DRAGOLANDIA: Sevilla no fue una fiesta
Hoy es martes (miércoles para ustedes). El expreso de Dragolandia llega a su Stazione Termini con retraso, porque lo de Sevilla es ya, nunca mejor dicho, agua pasada, y pesada, pero me quedé allí el domingo, por el tirón de los miuras, que poco tiraron, y ya no hubo forma de volver a Madrid hasta el lunes por la tarde. Todo estaba lleno, en Sevilla, y todo está lleno en el mundo de hoy: los aviones, los trenes, las carreteras, los restaurantes, los museos, las playas, los hoteles… ¡Qué agobio! No es que las masas se hayan rebelado, como dijese Ortega, porque los borregos nunca lo hacen, sino que se han revelado, con uve, como la Biblia, siempre embustera, asegura que lo hizo el abominable Yavé en el Sinaí, y son ahora omnipresentes. Infinita es mi nostalgia de la vaciedad del mundo. Yo alcancé a conocerla. Iba, por ejemplo, adolescente aún, al Museo del Prado, y era todo para mí. Ahora, por ser de muchos, ya no es de nadie. Un caballero nunca hace cola. ¿Pedir la vez, numerarse, alinearse? Quita, quita… Mejor navegar al largo. El mundo se ha convertido en un vagón de metro cargado hasta los topes. Yo no quepo en él. Reventará, mientras todo quisque se frota las manos, porque a más gente, más beneficio. ¡Ojalá llegue pronto la recesión! Yavé, ese dios demoníaco, me escucha: está al caer. No es cuestión de abrocharse los cinturones para protegerse de las turbulencias, sino de apretarlos. Pronto volverá a vaciarse el mundo y yo podré contemplar Las Meninas sin que los ordenanzas me expulsen. ¿Ordenanzas? Me gusta el orden, pero detesto las órdenes.
¿Sevilla? Un desastre. Todo lleno, decía, y agua a granel. En España ya se sabe: sequía o inundaciones. Difícil se puso ir a los toros, porque suspendieron tres corridas, que son muchas si consideramos que dos lo eran de rumbo, e imposible ir al real. Imposible, digo. No exagero. Yo lo intenté por mar (el de los chaparrones y los charcos) y tierra, cuando la avistaba, aunque no por aire, una y otra vez, y siempre tuve que volver grupas, mohíno, para refugiarme en casa. La tenía. Un amigo —Enrique Valenzuela, dentista, melómano, compositor, experto en tantra— me la había prestado. Al menos, eso. El techo del salón de mi abrigadero era una pirámide de cristal sobre la que repiqueteaba, tan monótona como la del verso de Machado, la lluvia. Impedía ésta, inmisericorde, ir al real en coche de caballos, y tampoco cabía hacerlo en taxi, porque no los había, o en autobús, porque pasaban llenos y sin pararse. Manolo Pimentel me invitó a comer el viernes en su caseta, pero no encontré vehículo y lo dejé plantado. En el real, de todos modos, yo no pintaba nada, porque no me gustan las muchedumbres, ni conocer a gente nueva, ni bailar, ni palmear, ni escuchar música, ni el ruido, ni la jarana, ni el polvo, ni la cerveza, ni la manzanilla (soy bebedor de vino, y punto), ni trasnochar. No soporto que se fume cerca de mí, cosa que muchos, por desgracia, hacen en los toros y en los lugares públicos sin educación, sindéresis, ni respeto alguno a la libertad del prójimo. El jamón, ibérico o no, me tiene harto, porque es el pensamiento único de la gastronomía ibérica, y así lo expongo, recreándome, en mi último libro. Y, para colmo, y con objeto de que el colesterol no vuelva a estenosar y extenuar mis coronarias, más vale prescindir de quesos, embutidos y pescado frito. Lo sé, lo sé, sobra que me lo recuerden: soy un bicho raro. A todo el mundo —Rajoy, Arenas y Camps, que andaban por allí, incluidos— le pirra la Feria. Yo, de ella, me quedo sólo con el mujerío, que por ser de infarto tampoco es bueno para las coronarias, pero en fin… No sería ésa mala muerte. Es pasmoso el realce que da al cuerpo femenino un traje de volantes y lunares. Hasta las más feas, con él, resultan guapas.
Último apunte: la Maestranza es, junto al coso de Ronda, la plaza de toros más bonita del mundo, cierto, pero también la más incómoda para quien se siente, como yo lo hice tarde tras tarde, en su grada. De cada dos asientos, el año de la Expo, sacaron tres, y el desaguisado sigue, aunque en la próxima temporada, dicen, se remediará. Confiemos en que así sea, porque las latas de sardinas son hoy por hoy un lugar espacioso si se las compara con ese sitio. Amigos de la Maestranza: ándense con ojo, porque cualquier día de éstos morirá un aficionado en aras del síndrome de la clase turista y tendrán que indemnizar a su viuda con más dinero del que cobra José Tomás por una tarde en las Ventas. Cumpliríase en tal caso, a rajatabla, el viejo refrán de que la avaricia rompe el saco. Hasta el año que viene, señores, y que no llueva.
Buena información , es dificil encontrar está informacion en internet, ya tienes una fan …
Hola:
Como siempre fantástica exposición
saludos
Jose
Me encanta, pero este año no puedo ir
El próximo año no me la pierdo
Saludos
Pedro