El santo del día

Y también, en cierto modo, el día de mi santo y el del no menos santo patrón de la sociedad secreta -cada vez más secreta- a la que desde mi más remota infancia pertenezco. Siempre le he sido leal. Aprendí a leer a los tres años. La lectura fue, casi, mi primer vagido, el cordón umbilical que me puso en contacto con el mundo y es ahora salvavidas, tablón de náufrago, asidero, burladero de mi vejez.

23 de abril, fiesta trinitaria: San Shakespeare, San Cervantes y San Jorge. Corran a la calle y rindan en ella, si son creyentes, culto politeísta al único Dios que, con certeza, existe. O póstrese, quien se considere ateo o luciferino y haga suya la bandera del non serviam, ante el altar del mayor invento ideado por el hombre. Hoy es el día del Sumo Hacedor, hoy se cierne sobre nuestras cabezas el Espíritu Santo, hoy son templos las librerías, hoy nacen claveles en el asfalto, hoy sale la imagen del Gran Poder de Guttenberg en procesión, hoy -pange, lingua, gloriosi- resucita la Cultura, hoy tomamos la calle los lectores, hoy es el Día del Libro, el día de mi santo, el día del santo de mis cofrades… Sociedad secreta, sí, y acorralada, pero jamás vencida: los Trescientos, frente al Persa, en las Termópilas.

Voy a contarles por qué me llamo Libro…

En 1942 me operaron de vegetaciones. Tenía seis años. El médico ordenó que permaneciese en la cama hasta el día siguiente y me prohibió hablar e ingerir alimentos sólidos durante ese intervalo de convalecencia. Hakuna matata (ningún problema, en suajili), pensé, adelantándome al rey León y sus amigos, cuando mi madre me explicó que podría tomar helados y, sobre todo, cuando al ratito -estaba yo ya con el embozo subido hasta la nuez que aún no tenía- apareció mi tía Susi con un libro de regalo para que me entretuviese durante las largas horas diurnas de forzoso silencio. No había entonces televisión, aunque sí radio, pero yo leía de corrido, y me encantaba. La lectura era mi distracción (o mi foco de atención) predilecta.

No fue aquel libro el primero que entró en mi vida y pasó a formar parte de mi incipiente biblioteca, pero no guardo memoria de ningún otro -concreto- anterior a él. Era de Richmal Crompton, se llamaba Travesuras de Guillermo y en su portada se veía el rostro desgreñado de un niño que, en realidad, como no tardaría en descubrir, era todo un héroe: el único anarquista triunfante, según su hagiógrafo Fernando Savater, de la Historia universal.

Así entró, y se instaló definitivamente, en mi mundo, en mi imaginario, en mi santoral y en mi vida, el primer maestro y modelo que ésta me deparaba.

Agradecí con un gesto silencioso, mudo yo no tanto por la intervención quirúrgica cuanto por la emoción que me embargaba, el prodigioso regalo, abrí de inmediato el libro -momento estelar de mi existencia- y lo leí de un tirón. Fue, acaso, la mejor tarde de mi vida o, por lo menos, una de las mejores, y ya nunca, a lo largo de ella, dejé de dedicar a la lectura muchas horas al día.

Ni yo ni tampoco los miembros de mi familia fuimos entonces conscientes de que el episodio descrito no lo era sólo de diversión, sino también de inversión. Tropecé aquel día, y di el primer paso en el aprendizaje de su manejo, con una herramienta que en el futuro me serviría para ganarme la vida. Llevo, de hecho, más de 30 años -comenzó esa danza en agosto de 1971- escribiendo, dirigiendo y presentando programas de literatura en televisión. Es pasmoso. Todos los días, al despertarme, me pellizco para comprobar que es cierto, que sigue siéndolo, que me pagan por leer. ¡Por leer! Chitón. Que no se entere nadie, pero lo haría gratis o, incluso, debería ser yo quien pagara por ello.

Aquel libro -Travesuras de Guillermo, 1935, editorial Molino- descansa aún, milagrosamente incólume, aunque muy manoseado, en uno de los rincones menos polvorientos de mi inmensa (por desgracia; ya no hay quién la maneje) biblioteca, y, hoy, rescatado, homenajeado y en palmitas, porque no sólo mío, sino también suyo es el santo de este día, lo tengo a mi vera, sobre mi mesa, junto a mi gato Soseki y la vieja Olympia en la que escribo.

