DRAGOLANDIA: Salvador

No se inquieten. No quiero salvar a nadie. No me gustan los salvadores ni quienes se meten a redentores. No soy cristiano. No soy socialista. No soy de izquierdas. No pertenezco a ninguna oenegé. No creo que sea posible otro mundo. Ni siquiera, caso de que lo fuese, me parecería deseable. En el Egipto de Sinuhé se decía: así ha sido siempre y siempre será así. Mi maestro Nietzsche —lo recordaba el otro día Umberto Eco, que de maestro tiene poco— dijo que la fe salva, luego es falsa. Lo suscribo, pero suscribo también, porque no es contradicción, sino corroboración, lo que a su vez arguyó Leonardo: salvaje es quien se salva. Yo lo soy.

Sevilla, donde sigo, es pagana, es cristiana, es nietzscheana, es apolínea, es dionisíaca, es Gioconda, es —incluso— socialista (lo que demuestra que nada ni nadie es perfecto) y da, por ello, para mucho. Da para tanto que el otro día, aunque no estemos ya en Semana Santa, sino en la muy pecadora Feria de Abril, encontré a la vera de donde vivo, en pleno centro de la ciudad y casi pared con pared, a todo un señor mesías, pero no de esos que cargan con la cruz y nos conminan a llevarla convirtiendo el vivir en un calvario, sino al revés: aliviándonos de su peso y poniéndonos las cosas cuesta abajo.

Mesías, digo, porque ese hombre de Dios y benefactor de la humanidad se llama como llamaban al de Nazaret: Salvador. El nombre de pila, creían los romanos, marca, y algo, efectivamente, tiene en común el mesías de mi cuento con el de las bodas de Caná, el monte de las bienaventuranzas y la última cena. En las tres ocasiones citadas obró Jesús milagros gastronómicos: agua convertida en vino, vino trasformado en agua, multiplicación de pececillos y panecillos, mudanza de éstos en carne de varón… Cocina creativa. ¿Incurro en sacrilegio? No, porque no creo que lo sea dar al césar lo que es del césar y opinar que es milagro gastronómico lo que de lunes a viernes (y sólo a la hora del almuerzo, porque la noche y el fin de semana son, según Salvador, para otras cosas) sirve el mesías del que hablo en el figón que lleva su nombre. Todo lo que Remedios (¡y tanto!), su mujer, prepara y él pone en la mesa es bueno, bonito, barato, saludable, ligero y casero. Un hallazgo, un lugar de los que quedan pocos, una humilde casa de comidas a la antigua usanza en la que todo es de fiar, de engullir, de trasegar y de agradecer, en la que los azulejos mandan, los techos —hermosísimos— forrados con cartón de envase de huevos absorben y apagan el ruido de las conversaciones, se mezclan los sindicalistas de la UGT con los vecinos del barrio, los ricos con los pobres, las gentes del toro con las de la bohemia, y en la que los sansirolés de la nueva cocina y los señoritingos que les ríen las gracias deberían aprender el noble oficio, que no supuesto y pretencioso arte, de andar entre los fogones con la sencillez y la dignidad con la que Teresa de Ávila buscaba a Dios entre los cacharros.

Háganme caso, déjense de bullis, tortillas destruidas por el esnobismo y tontunas de nitrógeno, y caigan, si vienen a Sevilla, por el número doce de la calle Pedro del Toro. Está —ya lo dije— en el centro, a dos pasos de la Plaza Nueva, muy cerca de casi todo. Y díganle a Salva, si siguen este consejo, que vienen de mi parte y que les ponga de postre, para rematar la pitanza, un chupito de lo que él y yo sabemos. Pero chitón. Cuando lo beban sabrán por qué lo digo. Sepan, de momento, que coloca. Con eso basta.

Publicado en: ...el 16 Abril 2008 @ 11:32 Comentarios desactivados

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