La danza de la realidad

la danza de la realidad jodorowsky

Estoy en París. Llevaba tiempo sin ver a Jodorowsky. El lunes cenamos juntos en un chino de su confianza y luego seguimos de charleta hasta la midnight de Woody Allen.

El pelo canoso del cineasta tiene ochenta y cuatro años, pero en su cabeza bulle la misma juventud y el mismo arrojo que lo condujo aquí, a París, en sus años mozos, con cuatro perras en el bolsillo y el firme propósito de salvar el surrealismo metiendo en vereda a Breton, que había perdido el norte, el sur, el este y el oeste.

He dicho cineasta, porque el Jodorowsky escritor, novelista, guionista de cómics, psicomago, tarotólogo, mimo, actor y director de escena pasó a la historia después de haber entrado en ella por mil resquicios.

No soy yo quien lo dice. Es él. Seguir leyendo…

Publicado en: ...el 17 Septiembre 2013 @ 03:36 Comentarios desactivados

Pecados capitales (y 2): Lujuria y libertad

El descubrimiento de la lujuria de El Bronzino
‘El descubrimiento de la lujuria’, de El Bronzino

Tenía que hablar hoy de la primera. Lo prometí. Aquí la tienen.

No siempre he sido capaz de dominarla. La mayor parte de los líos en los que al sesgo de la vida me he metido proceden de ese pecado capital, capitalísimo, pero no menos cierto es que le debo muchas de las experiencias más enriquecedoras, rompedoras y reveladoras de mi existencia.

Escribo siempre en primera persona, aunque a veces lo disimule, como hice en Eldorado, Las fuentes del Nilo, El camino del corazón, Muertes paralelas y Soseki. Inmortal y tigre, acogiéndome a la tercera. La única literatura, ya sea por activa (como escritor), ya por pasiva (como lector), que me interesa es la egográfica. Por eso devoro los libros que publica Circe. San Agustín, Cellini, Cardano y Montaigne la inauguraron. Hasta el siglo IV no hubo un solo libro escrito así y fue preciso esperar al XVII para que llegara el segundo. Es curioso. Ahora abundan. El último que ha llegado a mis manos, excelente, es el de Luis Racionero: Entre dos guerras civiles. Memorias sociales y políticas (Ed. B).

A los tres años descubrí y decidí que iba a ser escritor. Mi quehacer vital, a partir de ese instante, se orientó hacia un solo objetivo: el de la literatura, el de vivir literariamente, el de convertirlo todo -hechos, pensamientos, sentimientos, emociones, fantasías- en palabra escrita. Seguir leyendo…

Publicado en: ...el 19 Mayo 2013 @ 17:52 Comentarios (3)

Kaliyuga

el sendero de mano izquierda fernando sánchez dragó

Es la tercera vez que recurro a ese título. Lo utilicé con anterioridad en dos columnas publicadas por El Lobo Feroz en El Mundo impreso. El otro día mencioné esa palabra del sánscrito y ese concepto del hinduismo en el texto dedicado a los gatos yoguis.

Con ese sanscritajo -Kaliyuga- aluden los hinduistas a la cuarta y última etapa del actual ciclo de la historia del universo. Tras ella, dicen, todo regresa al origen y arranca, de nuevo, la Edad de Oro.

Impresiona leer lo que los textos sagrados (y, entre ellos, los Vedas) dicen al respeto. Su descripción del Kaliyuga parece una crónica recién escrita acerca de lo que hoy acontece en el mundo.

Es, aseguran, el período de la degradación generalizada que precede a la disolución del universo y a la extinción de la especie humana como paso previo a su posterior refundación y regeneración. El Kaliyuga se caracteriza por el dominio de la mezquindad, la ausencia de espiritualidad y el predominio de todos los pecados capitales. Cunde la idolatría del Becerro de Oro. El hombre se vuelve furibundo lobo para el hombre. Todo es violencia, rapiña, beligerancia, competitividad, trivialidad, despropósito, sucedáneo, vicio, satiricón y economía. Lo virtual (la Red) sustituye a lo real, la discordia a la concordia (los antisistema, los prosistema, los indignados, los manifestantes, los integristas, los terroristas, la izquierda, la derecha), la materia al espíritu (la prima de riesgo, la Bolsa, las preferentes, el fisco, el bingo, los hombres de Adelson, la ingeniería financiera)… Ejerce el mando en ese ciclo la casta de los shûdra, que surge de los pies de Brahma y genera, asume y esgrime todas las ideologías perversas: fascismo, socialismo, capitalismo, sindicalismo, nacionalismo, monoteísmo… Seguir leyendo…

Publicado en: ...el 03 Marzo 2013 @ 19:32 Comentarios (4)

‘Kaliyuga’