Dentro de un rato, cuando termine de escribir este artículo, lo abriré, como lo hice aquella tarde, y todo volverá a empezar…

Lo sé de cierto. Me he sometido a esa prueba en infinidad de ocasiones.

Dos años después, se casó mi madre en segundas nupcias; se fue de luna de miel y me trajo al regresar, entre otras cosas, un libro de tapa dura y color cremoso que recogía los cuatro volúmenes de las aventuras de Tom Sawyer y Huck Finn -1945, ediciones Lauro-. Y yo, en cuanto lo abrí y empecé a leerlo, supe, una vez más, que el mundo estaba bien hecho y que todo iba a pedir de boca. Cierto era que había dejado de ser el rey de la casa y de dormir en su alcoba principal, pero tenía un nuevo héroe -otro maestro: Tom- y dos nuevos compañeros de Ulises -Huck y el negro Jim- para añadir a la lista de los Proscritos -Douglas, Pelirrojo y Enrique- del Gran Jefe Guillermo. Hakuna Matata.

Ese libro también está ahora a mi lado, sobre la misma mesa, y siempre lo tengo a mi alcance.

Alrededor de 15 días después me gané la primera bronca de mi vida. Fue mi padrastro, hombre sumamente bondadoso, quien -riéndose, supongo, por lo bajinis- me la echó. No era para menos. Lo que motivó no tanto su ira, educadísima, cuanto su asombro fue el despiste en que incurrí al dejar que me pescase con las manos en la masa del Arte de Amar, de Ovidio, y con las pupilas clavadas en sus versos, y dilatadas, cabe suponer, por la lascivia en agraz. Poco después volvió a pillarme in fraganti, absorto yo en la lectura de la Biblia traducida por el humanista sevillano Cipriano de Valera en versión no expurgada ni anotada por la Iglesia. También hubo bronca.

Ése fue, a todas luces, el año -tenía yo ocho- en que viví peligrosamente, pues pasamos su mes de agosto, por ser mi padrastro natural de Soria, en la ciudad donde había nacido y en la que yo fijaría un cuarto de siglo después mi residencia. El autobús que desde Madrid nos condujo a ella rendía viaje a dos pasos de la casa de mi familia política, en la que también nosotros íbamos a residir. Eran las seis y media de la tarde, hacía fresco y el aire estaba impregnado de olor a serrería. Llevaba yo a cuestas un bolsón cargado de libros. Llegué a la casa y descubrí, paralizado otra vez por la emoción, que los parientes de mi padrastro poseían y regentaban la única librería existente a la sazón en la ciudad. Aún funciona, con el mismo nombre (Las Heras), la misma puerta e igual fachada. Durante las dos semanas sucesivas, hasta que el repertorio de libros apropiados para un arrapiezo de tan corta edad se agotó, acampé y pasé ocho horas al día en el interior de la tienda leyendo de uno en uno, con la ayuda de una escalera que iba desplazando al hilo de la lectura, y acomodado en su estribo superior, todos los títulos que los anaqueles atesoraban. No había forma de sacarme de allí. Mi padrastro se desesperaba, me suplicaba que saliera a jugar con otros niños y me amenazaba con el espantajo de un futuro que a él, no a mí, le parecía ominoso: el de convertirme en émulo del principito que todo lo aprendió en los libros.

En realidad, ya lo era. Los profesores, en el colegio, me llamaban Lunilla -porque, según ellos, siempre estaba en la luna, como Cyrano de Bergerac y Julio Verne- y los alumnos, la rata literata.

Descubrí luego, aquel mismo verano, tras abandonar por fin mi reducto después de haber exprimido a fondo todas las obras yacentes en él, que existía en La Dehesa o Alameda de Cervantes -el parque público de la ciudad- un quiosco de piedra, ladrillo y techumbre a dos aguas que servía de franciscana sede a una minúscula biblioteca infantil. Todas las mañanas, a eso de las diez, un Bartleby del Ayuntamiento, adusto, astroso, cojitranco, quizá caballero mutilado -así los llamaban- de la aún muy reciente Guerra Civil, pasaba por delante del edificio en el que nosotros vivíamos, situado en la calle más céntrica y concurrida de la ciudad, y yo que, expectante, andaba siempre al acecho de su paso en el mirador, bajaba de dos en dos y de tres en tres las escaleras, me iba en pos de él, adelantándolo a veces, retrasándome, corriendo y retozando a su alrededor como un animalillo de compañía, y así llegábamos los dos a la Dehesa, y él abría los postigos de su negociado, y yo solicitaba y hojeaba su escurrido y desguarnecido catálogo, y pedía uno de sus títulos, y luego otro, y otro, y otro, y los iba leyendo sobre el césped hasta que a eso de la una de la tarde aparecían mis amigos y me iba a jugar con ellos, tal como quería mi padrastro. No sé cuantas veces devoré y volví a devorar de punta a cabo todos los fondos de aquella biblioteca, cuyo templete aún existe, aunque cerrado desde hace mucho. Y a veces, cuando paso por allí, sopeso -paladeo- la posibilidad de pedir y conseguir su reapertura y de que el Ayuntamiento, así sea a título de jubilación emérita y no retribuida, me confíe su gestión para que en la recta final de mi existencia siembre yo en otros niños lo que aquel cojito sembró en el que yo, entonces, era: ensimismamiento, soledad sonora y habitada, felicidad, horizontes, esperanza…

