Barcelona taurina: la quinta columna

Mediodía del sábado 16. Llego al aeropuerto de El Prat como si fuese Hemingway a punto de pedir habitación con güisqui incluido en una habitación del Hotel Florida para pasar allí las navidades madrileñas del 36. Ser, hoy, aficionado a los toros en Barcelona es —pienso mientras aterrizo— algo similar a lo que era ser comunista bajo Franco.

Al día siguiente reaparece José Tomás donde los cánones del valor mandan y yo, reporter Tribulete metido a Mortadelo y Filemón, tengo que descubrir y explorar lo que de vida, ambiente y ágoras taurinas quede en una ciudad que tuvo, en otros tiempos, tres plazas de toros, pero en la que ahora sólo sobrevive, a regañadientes y duras penas, una: La Monumental.

Tótem y tabú. El toro de lidia sustituido, como emblema de identidad y fraternidad, por el burro manso. ¿Matar al padre emasculándolo, vasectomizándolo, privándolo de su fiereza, su solemnidad, su autoridad y su mando en plaza? Pues sí. De eso, en definitiva, se trata. Tal es el juego del progresismo buenista, falsamente animalista y bobalicón. Las lanzas se tornan cañas.

¿Quedará, me pregunto ya en el taxi, algo de todo aquello, de la Barcelona taurina, donde tanto hubo? ¿Habrá una quinta columna de taurinismo, subrepticia, acoquinada, clandestina, boqueante, como la había en el Madrid de Hemingway y del no pasarán? ¿Encontraré material suficiente para llenar dos páginas del periódico?

Me temo lo peor, pero pronto mi aprensión se volverá esperanza, primero, y después, casi en seguida, euforia, entusiasmo, burbujas de champán —¿de champán? ¡Qué coño! ¡De chute y subidón de sol y sombra!— inyectado en vena. En la femoral, por supuesto. Los toreros no tienen otra.

Paso, de hecho, a la media hora, nada más llegar al hotel y encontrarme con la cuadrilla de aficionados que allí me espera, del temor a no encontrar consonante suficiente para cinco folios a la congoja de cómo diantre encajar en ellos todo lo que mis anfitriones y cicerones me tienen preparado.

Ofensa e ingratitud sería no citar aquí sus nombres. Son Joan Segura Palomares, presidente de la Asociación de Peñas Taurinas de Barcelona, su amigo —y aficionado a la antigua usanza— Jaume Josa y Antonio Moreno, fotógrafo de El Mundo, que jalonará con sus imágenes nuestra aventura.

Lo saben todo. Con guías así no le habría sido difícil a Colón descubrir América. Disponemos de muy pocas horas antes de que me ponga a aporrear la Olympia. Manos a la obra. Chispea, calles vacías, un taxi, otro, porque mi mujer nos acompaña y en uno no cabemos, y ya estamos frente a la Monumental, donde un par de horas antes se han puesto a la venta, por ley, las últimas cuatrocientas andanadas.

A los 15 minutos ya no quedaba ninguna. Todo el papel vendido y revendido, a precios estratosféricos el segundo. Las taquillas, cerradas. Merodeo de curiosos. Guiris. Cinco o seis vendedoras ambulantes —mañana serán legión— ofrecen camisetas en cuyas pecheras se certifica que el comprador estuvo allí ese día, el 17 de junio, el del retorno del Jedi, el de la Segunda Venida del Mesías, el de la reaparición de José Tomás.

En un esquinazo, a tiro de piedra de la plaza, el Bar Bretón. Fue de riojanos, ahora es de chinos que no hablan ni papa de español, pero que a veces cruzan la calle, van a los toros y se rascan, perplejos (o pelplejos), la mollera.