Unidad 3 central nuclear Fukushima tsunamiUnidad 3 de la central nuclear de Fukushima un mes después del tsunami

Nada hay tan eficaz para la reactivación de la economía en años de vacas flacas como las catástrofes y las guerras. Será triste, pero es cierto. El terremoto de Fukushima y la necesidad de reconstruir la zona ha generado en términos de inversión, ilusión, trabajo, crecimiento y consumo una prosperidad como desde hace mucho tiempo no se conocía en Japón. Brahma, según el hinduismo, crea el universo, Visnú lo conserva y Siva lo destruye para que Brahma vuelva a crearlo. Ese vaivén cosmogónico produce vitalidad y riqueza. Tan inevitable es destruir como necesario es reconstruir. En los Vedas se describe con pasmosa exactitud lo que hoy sucede en el mundo. Lo llaman Kaliyuga o era de la degradación generalizada: materialismo, codicia, violencia, frivolidad…

Dicen los politólogos que en Israel todo está preparado para mojar la oreja de Irán y añaden que la ofensiva, por algún motivo que desconozco, tiene que desencadenarse antes de que Obama ratifique su mandato (¡Ojalá no lo haga! Yo soy de Ryan). Seguir leyendo…

Publicado en: ...el 05 Noviembre 2012 @ 01:02 Comentarios desactivados

Ojo con la caza de brujas

Elmundo.es – Lourdes Ventura |

Querido Fernando, ¿recuerdas aquella ’boutade’ de Baudelaire en ‘Mon coeur mis à nu’: “Los Incas acostumbraban a amar a sus hermanas, contentaos con vuestra prima”? La ironía en los límites de un posible delito, el juego de la perversidad verbal, las voluptuosidades fatales han sido moneda corriente en el quehacer literario de hombres y mujeres.
La Claudine de Colette tiene 15 años cuando nos describe sus jugueteos eróticos en una escuela de la provincia francesa. Grandes misóginos como Albert Cohen, Boris Vian o Henry Miller han escrito obras inmortales con páginas insoportables si no supiéramos que, a su modo, estaban tratando de provocar y jactarse irónicamente de sus machadas.
Te conozco y te aprecio desde hace 30 años. No estoy de acuerdo con muchos de tus posicionamientos, del mismo modo que no coincido políticamente con gente a la que quiero. Cuando nos encontramos yo tenía 19 años y tú habías cumplido los 40. En las distancias cortas nunca te vi comportarte como un machista. Tu modo de seducir estaba cargado de humor y de tierno respeto, incluso ante las negativas persistentes.
Me consta que no eres un corruptor de menores; tus amigas, tus parejas, tus pasiones efímeras o duraderas, siempre han sido mujeres inteligentes con quienes has establecido relaciones de igualdad en la sexualidad y en la vida. Quienes te conocemos sabemos que te gusta epatar a los biempensantes. Indomable baudeleriano eres capaz de decir burradas o hacer deplorables comentarios para infundir un poco de maldad y agitar cualquier tertulia. He creído tus disculpas sobre las desafortunadas declaraciones al hilo de las treceañeras japonesas.
Pienso que son sinceras tus palabras en el chat de EL MUNDO: “Estoy en contra de todas las relaciones sexuales o no sexuales con menores o con mayores en las que medie abuso, engaño, explotación, chantaje o violencia”.
Contemplo con espanto esta persecución contra tu persona desatada tras el relato en un libro provocador de un incidente que tuvo lugar en 1967. El gran problema es que existen en el mundo 1,2 millones de mujeres y niñas secuestradas, engañadas y vendidas para ser prostituidas. Conoces bien Japón, no eres ajeno a las rutas de prostitución infantil manejadas por las mafias ‘yakuzas’.
La lucha global contra el execrable negocio de la trata infantil está en un momento delicado y candente. No están los ánimos en el siglo XXI para bromas baudelerianas. No justifico las cazas de brujas, las viejas venganzas, la búsqueda de más leña para echar al fuego, los procesos políticos enmascarados en las críticas de conductas privadas. Tus repetidas excusas merecen ser creídas y escuchadas. Pero, querido Fernando, contengamos la lengua en esas fronteras tan dolorosas de la explotación infantil, asunto que despierta, con razón, enormes susceptibilidades.

Publicado en: ...el 17 Noviembre 2010 @ 07:24 Comentarios (8)

DRAGOLANDIA: Búsqueda de la felicidad (4): Confucio o el sentido común


Retrato de Confucio

Creen muchos, sobre todo cuando son jóvenes, que el sentido común es obstáculo, y no acicate, en lo que a la búsqueda de la felicidad se refiere. Ésta, según esas personas, exige, para ser alcanzada, un poco de locura, de desbarajuste, de desenfreno, de ebriedad… De desorden, en definitiva.

