Con flores a Marías
¿Cuándo y por qué nos enfadamos Javier Marías y yo? No quiero que me pase lo que al general Narváez, que no podía perdonar a sus enemigos, porque los había fusilado a todos. A mí se me van muriendo de muerte natural. Yo mismo puedo hincar la pluma en cualquier momento. Antes de que suceda eso me gustaría hacer las paces con Marías junior, último enemigo, del que tengo constancia, que me queda. Y si digo junior es por respeto a su padre, que era senior y todo un señor.
Lo conocí en Soria, cuando yo era niño, tuve con él largo trato de aprendiz a maestro y lo aprecié mucho. En tres ocasiones lo entrevisté a fondo en Encuentros con las Letras y Negro sobre blanco. Lo hice no sólo porque era de justicia, sino para rendirle homenaje.
Vi a don Julián por última vez, poco antes de que muriera, en el mismo lugar donde medio siglo atrás, junto a Heliodoro Carpintero, lo había conocido: una de las dos terrazas de bar que flanquean, en la Dehesa de Soria, el Árbol de la Música. Los ojos le lagrimeaban y las caderas, supongo, le flaqueaban, pero seguía siendo un senior, un señor, un senador de la filosofía, un maître à penser y un magister vitae.
GUADALAJARA EN UN LLANO
Con su hijo también tuve trato de moderada amistad hasta noviembre del 98. Teníamos en común muchas cosas, empezando por la ciudad a la que acabo de aludir. Mientras yo escribía Gárgoris y Habidis en mi casa de El Collado, él venía, a veces, por la noche, después de cenar, y echábamos unas parrafadas alrededor de un vaso de vino.
En la fecha traída a colación se celebró la Feria del Libro de Guadalajara, en México, estalló allí una trifulca a cuento de la supuesta preponderancia y abuso de poder del grupo PRISA, terciamos en ella Armas Marcelo y yo, hubo no pocas escaramuzas en la prensa, y Javier, que ya era autor de Alfaguara, arremetió contra nosotros desde lo alto de una columna de El País en la que nos tildaba de “funcionarios de la cultura”.
Me tengo por buen fajador. No me importa que me insulten. Si Marías me hubiese llamado asesino, cornudo, hideputa, tuercebotas o facha, no se me habría movido ni un pelo del bigote que no tengo. Pero lo de funcionario me enfureció, y no sólo porque jamás lo he sido, sino por estar la mencionada profesión reñida con mi naturaleza. Perdónenme quienes lo sean, pero tal oficio, si por mí fuese, no existiría.
COÉFORAS
¿Funcionario yo?, me dije. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Y desenvainé la lengua en el curso de una entrevista que publicó ABC.
A partir de ese instante quedó la enemistad sellada. El aludido contraatacó, pagándome con similar moneda, y yo, por tierra, mar y aire, volví a la carga como si fuese uno de esos tábanos pesadísimos que nunca cejan en su empeño de clavar el aguijón.
Procuré hacerlo –válgame de insuficiente disculpa– ad opus, nunca ad hominem. Él, en eso, no me secundó. Escribió cosas vejatorias acerca de mi persona, no sólo de mis libros, pero perdonadas y más que olvidadas, por mi parte, están.
Cierto es que sus novelas no me gustaban, aunque sí sus artículos, sus ensayos y, sobre todo, sus retratos de escritores. Supongo que tampoco a él le gustarán las mías, pero ni lo uno ni lo otro, digo yo, es motivo suficiente para la discordia. Tengo, de hecho, por amigos a no pocas gentes de pluma cuyos libros no me agradan y a quienes los míos, con perdón, se la bufan.
Eso es usual en la vida literaria. Raro es el escritor que de verdad aprueba lo que sus coetáneos escriben, por más que de dientes afuera asegure lo contrario.
Dije antes que las novelas de Marías no me gustaban, pero observe el lector que lo hice en pretérito imperfecto. Ya no podría decirlo.
EUMÉNIDES
En los últimos días he leído Aquella mitad de mi tiempo: Al mirar atrás (Debolsillo) y Los enamoramientos (Alfaguara), obras ambas de Javier. Y lo he hecho, en los dos casos, con placer, gratitud y alivio.
Placer: el de la lectura.
Gratitud: la de tener a mi alcance la sabiduría de la rectificación.
Alivio: el de poder, acaso, y todavía a tiempo, reconciliarme con mi último enemigo sin necesidad de fingir o mentir ni de morirme.
El primer libro citado lo es, a su modo, de memorias (“indirectas, involuntarias y fragmentarias, aunque consentidas”, dice en el prólogo Miguel Marías hermano de Javier). Me ha gustado mucho. Y, a medida que lo iba leyendo, descubría o, más bien, comprobaba lo que ya dije: la ingente cantidad de cosas, lugares, personas, vivencias, sentimientos y opiniones que el joven Marías y yo tenemos en común.
¿Cómo es posible, me preguntaba al hilo de la lectura, que nos guardemos recíproca inquina en vez de ser tan buenos amigos como las afinidades heredadas y, aún más, las electivas exigen?
Hasta ahí, sin embargo, la sensación de gratitud y alivio era sólo relativa al no venir acompañada por el chasquido de la sorpresa ni referirse al género literario en el que más repica Javier. Ya dije que siempre me había gustado el Marías ensayista y articulista, pero no el de las obras de ficción.
Abrí entonces, no sin recelo, su última novela, Los enamoramientos, y ya no pude soltarla hasta la última línea. No dispongo aquí de la holgura de espacio necesaria para elogiar esa obra con la extensión que merece. Lo haré, si ha lugar a ello, algún día, aquí mismo o en otra parte. Empeño mi palabra.
En el ínterin, Javier, aquí va, tendida y franca, mi mano. Confío en que la estreches. ¿Nos vemos en Soria? Puede ser en tu casa del Espolón, en la mía de Castilfrío, que desde hoy es la tuya, o en la terraza de la Dehesa donde conocí a tu padre. Helio Carpintero, en el que tu amistad y la mía convergen, podría ser padrino y testigo de ese abrazo de Vergara.
Publicado en “Desde Soria con amor”, El Mundo, 1 octubre 2011.
LA LUMBRERA ES UN FUNCIONARIO DE LA CULTURA, MAL QUE LE PESE Y AUNQUE LO NIEGUE Y RENIEGUE. Y LO QUE ES PEOR: QUE HAGA COMO SI NO LO FUERA Y ENCIMA ATAQUE AL FUNCIONARIADO. NIEGA LA EVIDENCIA DE LA MANERA MAS CARADURA. ES UN TRILERO COMO POCOS, LA LUMBRERA.
TODA SU VIDA TRABAJANDO PARA RTVE Y TELEMADRID, INSTITUTO CERVANTES, ETC.