Yin y Yang
Matsugunasaki no Kyoan, poeta y oftalmólogo japonés que en su ya lejano día −no puedo especificar la fecha… Estamos a finales o, quizá, a mediados del siglo XVII− sirvió al señor Nabeshima Naoshige, explicó en cierta ocasión a un amigo:
“En el camino de la medicina, hombres y mujeres se clasifican en yang y yin; se les somete a distintos tratamientos y también sus pulsos son diferentes. Sin embargo, desde hace cincuenta años, el pulso del hombre se ha vuelto el mismo que el de la mujer. Habiéndome percatado de esto, comprendí, en una ocasión en que hube de tratar una enfermedad ocular, que el tratamiento idóneo para los ojos del hombre era el mismo que el correspondiente al de los ojos de la mujer, pues cuando aplicaba a los hombres el tratamiento indicado para ellos, no surtía ningún efecto. Supe entonces que el mundo había llegado a su fin. Los hombres habían perdido su vigor y se habían vuelto como las mujeres. Es algo que aprendí por mí mismo, a través de mi experiencia, por lo que lo tengo como conocimiento secreto”.
Encuentro este testimonio −sorprendente no sólo por su contenido, sino por lo que en él, viniendo de tanto tiempo atrás, hay de estricta actualidad− en La vía del samurai (Libro de los cinco anillos, de Miyamoto Musashi, y Hagakure, de Yamamoto Tsunetomo), edición de Hitoshi Oshima, La Esfera de los Libros, 2007.
Son, las recogidas en ese volumen, dos obras de lectura inagotable, a la que una y otra vez regreso. Están en mi mesilla de noche desde hace muchos años.
Hagakure es un texto rescatado por Mishima que se completó en 1716. No ha llovido, desde entonces, tanto como parece. Seguimos en las mismas… O sea: de mal en peor.
Su autor, Yamamoto Tunetomo, añade a la cita del oftalmólogo el siguiente comentario (pónganse el cinturón de seguridad):
“Habiendo escuchado esto, es cierto que muchos de los hombres de esta época parecen tener el pulso de las mujeres. Es raro encontrarse con un hombre que parezca realmente un hombre. Es por ello que si en esta época se tiene un poquito de fuerza, fácilmente se podrá destacar sobre los demás”.
“Otra prueba de que los hombres han perdido la valentía la encontramos en el hecho de que no solamente son muy pocos los que han cortado alguna vez la cabeza de alguien (incluso tratándose de una cabeza atada de un condenado a muerte), sino que vivimos en una época en la que rehusar hábilmente el kaishaku se ha convertido en signo de inteligencia, de madurez mental”.
(…)
“Todo trabajo propio del hombre es un trabajo sangriento. Sin embargo, últimamente todo lo sangriento se considera algo estúpido y se arreglan las cosas superficialmente con bonitas palabras, evitando todo asunto que sea mínimamente trabajoso. Me gustaría que la juventud de hoy en día reflexionase un poco sobre esto.”
Eliminemos −onegái shimás (o sea: por favor)− el adjetivo sangriento, que cabe entender como metáfora, y la turbadora alusión a las decapitaciones, y reflexionemos, como pide el autor, sobre el doble, convergente y actualísimo fenómeno de la feminización del varón y la masculinización de la mujer.
¿A quién o a qué beneficia?
A la tan cacareada biodiversidad, desde luego, no.
PD – El kaishaku era la persona que asistía a quien se hacía el seppuku cortándole la cabeza con una katana para aligerar su agonía.
Publicado en Dragolandia, elmundo.es, 9 agosto 2013
Y así estamos actualmente, escondiéndonos detrás de los abogados y demás chupatintas por no dar la cara y solucionar los problemas por nosotros mismos. Esto, que en un principio parece algo divertido, tarde o temprano pasa factura por no querer enfrentarnos a la cruda realidad que es al fin y al cabo la que pone todo en su sitio. Y en esto se basa precisamente la Sociedad del Malestar.
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