Confucio –ese sabio de la antigüedad al que todos los chinos, hoy como ayer, reverencian. Su figura está por encima de cualquier credo religioso o político y lugar de nacimiento o residencia- no opina así. Sin sentido común, viene a decirnos, no cabe, a la larga, y ni siquiera a medio plazo, ser feliz, aunque sí quepa serlo fugazmente. Pero eso, lo último, no es, en realidad, dicha, sino desdicha. Deja un regusto amargo similar al de la resaca tras la borrachera. El hombre feliz vive en la ilusión de serlo siempre, y si sabe, porque así se lo dice la experiencia, que dejará de ser feliz cuando los efectos del vino se desvanezcan y llegue el culatazo, se entristece.

Confucio, en cuya sobria biografía de probo funcionario no voy a detenerme, fue hombre de aforismos, de sentencias, de máximas, de consejos, y por eso son sus obras instrumentos de extraordinaria utilidad para quienes buscan instrucciones concretas, sencillas y eficaces, sin gaitas ni peplas metafísicas o místicas, que los conduzcan a la felicidad.

Ni Confucio ni el confucianismo, de hecho, intentan responder a las grandes preguntas. No se las plantean. No nos explican quiénes somos, ni adónde vamos, ni de dónde venimos, ni cuál es la esencia o el nombre de Dios, ni si existe Éste, ni si es o no inmortal el alma, ni si hay o no Reino de los Cielos, ni cómo se llega a él, caso de que lo haya.

Lo que sí nos dicen Confucio y los confucianos es que el mundo está regido por lo que ellos llaman mandato del cielo y nosotros, los occidentales, llamaríamos derecho natural y orden moral.

El confucianismo sólo es, sin más ínfulas, un código ético concebido para vertebrar la sociedad y dar, en ella, sosegada, placentera y razonable cabida al homo sapiens.

Éste, según Confucio, tiene ante sí dos únicos caminos: el del bien y el del mal.

Así de simple.

Y sólo quien escoja el primero y lo siga, sin desmayo, hasta el último momento de la vida será feliz, pues el segundo conduce fatalmente al desorden de la sociedad y a la destrucción de la personalidad.

Puro sentido común, ya lo dije, y nada nuevo bajo el sol, pero bueno es recordar, escribió Machado, las palabras viejas / que han de volver a sonar.

Kant, veinticuatro siglos después de que Confucio lo anticipase, hablará del imperativo categórico (“obra de tal manera que cada uno de tus actos pueda erigirse en ley universal”) y sostendrá que esa voz de la conciencia o mandato del cielo está grabada a troquel en el cerebro de los seres humanos y a todos ellos, sin distinción, obliga.

Quien no escucha esa voz, quien no acata ese imperativo, nos dice Confucio, ejerce violencia sobre su fuero íntimo, contrae una enfermedad moral y lo paga con la desdicha.

No sólo Kant era, sin saberlo, confuciano. También lo habían sido, por ejemplo, Sócrates y Jesús (poner la otra mejilla, amar y respetar al prójimo como a uno mismo), y también lo sería, más tarde, el anarquista Bakunin: mi libertad termina allí donde empieza la libertad ajena.

Palabras viejas, sí, y antiguos preceptos que el mundo de hoy, en gran parte, ha olvidado y que, si queremos ser felices y sabios, sabios y felices, han de volver a sonar.

Los que se refieren a la familia, verbigracia. Es ésta la clave de la bóveda del orden moral y social que Confucio nos propone, y se apoya, según el filósofo, en cuatro columnas, todas ellas agrietadas hoy en el mundo en que vivimos. A saber: un padre valiente, una madre prudente, unos hijos obedientes y unos hermanos complacientes. ¡Ahí es nada!

También nos dice Confucio -lo menciono y subrayo por incordiar- que los castigos son, en determinadas circunstancias, necesarios y que, literalmente, nadie debe comer su pan sin habérselo ganado.

Lo mismo decía la Biblia, pero la Europa de hoy, que tan judeocristiana fue, lo ha olvidado.

¿Recuperaremos algún día el sentido común?

Presta oído, lector, a las palabras viejas de Confucio…

Publicado en: ...el 13 Febrero 2010 @ 13:44 Comentarios (38)

DRAGOLANDIA: Búsqueda de la felicidad (3): Yo, budista


Ilustración de Buda

¡Ah, Buda!

Nadie habla mal de él. Nadie, que yo sepa, lo ha hecho a lo largo de los siglos. Tiene y ha tenido siempre muy buena prensa, mejor que la de Jesús, lo que ya es decir, incluso entre los ateos.

Y, esto último, no sin lógica, porque el budismo es, como el taoísmo, una religión sin dioses -únicos o plurales que éstos sean- y carece, en consecuencia, de idolatrías, dogmas, profetas, santos, milagros e iglesia. No es teísta, no admite lo sobrenatural. Nada, pues, repugna en él a la razón.

