EL LOBO FEROZ: Cañete bebe clarete
También yo, como Villón y Jorge Manrique, dedico hoy una balada a las nieves y los camareros de antaño.
¡Caña a Cañete! Es la consigna, y todos la acatan, incluso en su partido. No me sumaré a ese coro.
En lo de las mamografías no voy a meterme, porque soy lego. No lo soy, en cambio, acerca de lo que sucede en los patios de las escuelas, que ya no son de recreo, sino de monipodio. Pronto irán los niños al cole con chaleco antibalas, taparrabos de acero, braguitas fichet de apertura retardada (si son nenas), tridente de Gladiator y kit de primeros auxilios. Lo de Leónidas enfrentándose en su adolescencia al lobo de Esparta para mojar la oreja de Jerjes en las Termópilas es, si se compara con la agogé impartida por los angelitos de las escuelas públicas, pedagogía de frasco de sales para damiselas de tontódromo y fiesta de la banderita. La LOE, sin embargo, no ahoga: los huesecillos de nuestros polluelos no tendrán que soportar el sobrepeso de la dotación antidisturbios, pues se les aliviará del lastre generado por los libros, cuadernos y plumieres. ¿Para qué tal bagaje siendo, como son, analfabetos?
Me gusta la gente de lengua larga. Me gustan quienes se meten en líos por decir lo que piensan sin pensarlo dos veces aunque yo no lo piense. Me gusta chinchar a los progres. Me gustan, aunque no sólo por eso, Nabokov, Borges, Houellebecq y Boadella. Me gustan quienes sacan de sus confesionarios a los meapilas del Santo Oficio de la corrección política. Me gustan los que se atreven a decir en voz alta las verdades de a puño que todos susurran en voz baja por si anda cerca algún chivato de la prensa del Movimiento, las oenegés, los comandos Rubalcaba o la teología de la liberación. Y me gusta Cañete, que tanto la pata mete, porque es uno de los pocos políticos con cataplines y sin maricomplejines que hoy cantan en los maitines del Partido Popular.
Crecí en los años del hambre. Sólo había entonces tres cosas (aparte del botijo, la fregona y el chupachú) en las que dábamos sopas con honda al resto de los mortales: el papel de fumar, las cerillas y los camareros. Vamos para abajo. El papel de fumar ya sólo se utiliza para liar canutos, los fósforos están tan anticuados como las propuestas de Llamazares y los camareros son como para no beber ni comer nunca fuera de casa. Inmigrantes o no, ¿qué importa? Todos rayan en eso a igual bajura: los moros y los cristianos viejos.
Una vez, en Larache, se me ocurrió pedir una botella de vino rosado ―cursi de mí― al camarero que me atendía, y que era de la zona, pero cuyo castellano dejaba chiquito al de García Sanchiz. Calló un instante mi interlocutor, me miró con educado, pero firme gesto de reproche, como si él fuese Jeeves y yo Bertie Wooster, y sugirió:
―Querrá usted decir clarete.
Fue una lección. Ya no quedan, en efecto, camareros así. Y era, como he dicho, moro. Elevo mi vaso de té con hierbabuena en su honor y le dedico esta balada del mundo de antaño. Seguro estoy de que él también le daría la razón a Cañete, cuyo apellido, por cierto, rima con clarete. Ese vino tiene el color y el calor de sus palabras.