DRAGOLANDIA: Día de la Victoria

¿Es esto un blog? ¡Cosas veredes! Tierra libre, en cualquier caso, la que fundo aquí. Torearé a mi aire. ¡Ojalá entren al trapo los enemigos! Sin ellos me quedo en nada.

Evoco otro 1 de abril: el de 1964. Era ese día, por aquel entonces, fiesta nacional: la de la Victoria. De Franco, se sobrentiende. Yo, que era díscolo y antifranquista, estaba en prisión domiciliaria: surrealismo puro, ni Magritte lo hubiese imaginado… Aquella cárcel, aquel domicilio, estaba en el noveno piso de no sé qué número de la Avenida Donostiarra. Tres dormitorios: uno para el cineasta Adolfo Arrieta (que entonces era pintor), otro para el también cineasta Miguel Rubio y el tercero para mí, compartido con mi chica. Una noche durmió allí Catherine Deneuve, pero no conmigo. En el rellano de la escalera, extramuros, dos butacas y dos grises. Eran mis celadores. Sólo yo me encontraba bajo arresto, pero el juez me había dado permiso para salir de casa los días laborables entre las nueve de la mañana y las siete de la tarde. Tenía que ganarme la vida como profesor de italiano en el Beatriz Galindo. Los grises no me escoltaban. Habría sido eso vergonzoso, dijo el juez. Se quedaban aquellos dos hombres de Dios sentaditos en sus butacas, vigilando un apartamento vacío. La gente del barrio, viéndome campar a mis anchas mientras dos maderos montaban guardia a la puerta de mi domicilio, creían que yo, pese a mi corta edad, era director general de algo. Lo que dije: surrealismo puro, y cosas de la época.

El día 1 de abril, a eso de la una, vinieron a buscarme el escritor Isaac Montero y su mujer, la traductora, ya fallecida, Esther Benítez. Eran viejos amigos, aunque todos fuésemos jóvenes. Proponían una excursión a Alcalá de Henares para tomarnos allí unas migas con huevos fritos. La idea me pareció excelente. Salimos todos ―ellos, Caterina y yo― en tropel, pero uno de los grises me cerró el paso y, con exquisita educación, me dijo:

―Don Fernando, usted no tiene permiso para salir hoy de casa. No es día laborable.

Acusé el golpe, pero sólo un instante. Me recompuse inmediatamente, desenfundé mi mejor sonrisa y contraataqué:

―¡Pero es la fiesta de Franco y yo estoy detenido por antifranquista! ¡No querrá que la celebre!

El izquierdazo lo envió a besar la lona. Se quedó el guripa perplejo ante tamaña demostración de lógica, se rascó la cabeza y cedió:

―Tiene usted razón. No había caído en ello.

Y se hizo a un lado.

Para eso sirve la filosofía. Las migas, por cierto, estaban de rechupete.

Publicado en: ...el 03 Abril 2008 @ 15:54 Comentarios desactivados

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