Nos las prometíamos muy felices. ¿Quiénes? Todos los que teníamos entrada de lo que fuese para ver cómo se cruzaban en la plaza de El Puerto las dos líneas maestras de la tauromaquia: la de Belmonte, Manolete y Tomás, y la de Curro, Paula y Morante, la del valor, la hombría, la quietud y la verticalidad plantadas en la boca de riego de un terreno que según el catastro de la torería sólo lo es del toro, y el duende, la gracia y la caprichosa inspiración de los artistas que no invaden los dominios del toro, sino que traen éste a la jurisdicción del hombre y lo inscriben en una geometría de círculos eslabonados cuyo centro es la muñeca de quien los traza.
No hubo caso. Lo mejor sucedió antes de la corrida y fuera de la plaza, mientras comíamos en el Patio de las Siete Esquinas, arremolinados, gentes como Arrabal, Jesús Quintero, Diego Bardón, Gómez Angulo, Javier Villán, David Gistau, Silvia Camacho y la virtud teologal de la esperanza.
Fue de locos. Baste una muestra: narraba Arrabal intimidades de su vida conyugal y Gistau, que ha visto mucho, no daba crédito a lo que oía. Nos fuimos juntos hacia la plaza, y por allí, pegaditos casi todos a nuestros asientos del 3, andaban otros nombres de relumbrón: Soledad Becerril, Calderón, Antonio Gala, Almudena Grandes, Luis García Montero… A mí, lo juro, me confundió un espectador con Marichalar.
Todo fue ceremonia del absurdo, sainete de teatro pánico, opereta, astracanada. Si Gistau, antes, no daba crédito a lo que oía, yo empecé a no dar crédito a lo que veía. Lo primero que saltó al ruedo fue una gallina mulata chorreada. La tiraron desde un tendido de sol y no había forma de devolverla a chiqueros. Su captura fue desternillante.
Luego no hubo ganado, sino desganado: seis morcillas de pata negra que embestían (es un decir) cabeceando como esos perritos de cuello móvil que llevan los horteras en la bandeja culona de los coches. Lo de pata negra no lo digo por la calidad, sino porque los presuntos toros parecían cochinos de bellota de pocilga. El quinto, de hecho, llevaba medio cuerpo cagado y, como era melocotón, se le notaba mucho.
José Tomás, desde el instante en que el primer verraco lo hirió de gravedad, no quiso ni pudo. Iba por la arena desencajado, fuera de sí. Perdía mucha sangre y, como de costumbre en él, no pasó por la enfermería. La cornada fue estúpida, de principiante, de novillero sin picadores. Se quedó al descubierto en el morro del bicho y no hizo nada para burlar su testarazo. Fue un ofertorio inexplicable. El de La Puebla, que toreaba a favor de un público decidido de antemano a jalear lo que le echaran, engañó a sus incondicionales con posturas que no eran pases. Se esforzó en el cuarto, eso sí, y lo pagó con una crisis de ansiedad. A partir de ahí todo fue dislate.
Diez minutos de parón y desconcierto. Manolo Orta se arrancaba por fandangos desde un tendido de sol, en los graderíos reinaba el cachondeo y una troupe de areneros que parecían chicas de Coslada barrían incesantemente el coso, transformándolo en escenario de zarzuela barata, para entretener la espera. Sólo les faltó cantar zortzicos. Lo lógico es suponer que a Morante, en el ínterin, le pusieron un buen chute de ansiolíticos en vena, porque salió zumbado, daba tumbos y todo aquello, más que lidia de toros y de toreros, terminó siendo etapa del Tour. Lo digo no sólo por el dopaje, sino porque los dos protagonistas de lo que iba ser corrida del año salieron con la pájara.
¿Triunfadores el domingo? Hubo tres: El Juli, Manzanares y Perera. Su sombra pesaba, su recuerdo se agigantaba. ¿Toreará Tomás en Cuenca junto al de Badajoz? Está por ver.
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