El camino a Eleusis


Albert Hofmann con la molécula de LSD

Conmoción… De espíritu, se sobreentiende. Tratándose de Hofmann no podía ser de otro modo. La noticia me alcanza en Eleusis. No es hipérbole ni broma. Así —Eleusis— se llama la sucursal del Círculo Hermético fundado en Montagnola por Jung y Hermann Hesse que yo, discípulo de ambos, he refundado a mi vez en el pueblo de Soria donde vivo. Visítelo quien lo dude y comprobará que es cierto. El nombre del santuario iniciático del Ática en el que durante once siglos aprendieron a vivir y a morir, y a saber quiénes eran y cómo llegar a serlo, las gentes más ilustres e ilustradas del orbe grecolatino campea sobre azulejos de alfar vetusto en las fachadas de mi guarida. En ella no faltan fotos, ni libros, ni —sobre todo— el recuerdo emocionado y permanente del hombre que acaba de morir.

Sin él, sin Hofmann, sin lo que Hofmann, por aparente casualidad que no lo era, pues el hallazgo cayó en surco propicio, descubrió en el laboratorio farmacéutico de Basilea donde ejercía de químico, mi vida y la vida de muchos habrían seguido rumbos muy diferentes a los que tomaron. La dietilamida del ácido lisérgico, vulgo LSD, que se le vino literalmente a las manos e impregnó las yemas de sus dedos en el curso de un experimento rutinario de menor cuantía era una bomba de luz destinada a cambiar el mundo. Tardaría muchos años en hacerlo, pero lo hizo. Hay semillas, como las de los cereales del sarcófago de Tutankamón, que dan espiga y flor por muchos siglos que desde lo alto las contemplen. Estén seguros los biempensantes y, si quieren, laméntenlo, pero sin el LSD la historia universal del siglo XX y, por lo tanto, también la de la centuria que acaba de empezar no serían lo que son, lo que han sido, lo que serán.

¿Químico Hofmann, a palo seco? Él solía definirse, con humildad socrática, así, pero era un alquimista que encontró la piedra filosofal. Aquel día, el de las yemas de los dedos impregnadas de LSD, sin ser aún consciente de lo que en su conciencia se cocía, emprendió Hofmann, con el simple propósito de regresar a casa tras el deber cumplido, el viaje en bicicleta más portentoso, más largo, más olímpico y más relevante de la historia. Se le hizo eterno, y durante esa eternidad encontró o empezó a encontrar respuesta a las viejas preguntas que siempre el hombre, desde que dejó de ser simio, se ha formulado.

Era sólo aquel trayecto el primer tramo de la larga subida del Monte Carmelo que culminaría, casi un cuarto de siglo después, en la alta apuesta del movimiento psiquedélico. Arrancó éste en el Departamento de Psicología de la Universidad de Harvard, y fue la contracultura, fueron los jipis, fue Norman Mailer al frente de los ejércitos de la noche, fue el campus de Berkeley, fue Woodstock, fue el descubrimiento de Oriente, fueron los Beatles en Rishikesh, y Buda, y la meditación, y el amor libre, y los libros de Castaneda, y el mayo francés, y el We shall overcome… Fue, en una palabra, la Década Prodigiosa, prodigiosa y contradictoria, sí, llena de luces y de sombras, como lo es por definición la búsqueda del conocimiento (a lo oscuro por lo más oscuro, a lo desconocido por lo más desconocido), pero quien la vivió, y yo lo hice, no la olvida: diez años que conmovieron el mundo. Y fue Hofmann quien los hizo posibles, quien desbrozó, quince siglos después de que el cristianismo lo cerrara, el camino de Eleusis. Ese título lleva la obra más significativa escrita por el Sumo Sacerdote, por el Hierofante de los Misterios, por el Supremo Chamán que, ya centenario, como un baobab, como un fauno de Dioniso, como un flautista burlón, se ha apeado definitivamente de su bicicleta.

Era amigo mío y amigo de mis amigos: de Escohotado, de Racionero, de Carlos Moya, de Isidro Palacios, de Javier Esteban, de Beatriz Salama… Vino, acompañando a Jünger, a finales de los ochenta. Lo invitamos a comer cochinillo asado en Botín. Jacobo Siruela le abrió, y abrió a quienes con él íbamos, el Palacio de Liria. Lo miró todo, lo remiró todo, lo comentó todo, nos derrengó a todos. Lo entrevisté luego, muy a fondo, durante hora y media, en el mismo programa de televisión en el que se había emborrachado —o iba a emborracharse— Arrabal. Regresó después, a mediados de los noventa, para intervenir en el curso de Contracultura y Farmacia Utópica que Escohotado y yo dirigíamos en los veranos complutenses de El Escorial. Ligó, ya casi nonagenario, con una alumna, y nos consta que cumplió, porque andábamos algunos, todos y todas revueltos, en la habitación contigua —nos habíamos tomado un límpido, cristalino ácido por su cristalina y limpia mano preparado— y el fragor de las sábanas traspasó el tabique. Lo que son las cosas: Javier Esteban y yo pensábamos rendirle visita y pleitesía dentro de unas semanas. Ya no será posible.

¿O sí? Quiero volver a verte, Hofmann. Quiero saber dónde estás y cómo se está ahí. Quiero seguir escuchándote, y mirándote, y leyéndote, y aprendiendo de ti. Quiero agradecerte otra vez lo que me has dado, lo que me has enseñado. Quiero seguir contigo, hasta el final, el camino que lleva a la postrer Eleusis. Quiero mantener viva la llama de nuestra amistad, y sé cómo hacerlo, ¡vaya si lo sé!

Pongo fin a esta epístola apresurada escrita a vuelapena, me levanto, voy hacia la neverita donde guardo las sustancias enteogénicas y me sirvo una copa de ácido lisérgico. Brindo por ti, Albert. Sé que dentro de media hora estarás conmigo y estrecharé tu mano.

Publicado en: ...el 05 Mayo 2008 @ 21:49 Comentarios (5)

5 comentarios

  1. A 29 Noviembre 2011 @ 21:12 dharmadesh dijo:

    Al leer el comentario de Fernando Sánchez Dragó siento que, como persona nacida en la década prodigiosa, me reafirmo en una suerte de camino iniciático para conocer mejor los principios que tanto influenciaron en los movimientos alternativos de los sesenta, de un modo paralelo a lo que Hofmann debió sentir al reanudar ese hilo de conexión con el pasado roto durante tantos siglos. No es una apuesta por una huída nostálgica o cobarde de la realidad, sino más bien una reacción sensible a esa atonía y esa mediocridad más imperantes que nunca en nuestro mundo actual. Las historias de re-descubrimientos se repiten en el devenir cíclico de la existencia, y espero que con algo positivo que sacar de ellas. Gracias Fernando por tu artículo que, de algún modo, vuelve a situarme sobre el camino de la búsqueda personal ya espoleada por las palabras que me pusiste en la dedicatoria de otro libro tuyo sobre caminos -El camino del corazón -, hace ya algún tiempo en una visita tuya a mi ciudad.

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