DRAGOLANDIA: Quiet days en Castilfrío

Tranquilos, aunque dionisíacos, fueron los de Henry Miller en el barrio parisiense de Clichy. Tranquilos, pero apolíneos, son los míos, desde hace casi dos semanas, en la aldea que he elegido para vivir y, seguramente, para morir. Que no sea pronto.

Las magulladuras de Dragolandia (la de la tele) quedan atrás. Estaba exhausto. Por primera vez en los últimos treinta años me he permitido el lujo y la molicie de pasar dos días derrengado en un sofá. Septiembre negro: el peor mes de mi vida. Nunca había trabajado tanto para tan poco.

Contaré la historia íntima de ese programa, híbrido de dragón y Zebra, en un futuro cercano. Hacerlo ahora no sería juicioso. Las llamas del infierno aún lamen las plantas de mis pies. Carezco de perspectiva. El tiempo me la dará.

Los días, aquí, son como olas mansas que, iguales a sí mismas, vienen, se van y regresan. Pureza, belleza, armonía y tranquilidad son los cuatro conceptos que delimitan en las casas de té japonesas el espacio en el que se celebra la ceremonia y eucaristía de esa infusión.

Me acuesto a las diez y media. Veo una película de la Edad de Oro de Hollywood (los años cuarenta, los cincuenta, los sesenta) y leo hasta dormirme. A eso de las cuatro me despierto, busco un diván y reanudo la lectura. A las cinco y media vuelvo a dormirme. Abro los ojos dos horas más tarde. Charlo un poco con mi mujer, que ha saltado de la cama para acurrucarse a mi lado en el sofá. Juego con los gatos. Meditación. Abluciones. Pastillas de mi elixir. Leo El Mundo en internet. Echo un vistazo al correo. Saco los gatos al jardín. Cuarenta y cinco minutos de bicicleta estática a veintiocho kilómetros por hora y media película frente a mí. Desayuno té con almendrina, un buen zumo de zanahoria, manzana, apio y jengibre, y dos o tres tostadas de pan de pueblo con aceite de oliva de Osuna. Cien miligramos de cafeína. Escribo durante cinco horas. A las tres bajo a almorzar. Siesta y lectura hasta las seis. Pongo orden en mis papeles, en los libros, en la casa. A las ocho vuelvo al gimnasio y camino durante otros cuarenta y cinco minutos sobre la cinta mecánica a una media de siete kilómetros por hora. Mientras lo hago termino de ver la película que dejé interrumpida por la mañana. Me meto en el baño turco o en el japonés, alternándolos de día en día. Me ducho. Un par de vasos de vino. A veces, mientras ceno, enciendo durante un ratillo la tele. Veo, por lo general, “El gato al agua”, de Intereconomía. Todo lo demás me aburre o me repugna. A las diez y media me meto en la cama, los gatos juegan sobre o alrededor de ella y vuelta a empezar.

Rara vez veo a alguien. Casi nunca salgo de casa.

Seguro que muchos de mis lectores piensan: ¡qué aburrimiento! A mí, sin embargo, me divierte.

¿Por la edad? No. Siempre quise ser monje de clausura, siempre me ha gustado vivir así.

Ora et labora. Amén.

Publicado en: ...el 13 Enero 2010 @ 11:31 Comentarios (3)

3 comentarios

  1. A 19 Enero 2010 @ 19:52 Cristina Antão Ferreira dijo:

    Una serena crónica dragoniana. Un diario depurado.
    El Septiembre negro no es un estigma. La inquietud de su genialidad no le permite dejar de arriesgar ni tragar un salto en el vacío.
    El frio ( exterior ) y las nieves de Soria parecen tener el efecto de transmitirle un dulce relax.
    Que lo disfrute al máximo.

    Cristina

  2. A 20 Enero 2010 @ 13:02 ddaa dijo:

    “Dragolandia estará dedicado a las personas que han dejado de ver la televisión”

    Buen intento, pero me temo que lo que consiguió con el programa fue aumentar exponencialmente el número de desafectos.

  3. A 14 Agosto 2011 @ 10:58 Ernest Miralles dijo:

    En todo caso un agosto negro; septiembre aún no ha llegado. Admiro su vida saludable y monacal, ojala pudiera yo hacer lo mismo, pero soy uno de esos hombres ocupados que hacen girar la rueda, quizá inutil, del mundo.

    Aún nos tiene que revelar el contenido del elixir.

    Ese norte de Castilla ha de ser precioso.