DRAGOLANDIA: Violación de una diosa
Los éxitos del deporte español, lejos de inspirarme orgullo, me producen vergüenza de ésa que llaman ajena. O propia, porque al fin y al cabo, me guste o no, nací en España y español es mi pasaporte.
Lo siento. Sé que soy un aguafiestas, pero mentiría si dijese lo contrario. Cada vez que me preguntan, en vísperas de un partido de fútbol importante, qué equipo me gustaría que ganara, me pongo borde y respondo: ¡Ojalá pierdan los dos! Y al decirlo, cuando uno de esos equipos es español y extranjero el otro, miento, porque lo que me gustaría en tales casos es que ganaran los de fuera.
Vergüenza, decía, simultáneamente propia y ajena, que llega a su culmen, porque siendo yo, a mi pesar, madrileño la cosa me pilla cerca, siempre que los chicos del Bernabéu consiguen algún trofeo y se suben, con él a cuestas y aclamados por miles de salvajes, a la estatua de la diosa Cibeles. Es una profanación, un sacrilegio, una blasfemia, un atentado al buen gusto, una monumental falta de respeto a lo divino y a lo humano.
Me hiere: lo juro. Tengo que apartar la vista. Me rechinan los dientes del alma. Seré una damisela clorótica, pero no soporto ese espectáculo. Debería estar prohibido por ser, melindres y dengues míos aparte, palmaria alteración del orden y flagrante agravio al principio de libre circulación de las personas que nuestras leyes garantizan, pero no sólo no lo está, sino que, encima, las autoridades lo alientan. Supongo que será lo que ahora voy a decir historia antigua, pero el domingo por la noche me quedé de un aire al descubrir —no lo sabía. Vivo ajeno a todo eso— que los responsables, en teoría, del orden y buen funcionamiento de la ciudad no se limitaban a tolerar la barbarie mencionada haciéndose los suecos y desviando las pupilas, sino que la protegían, la alentaban e, incluso, la organizaban.
Venía yo en taxi de la estación de Atocha, pasé por la Cibeles, vi que habían instalado en ella una tramoya de vallas, escaleras y pasarelas cuyo propósito no se me alcanzaba, pregunté al taxista por su razón de ser y me dijo que el Madrid iba a ganar a la vuelta de unas horas no sé muy bien qué torneo y que el alcalde había levantado todo ese tingladillo, con dinero del contribuyente, para que por él accediera a la cresta a la cresta de la diosa enarbolando el trofeo un tal Raúl, capitán al parecer del equipo, no sé si solo o mal acompañado. Luego me enteré de que, para más oprobio y opio de las masas, terminaría el cuello de la diosa estrangulado por una bufanda de color merengue.
Y así fue. Lo vi al día siguiente, lunes ya, en uno de esos telediarios al uso de los tiempos en los que sólo se habla de deportes, accidentes de tráfico, crímenes pasionales, niñas secuestradas y violadas, aniversarios de guerras o revoluciones y monstruos de varia lección.
Pensé por un instante el domingo, mientras el taxi giraba en torno a la fuente de la diosa, en decirle al taxista que me llevase a la comisaría más cercana para denunciar el delito que estaba a punto de perpetrarse, pero al cabo me encogí de hombros y pasé de largo. ¿Qué sentido tiene recurrir a la justicia en un país donde ésta no funciona, no ha funcionado nunca y nunca funcionará? Pleitos tengas y los ganes, dicen los gitanos con no poco sentido común. Quien acude aquí a la comisaría o al juzgado se convierte en sospechoso y corre el riesgo de salir con las esposas puestas. España no es un estado de derecho, sino de derechos. Lo uno es incompatible con lo otro. Así nos va.
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