De tal astilla, tal palo
Divirtámonos un poco… Es lo mejor cuando soplan vientos de guerra. Las buenas gentes (y las malas), convencidas de que el 31 de diciembre del año mil, a las doce de la noche, se acababa el mundo, no tuvieron mejor ocurrencia que la de hacinarse en los recintos sagrados y ponerse a rezar dándose golpes de pecho en vez de dárselos, suavecitos, al de su vecina de reclinatorio. Yo, en semejante circunstancia, me habría apostado al aire libre en un lugar cuajado de estrellas, habría descorchado una botella del mejor champán (o de lo que en esa época se estilara) y… Censurado. Supongo que se lo imaginan.
O no. Da lo mismo. No es asunto que les incumba a ustedes.
Poco antes del verano −ahí el ratito de diversión que hoy propongo− mi hija Ayanta colgó en su blog Es Amor (¡menuda cursilada!) de este mismo periódico lo que a renglón seguido voy a transcribir con algunos brevísimos comentarios de mi cosecha.
Hago mío −de tal astilla, tal palo− casi todo lo que ella dice, e incluso, en muchas cosas similares, voy más lejos…
“LO QUE NO SÉ
No sé encender la televisión. Observo con terror los cinco mandos a distancia que reposan en la mesa de cristal del salón como si fueran armas de destrucción masiva que apuntan hacia mi persona. No me atrevo a tocarlos, no sea que explote todo.
(Tal cual)
Así es que ya no veo el telediario y no sé quién es nadie. Ni siquiera soy capaz de reconocer a deportistas de esos famosísimos. Y tengo la impresión de que siempre se está jugando el Mundial de Fútbol. Una y otra vez.
(Sí. Lo del fútbol es el Año de la Marmota)
No sé aprobar el examen teórico de conducir. Llevo veinticinco años presentándome y en lugar de mejorar, empeoro. Antes acertaba alguna. Ahora ya ninguna. Sólo me dedico a observar las imágenes de las señales de tráfico en la autoescuela con cierto estupor. Me producen una sensación similar a la de los sueños en los que se cae en un agujero negro sin fondo.
(Bueno… Yo aprobé ese examen en 1961, cuando para ello no era necesario ser doctor en Ciencias Exactas ni persona ducha en la interpretación de los ideogramas chinos, las inscripciones rúnicas y los jeroglíficos de la Primera Dinastía. Que no se entere nadie, pero si tuviese que presentarme ahora al teórico las calabazas estarían aseguradas)
Así es que no conduzco pero me he comprado un coche blanco, feo y barato para presionarme psicológicamente. Está lleno de cagadas de paloma, densas como un brochazo verde de pintura, que pegan la portezuela a su marco.
(Mi mujer conduce un buen coche, pero yo estoy encantado con el Opel Kadett de hace más de treinta años que un amigo de toda la vida me dejó en herencia. Tranquilos todos. Ha pasado la ITV. Meterme en ese coche y quitarme medio siglo de encima es todo uno. Ya hablé de él aquí)
No sé escanear un documento, ni descargar las fotos del móvil, ni encender el wifi, ni comprar un billete de avión, ni hacer la declaración de la renta, ni cambiar una bombilla, ni programar el horno, ni meterme en una página web. Ni nada.
(Lo mismo, en todos los puntos citados, me sucede a mí −doy mi palabra−, pero con un agravante: no sé sacar fotos con el móvil. Ni ganas. Tampoco sé imprimir, ni cortar y pegar, ni…)
No soy capaz de aprender inglés. O cualquier otro idioma que no sean los dos que aprendí de pequeña. No entiendo de reglas gramaticales o matemáticas. Ni consigo descifrar un libreto de instrucciones. No puedo leer en libros electrónicos. No sé chatear, ni utilizar ninguna red social. No consigo memorizar el titulo de ninguna canción. Y si entro en un centro comercial, me pierdo.
(¡Ele! Ésa es mi hija. No es necesario que nos sometamos a prueba de paternidad. Cuando entro en El Corte Inglés, cosa que sólo hago para tomar ostras y champán en su planta gastronómica −la de Callao− con los últimos cuartos que me quedan, me siento más perdido que Teseo en Knossos y tengo que agarrarme, convulso, al brazo de un dependiente, o mejor si es dependienta, y rogarle que me saque de allí. Cualquier día de éstos seré víctima de un ataque de pánico y tendrán que llamar a urgencias. El inglés lo leo bastante bien, lo escribo muy mal, lo chapurreo de risa y no entiendo ni papa cuando se dirigen a mí en tan extendida lengua)
En esta penosa situación es evidente que no puedo estar sola. Que le necesito para que me lleve de paseo en coche, para que me lea en la cama, para que me encienda las bombillas, las halógenas y las clásicas. Para que me examine de las señales de tráfico como él sabe. Para que me traduzca, porque a veces no hay quien me entienda.
(Es en lo único en lo que, hasta cierto punto, disiento… Yo sí soy capaz de estar solo, e inclusive me gusta, pero, cuando lo estoy, mi vida se asemeja extraordinariamente a la que, según mi amigo Arsuaga, llevaban los hombres de Neanderthal. Debería ser enterrado en Atapuerca, pero seguro que está prohibido. Como casi todo).
Y para que me escanee entera, si lo considera necesario.
(¡Nooooo! Escanearme, no, porfa. Bastante tengo con los aeropuertos, las radiografías y las tomografías)
Porque yo no sé.”
Corolario: yo tampoco, Ayanta, y sin embargo seguimos vivos, y bien vivos. Será señal de que todo eso, como las refitolerías del salpicadero del coche de mi mujer, no sirve para nada).
No vayan a creer que me siento orgulloso de ello (tampoco lo contrario), ni que exagero (en realidad me quedo corto), ni que todas esas minusvalías son porque de antemano, psicológicamente, me cierro en banda.
¡Qué va!
Simplemente, es así.
Tengo ahora que cortar el pan. ¿Dónde demonios habré dejado el hacha de sílex?
Publicado en Dragolandia, elmundo.es, 31 agosto 2013
En la vida aprendemos o dejamos de aprender las cosas según la necesidad que tenemos de ellas. Yo mismo he tenido que desempeñarme en multitud de cosas para las que no estoy dotado.
Bienaventurados ustedes dos, Dragó e hija, por esa colección de “no sé”. Porque ese conjunto de impericias habla de libertad. En el fondo la mayor parte de verdaderas certezas y destrezas que importan las aprende en su isla desierta el filósofo autodidacta de Ibn Tufayl. Criado en la isla de la soledad y rodeado por el vasto océano de lo ignoto.
No sabes lo que me identifico con vosotros.Pero la mayoria de las veces nos ocurren esas cosas porque es bueno para nosotros,es que somos diferentes,no raros como a mi,nose a vosotros,me catalogan.Siempre me ha gustado la forma de ver la vida de Fernando Sanchez Drago.Saludos y feliz vida.Un abrazo.
No os preocupéis, menos sabía Sócrates y miren: pasó a la historia y millones estudian hoy las obras que no escribió (porque no sabía escribir, ja ja ja). Saludos,
Augusto Lázaro