Sueño -el mío- vano, bien lo sé.

Mi familia de adopción poseía una hermosa huerta, que aún nos pertenece, aunque hoy nadie la cultive, en la orilla del Duero, junto a la curva de ballesta, sobre las viejas murallas de la ciudad y frente al claustro mudéjar de San Juan y el Monte de las Animas; y en esa huerta había una casa de dos plantas y un palomar con una galería que se asomaba al río y un soportal que lo hacía a un jardín: y en ese jardín crecía, y aún sigue -como todo lo demás- en pie, un nogal de cinco horquillas ascendentes; y yo bajaba allí, a la huerta, por las tardes, y trepaba hasta el piso más alto del nogal, y me instalaba en él, rodeado por las frondas, y leía, leía, leía, mientras me arropaba y acunaba, subiendo desde el río, y desde el jardincillo, y desde los labrantíos, el chapaleteo de los remos de las barcas, y las risas de los veraneantes que a su bordo bogaban, y los juegos de mis hermanos, y el ruido del trajín de las azadas en los surcos y las acequias, y… la música de la vida. Yo era allí, sin saberlo aún, monaguillo, aprendiz, remedo o caricatura del Barón Rampante de Italo Calvino.

O, si se me consiente que con obligada humildad lo diga, un adelantado, un abanderado, un adalid, un guerrero, un campeón, un héroe de la lectura. Diez años después, encontrándome en la cárcel de Carabanchel y en una celda solitaria y, por la noche, completamente a oscuras, incurrí, de hecho, en la heroicidad de leer libros enteros con la ayuda de una gruesa de cajas de fósforos adquirida en el economato del penal.

Podría seguir durante páginas y páginas evocando episodios similares, pero sobra, creo, con los transcritos para explicar por qué me llamo Libro y justificar la afirmación (que quizá, inicialmente, pareciera a algunos insensata o peregrina) de que hoy, 23 de abril, es el día de mi santo. Séalo también el de ustedes.

Y voy a celebrarlo…. ¿Cómo? Abriendo una vez más el primer libro de cuya lectura guardo recuerdo y zambulléndome, ajeno a todo lo demás, en él.

Empieza así: «La culpa de lo que vamos a contar la tuvo la tía de Guillermo. Estaba de buen humor aquella mañana y regaló al niño un chelín por haberse encargado de echarle una carta al correo y de llevarle unos paquetes».

Y todo -estos días azules y este sol de la infancia- vuelve, en efecto, a empezar.

Hakuna matata.

Publicado en: ...el 23 Abril 2007 @ 15:23 Comentarios (1)

One Comment

  1. A 26 Abril 2007 @ 17:58 pablo dijo:

    Recuerdo Fernando con mucho gozo, sino el primer libro con el cual rocé, si el primero en el cual me introduje, por recomendacion explicita de mi madre y tras una reprimenda por parte de mi hermano mayor en la cual me reprochaba mi indiferencia hacia el mundo de los libros, y reciprocamente algo de ese libro me impregnó…
    Te lo comento porque dejé escapar una sonrisa, siguiendo tu programa, cuando recomendaste ese mismo libro a toda tu audiencia explicandonos sus deliosas virtudes, no es otro que el archifamoso Sinhue El Egipcio de Mika Waltari, de verdad que me encanto tu mencion y me hizo recordar nitidamente ese buen momento familiar y los agradecimientos pendientes que todavia tengo con mi madre y hermano.
    Muchas gracias por todo Fernando, espero no haberme ganado ningun campanillazo, te deseo lo mejor y que me sigas mostrando las ambrosías de los libros y de la television.