Dos cabezas de astado presiden la planta principal, que es chiquita pero matona, por las muchas fotos de matadores y acólitos de matadores que despuntan en sus paredes y detrás del mostrador. Una escalera de hueco angosto y angustiosamente vertical conduce a la cripta en la que todos los jueves, a eso de las ocho de la tarde, o de la noche, si es invierno, se reúnen las peñas de El Pizarral y de José Tomás. Ajuar y cromos taurinos. Carteles de ayer y de hoy. El más antiguo se remonta a 1890. Mobiliario que no le va, en veteranía, a la zaga. Sabor de época, un poco tristón, un mucho cutre, como corresponde.

Pátina de colores, imágenes, lugares, personas y objetos que ya no volverán. Camarón, Pozoblanco, Paquirri, Dalí vestido de Dalí, la bailaora Maruja Garrido, la rejoneadora Conchita Cintrón… Dos fotos, llamativas, portentosas, de Manolo González instrumentando un natural de rodillas con la cabeza metida entre los pitones del toro. Fue cuando reapareció Carlos Arruza.

Salimos. Se nos acerca Ramón de Pablo, veterinario de la plaza durante 27 años. Amistoso, gracioso, fraterno, cercano, como lo son casi siempre las gentes del toro. Un semáforo, una avenida, una especie de ensanche. Seguimos en la explanada y jurisdicción de la Monumental, vigilados por los estrambóticos, inverosímiles y colosales huevos —entre Gaudí y Dalí— que la rematan. El restaurante La Gran Peña (Cocina de Mercado), cuyo nombre sólo se alaba y bien se lame, pero como toro y no como buey, es alargado, ordenado, espacioso.

Allí, entre imaginería, grifos de cerveza, tapas, menaje sin malaje y aromas taurinos, almuerzan o simplemente picotean muchos de los que luego, después de regodearse y recrearse, ya bien comidos y mejor bebidos, en la suerte de la sobremesa, se irán despacito y garbosos, como el Camborio de Lorca, aunque sin vara de mimbre, hacia los tendidos de la plaza para ver si Dios reparte suerte, el tiempo ayuda, los toros embisten, hay faena y pueden volver a casa dando muletazos por las calles.

Una de patatas fritas, otra de aceitunas con aliño, unas cañas, anécdotas, erudición, recuerdos, destellos del ayer —Segura Palomares lo ha visto todo, lo recuerda todo, lo cuenta todo, es como el Cossío que este periódico, con muy buen acuerdo, reedita, y Jaume Josa no desmerece— y aficionados que se nos acercan, calurosos, para echar su cuarto a espadas puestas en todo lo exacto y aliviar el gaznate, mientras la dueña, efusiva, se encuna en las tablas de la generosidad encastada de amistad y se niega a cobrarnos lo gastado. ¡Olé! Y, de propina, para que los ojos se dilaten por el asombro y a la vez se nublen por el dolor de lo perdido, ¡zas!, una foto y, en ella, Manolete, que tanto se parecía a José Tomás, Arruza y, de sobresaliente, Juanito Tarré. ¿Les dicen algo esos nombres?

Entramos en la plaza, porque así nos lo permite la soberana voluntad de quien controla la puerta, por donde lo hacen los toreros, reparamos en el asombroso parecido, búhos ambos, de quien nos facilita el acceso con Unamuno y, crecidos ya, por no decir agigantados, nos vamos todos a pisar el albero, a saludar, montera imaginaria en mano, a quienes —imaginarios, también, aún— se pondrán de pie el domingo, a las siete de la tarde, para recibir a los matadores y a sus cuadrillas, y nos topamos e instantáneamente amigamos con un grupo de devotos que vienen de San Lúcar de Barrameda y del Puerto de Santa María. ¡En pie, señores! Madrileños, catalanes, sorianos, andaluces, japonesas… Son las Españas. En el planeta de los toros, que va de Galicia a Japón pasando por América, todos somos paisanos.

