Ladrón de bicicletas
Sigo en Birmania.
¡Chitón! Ya les contaré…
Otra entrega enlatada de este blog. No dispongo de acceso a internet. ¡Qué felicidad! Eso me rejuvenece. Así sucedía en los buenos tiempos, cuando telefonear de Asia a Europa era una proeza que no estaba mi alcance.
Lo prometido es deuda. Aquí tienen el texto de mi ahijado literario Antón Tenreiro, al que sólo he visto dos veces en mi vida, y las dos en Tokio. Ya dije que es gallego y algo tarambana. Tropieza en todas las esquinas de la vida, pero sale indemne. También es guapo, ateo (o quizá no) y sentimental. Ignoro si sabe que es hijo bastardo del marqués de Bradomín.
No hay título. Póngalo él.
“Era un soleado día de invierno en Londres, el cielo estaba despejado pero hacía frío. Corría el año 2004.
“Caminaba con dos bicicletas por la larga y ajardinada calle de Kilburn High Road cuando me crucé con una chica que me abordó, preguntándome por qué llevaba dos bicicletas. Fue la primera vez que la vi. La chica en cuestión se llamaba Chiharu. Su nombre significa mil primaveras. Era coqueta, vestía elegante y destilaba un aroma muy sensual.
“Yo vivía en Allington Road con dos jóvenes de La Coruña. Chiharu y yo nos conocimos cuando volvía de casa de Eugene, un irlandés que había estado viviendo en la India y era muy sensible, además de místico. Era él quien me había regalado la segunda bicicleta, preciosa, con cuadro de magnesio californiana… Una Marin.
“Al principio pensé, acomplejado, que la desconocida podría sospechar que la había robado, pues eso era lo que parecía a simple vista. Pero ni siquiera se le pasó por la cabeza.
“Debí de haberle gustado, porque se dio la vuelta para acompañarme. Empezamos a hablar y me siguió un rato, hasta que intercambiamos nuestros números de teléfono.
“Acababa de cruzar la frontera invisible que divide Oriente de Occidente, había sufrido la soledad, el hambre y las penas necesarias para que un joven burgués aborregado y engordado a base de ternera y cocido pudiera colarse por el embudo cósmico.
“Ya me habían drogado y violado. Lo hizo un guapísimo artista negro oriundo de Nueva York que tenía una larga y fina perilla trenzada.
“Aquel viaje a Londres, sin dinero y sobreviviendo de ocupa, comiendo los productos orgánicos caducados de las prestigiosas panaderías y boutiques de Chelsea que terminaban cuidadosamente colocados en enormes bolsas de basura frente a los escaparates al anochecer… Era yo uno más haciendo cola entre los numerosos clientes.
“Chiharu era tan guapa que parecía de otro mundo, destilaba un perfume imposible de describir, su voz aterciopelada era pura sensualidad, sus ojos eran almendrados y puros, su mirada transparente, su nariz fina, pequeña, su pelo le tapaba el ojo derecho. El primero y el mejor ejemplar jamás visto de la belleza japonesa. Ése fue mi destino, fatalidad o suerte. La suerte del principiante, el buen karma del inocente, pero también la perdición, lo que me llevó a la locura.
“La segunda vez que nos volvimos a ver fue en la fiesta de cumpleaños de una de sus compañeras de escuela de Inglés, una catalana que después acabaría locamente enamorada de mí. Le gustaba volar en aviones ultraligeros y ala delta. Quería seducirme a toda costa, pero yo no soltaba prenda. Solo pensaba en la japonesa.
“Chiharu, además, tenía novio, un japonés llamado Daisuke, al que llamábamos Daisy (margarita en inglés).
