DRAGOLANDIA: ¡Chiloé!
El que la sigue… Me desentiendo de los asuntos de Vandalia, doy por perdido mi país y cuanto le concierne, me calzo otra vez las botas del dios Mercurio, que llevan alas en los talones, y regreso a lo que de verdad me importa: libros, gatos, modificación de los estados de conciencia, viajes…
¿Viajes? Suspendí la crónica del último el día de nochebuena, que caso de estar en Madrid me lo habría parecido de nochehiena, cuando las ruedas del cochecillo alquilado en Concepción, más de mil kilómetros atrás, me llevaban desde Puerto Montt a la isla de Chiloé y… ¡Magia patagónica! Ya estoy en ella.
El gerente y el cocinero de la agradable posada que me brindó refugio en la isla de Robinsón, sabedores de que me disponía a visitar tan remoto y extrañísimo lugar, se habían hecho lenguas (y leguas) a cuento de sus encantos. Pensé, al oírlos, que Chiloé sería, de ser cierto lo que me contaban, algo parecido a lo que según García Márquez fue Macondo antes de que una tempestad de arena la borrase de la geografía, y no me equivocaba. En lugares así se entiende por qué el realismo mágico, heredero directo de las Crónicas de Indias, nació donde lo hizo.
¡América, América, pero no la de Elia Kazan, sino la de Sender y su aventura equinoccial, la de la casa verde de Vargas Llosa, la del Buenos Aires de Mugica Laínez, la de los pasos perdidos de Alejo Carpentier, la de la selva uruguaya de Horacio Quiroga, la del Gran Sertón de Guimaraes Rosa, la del Moravagine de Blaise Cendrars, la de Gabo y el coronel Buendía en sus laberintos!
Toda una lección de historia de la literatura, de ciencias naturales y de geografía imaginaria.
Para empezar, el clima… Una kermesse, una noria, un tiovivo, una vorágine, un ciclorama. Llueve, sale el sol, hace calor, hace frío, vuelve a llover, a cántaros o no, según le da, y vuelve a salir el sol mientras un viento huracanado encabrita los árboles y diez metros más allá se posa sobre el césped la calma chicha que varó en el océano el Narciso de Conrad.
Lo de siempre, ¡vaya!, en la Araucanía, en la Patagonia y en el archipiélago de Juan Fernández, como vengo relatando, pero aún con mayor intensidad y ritmo de buguibugui, si cabe. Deberían abrir en Chiloé una universidad de Meteorología. El trabajo de campo estaría hecho.
Isla grande…
Bueno, tan grande que ya no dispongo hoy de espacio suficiente para describirla ni de ganas para seguir haciéndolo. Podrá esperar. Quédese para otro día.