Hay otros bares, otras tabernas, otros figones: Los Toreros, A Ruta Olímpica, Pizza di Como… O había, porque el primero de ellos, en lo que fue barrio chino y hoy es mustio collado de biempensantes, nos recibe cerrado y con muy mala pinta. Seguro que ha fallecido. ¿Lo convertirán en todo a 100? Nuestro pésame, y requiescant.

En el restaurante Las Siete Puertas —me dicen, pero ya no queda tiempo para ir— hay, junto a determinadas mesas, placas que recuerdan el nombre de sus usuarios: Manolete, Arruza, Orson Welles… Y en la habitación número uno del Hotel Oriente, en plena Rambla, dormía, cuando toreaba en Barcelona, el hombre que murió en Linares. Pero ya ha cambiado, sic transit, la numeración.

Sólo falta dar lo suyo al estómago, que ya ruge, y hay que hacerlo en Leopoldo, ¿dónde si no?, legendaria, mitológica casa de comidas, y de escritores como Manolo Vázquez Montalbán y sus muchos amigachos, y de Terenci, y de Maruja, y de la Peña Tendido Dos, que allí sienta gracejo, apetito y cháchara el primer miércoles de cada mes, y de franceses de Nimes, hoy comerán allí ciento y la madre, y de cualquiera, y de todos, cuya propietaria, presidenta y alguacililla Rosa Gil perdió a su marido —el torero portugués José Falcón, malamente empitonado por un toro de embestida aviesa— cuando llevaba ocho meses casada, allá por 1974, y su única hija en el vientre.

Historia dura y larga la de esta mujer formidable, hermosa, inteligente, emprendedora, hospitalaria, tierna con las espigas y las espuelas, vertical frente a sus fúnebres banderillas de tinieblas, que merecería pliego aparte, y juro que algún día se lo daré.

Es ella quien me sube a su coche y me trae, las cuatro de la tarde ya, hasta el hotel. Entro en la habitación, me pongo a escribir, Barcelona taurina, sí, me digo, pero no, de ningún modo, clandestina, mañana, por hoy, se verá, y lo que hace unas horas tomé, burro de mí, manso de mí, por quinta columna, se echará a la calle, conquistará o defenderá, tanto monta, españoles todos, el cuartel de la Montaña, el Bar Bretón, La Gran Peña y Leopoldo, entrará en la plaza, dirá, sonriendo, no pasarán a los manifestantes antitaurinos y será, en todo caso, columna Durruti.

Publicado en: ...el 18 Junio 2007 @ 00:08 Comentarios (3)

3 comentarios

  1. A 26 Agosto 2008 @ 09:36 Jorge dijo:

    Ideas absurdas de destrucción le pasaban por la cabeza los domingos, sobre todo cuando cruzaba entre la gente a la vuelta de los toros, pensaba en el placer que sería para él poner en cada bocacalle una media docena de ametralladoras y no dejar uno de los que volvían de la estúpida y sangrienta fiesta.

    Toda aquella sucia morralla de chulos eran los que vociferaban en los cafés antes de la guerra, los que soltaron baladronadas y bravatas para luego quedarse en sus casas tan tranquilos.

    La moral del espectador de corrida de toros se había revelado en ellos; la moral del cobarde que exige valor en otro, en el soldado en el campo de batalla, en el histrión, o en el torero en el circo.

    A aquella turba de bestias crueles y sanguinarias, estúpidas y petulantes, le hubiera impuesto Hurtado el respeto al dolor ajeno por la fuerza”.

  2. A 15 Abril 2011 @ 15:55 Manuel Vecino dijo:

    Me gustaría encontrar una crónica taurina escrita por Fernando Sanchez Dragó en el desaparecido Diario 16 en 1984 sobre una faena de Curro Romero a un toro de Garzón en Madrid, creo recordar que se titulaba “Ya me puedo morir…”

  3. A 09 Enero 2012 @ 16:58 joaquin dijo:

    Hola amigos pasaba por aqui para ofreceros la compre de 2 localidades de sombra para la monumental de pamplona interesados llamar a 620208760 gracias