“Ella era de Tokio, de una familia que comerciaba con telas, tenía un problema de huesos en la espalda y me enseñó a hacer shiatsu para que le diera masajes en la zona doliente con un linimento, un líquido aceitoso que tenía un olor muy particular. Fue la responsable de que me enamorara fervientemente de su cultura, aunque no sabría decir qué llegó primero, si el huevo o la gallina, ya que por aquel entonces ya había experimentado el satori, ese fenómeno de iluminación y comprensión de todos y cada uno de los fenómenos que te rodean. En los días que duró aquella extrema experiencia mística encontré respuesta a todos los interrogantes que me planteaba o que me planteaban y de esa sabiduría innata fue testigo una joven india de familia riquísima que hablaba perfectamente el chino y estudiaba para diplomática en el corazón de Inglaterra.
“No recuerdo, por desgracia, casi nada de aquellos largos diálogos con ella, casi interiores, pero acabé hablando inglés con acento indio. Yo sabía con certeza que aquel regalo se debió a haber sufrido una tentativa de envenenamiento por arsénico a manos de un compañero de la escuela de pilotos de La Coruña. Así perdí la oportunidad de concluir mis estudios de piloto de líneas aéreas.
“Tenía la intención de matar al envenenador cuando volviese de mi recovery londinense, pero el destino me brindó en aquel momento la sabiduría y compasión necesarias para no hacerlo y para entender las oscuras razones que condujeron a aquella pobre alma a tan infame acción. Pero ese es otro ciclo del que ahora no hablaré.
“Mi relación con Chiharu, a pesar de que estaba enamorado de ella in extremis, no pasó por aquel entonces de lo meramente amistoso. La visitaba una vez por semana y me imbuía de cultura japonesa, pero, a pesar de mis súplicas de que quería verla todos los días, ella se negaba aduciendo que estaba muy ocupada con sus estudios de inglés. Yo, al oírlo, me ofrecía para enseñarle el idioma, pero ella volvía a zafarse con la disculpa de que mi presencia importunaba a su vecina, que también era japonesa.
“Eran cosas que aún no entendía y que me llenaban de frustración y de dolor. Pero yo, a una mujer así, todo se lo perdonaba y seguía locamente enamorado de ella.
“Vivía ya, por aquel entonces, en una residencia de estudiantes que mis padres, durante una visita que me hicieron, habían alquilado para que no me echase a perder -eso dijeron-, y ahí estuvo el fallo, porque volví a aburguesarme y perdí el satori.
“Todavía almacenaba en mí muchas verdades y de eso se beneficiaba aquella misteriosa india a la que mis palabras fascinaban. Era mi súbdita, mi alumna incondicional.
“Recuerdo unas gafas con cristales azules, que casi nunca me quitaba, y mi extraña vestimenta. Ella aseguraba que un santón, en Bombay, le había anunciado mi presencia. En una ocasión me regaló una bata china de seda azul topacio, con la inscripción del ideograma de la longevidad”.
Aquí se interrumpe el texto.
¿Qué fue de Chiharu, Antón? ¿Y de la india? ¿Me las presentas?
Anda, sigue…
¿Me lee -te lee- algún editor? Pues que dé un paso al frente.
Me he tomado la licencia -soy tu padrino literario, Antón- de retocar algunas cosillas de escasa monta. No te olvides de que la gramática es la estrategia del escritor y cuida la puntuación, aunque sólo sea por cortesía hacia los lectores.
Y, ya puesto a apadrinarte, y porque tú no lo has hecho, te sugiero un título: Ladrón de bicicletas. Es el que hoy, en homenaje a ti, lleva mi blog.
¿Sigues por Colombia? Yo, en julio, daré una conferencia sobre Vasco Núñez de Balboa en Panamá y es posible que me deje caer por tus pagos.
¿Nos veremos por tercera vez? Da señales de vida y preséntame a alguna chica colombiana. Son las mujeres más bonitas y engatusadoras de la tierra.
Y siéntate a la mesa, hombre de Dios, y escribe, escribe, escribe…
Publicado en Dragolandia, elmundo.es, 29 diciembre 2012