DRAGOLANDIA: Ingeniería, arquitectura, juventud (y III)
Lo era, sí, fantástico, y no sólo por lo que cuento, sino también por lo que aquí no cabe. Pero sabido es que nada dura: ni, por desdicha, lo bueno, ni, por fortuna, lo malo. De repente, cuando ya estaban a punto de hacerme fijo con todos los pronunciamientos favorables, transformando así mi precariedad de temporero en prebenda de por vida, se interpuso el Maligno. Antecedentes del caso: yo era entonces comunista de boquilla, acababa de salir en cuanto tal, unos meses antes, de la cárcel de Carabanchel, adonde me había enviado en enero del 58 el coronel Eymar, juez instructor del Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo (matrimonio morganático y contra natura), y nadie, por supuesto, conocía en el Instituto mi subversivo historial. Pues bien: hete aquí que figuraba también en la nómina del centro, y con cargo de importancia, un hijo del coronel en cuestión, y por conducto suyo, y por casualidad, chivatazo o lo que fuese, salió a relucir mi condición de ex presidiario antifranquista. Mi puesto de redactor, por añadidura, y para agravar las cosas, había sido ocupado con anterioridad por mi compañero de celda e íntimo amigo Alberto Saoner, también comunista y filósofo en agraz, despedido manu militari a consecuencia de su procesamiento y encarcelamiento. Llovía, pues, sobre mojado, y no tardé yo en correr la misma suerte. La reacción fue instantánea. Dicho y hecho. Unas horas después de descubrirse la tostada me vi de patitas en la calle, aunque no sin haber pactado con quienes a ella me enviaban ―Cassinello no tuvo arte ni parte. Al contrario: me defendió, quiso impedirlo― la entrega, en concepto de indemnización, de una cantidad bastante sustanciosa, para la época, con la que esa misma tarde me fui a ver una película de Harry Belafonte en el cine Ideal y sobreviví unos cuantos meses. Los que me faltaban, por cierto, para irme a hacer la mili y a jurar bandera en el glorioso Regimiento de Zapadores, lo que de todos modos me habría obligado a abandonar mis tareas de editorialista y a renunciar al usufructo de un momio en el que por lo demás, y en razón de mi carácter y de mi culo inquieto, nunca me habría perpetuado.
Hakuna matata, pues. Así es la vida. Salí del Instituto, me adentré en ella, me separé de mi mujer, conocí a otra chica, le dediqué una novela, terminé la mili, rapté a mi amada, me la llevé a Venecia con pasaporte falso y…
Dios no ahoga. Primavera de 1959, Instituto Eduardo Torroja, ingeniería, arquitectura, juventud, divino tesoro que, según Stevenson, jamás se pierde.
Hasta aquí he llegado. Felicidades, Pepa.