Parecerá, sin embargo, paradójico -y difícil de entender y digerir- este concepto de una religión atea o, por lo menos, agnóstica a quienes hayan nacido en el seno de cualquier cultura dominada por el monoteísmo judío, cristiano o musulmán. Reparemos, para vencer esa dificultad, en la circunstancia de que el budismo no nació de una supuesta revelación divina -algo que viene de fuera-, sino de una iluminación interior, fruto de una estado de conciencia –el samadhi, el satori… El éxtasis, en definitiva- que es la desembocadura mística, ganada a pulso, de un laborioso proceso de meditación.

A Moisés le bastó con subir al Sinaí, llegó Yavé en un pispás y… Buda permaneció once años bajo las ramas del bo y sólo así vino a saber que la realidad inmediata, la fenomenológica, la que los sentidos nos transmiten, es pura apariencia -maya (ilusión)- que nos confunde, que oculta la verdadera Realidad, la que se escribe con mayúscula, y que nos arroja, al nacer, al encarnarnos, al samsara, a la engañosa Rueda de la Vida (y de las Vidas), en la que todo es tornadizo, fugitivo y doloroso.

¿Existió Buda? Es dudoso, como dudosa es, asimismo, la existencia de Jesús. Y, en todo caso, si existieron, es seguro que ninguno de los dos vivió como nos lo han contado. Nadie debería confundir a Jesús de Nazaret con Cristo ni a Sakiamuni, Gautama o Sidharta con Buda. Hubo, quizá, una especie de percha histórica, de hombre nacido de varón y de mujer, en ambos casos, pero el Buda y el Cristo -o la budeidad y lo crístico- son manifestaciones arquetípicas venidas del fondo de la conciencia humana y del inconsciente colectivo que revisten carácter simbólico, surgen en el curso de la experiencia mística y se producen al margen de la historia.

Hay, sin embargo, otro budismo, de igual modo que hay otro cristianismo, más llano, más cercano, más cotidiano, más practicable y asequible a las gentes del común, vestido, por así decir, con ropa de andar por casa, y ése es el que el que nos enseña a vivir sin dolor, a morir en paz y a ser felices.

¿Cómo? De una sola manera, por un solo camino: el del desapego, nacido de la convicción de que su contrario -el apego a lo que sea: personas, objetos, costumbres, situación económica, posición social, ideas, ideologías, sentimientos- está sujeto a la inflexible ley del cambio, de la fugacidad, de la apariencia, de la impermanencia de todo lo existente, y es, por ello, porque inevitablemente se pierde y porque se sabe, de antemano, que será así, fuente única de ese espejismo, de esa enfermedad de la conciencia, a la que llamamos sufrimiento.

Éste, en cuanto se interrumpe el suma y sigue encadenado -hoguera falaz, ascua incesante, mariposa de ceniza- del deseo, se desvanece.

Sólo así, según el Buda, se alcanza serenidad y distanciamiento (la ataraxía de los estoicos), autonomía y soberanía espiritual, independencia anímica, se mata el ego, se ahoga el dolor, se limpia el karma, se detiene el monótono girar de los cangilones de la noria del samsara, se rasga el velo de maya, se quiebra la condena de las sucesivas encarnaciones y se alcanza la gloria, suprema dicha y fusión con el Absoluto (o anima mundi) del nirvana.

Éste, por cierto, es el Todo -única inmortalidad posible- y no, como tantos, en Occidente, creen, la Nada.

El budismo, religión -quizá no debiéramos llamarla así. Es filosofía, es sabiduría- razonable y razonada, está, en contra de lo que por lo dicho hasta aquí pudiese parecer, al alcance de cualquiera y es, por ello, la más útil en lo concerniente a la búsqueda de la felicidad entre todas las religiones, o caminos de perfección, que en el mundo existen.

La más útil y la más práctica. Cuando no hay apegos, no hay violencia. Ni envidia. Ni avaricia. Ni ningún otro pecado capital. Menos aún ése al que los judeocristianos llaman original. Ser hombre, según Buda, no es un delito ni debe generar, por ello, sentimiento alguno de culpabilidad. Los niños budistas nacen inocentes, y con inocencia viven y mueren los adultos.

Con inocencia y con pobreza. Ningún budista quiere hacerse rico. Nadie ahorra, nadie invierte, nadie acumula. Poseer algo es tener apegos y quebraderos de cabeza. ¡Quita, quita! ¿Para qué, si la vida es un puente hecho de impermanencia? Nadie en su sano juicio construye nada sobre los puentes. El labrador budista, por ejemplo, sólo siembra y cosecha lo que él y los suyos necesitan, ese año, esa estación, para sobrevivir y llega al extremo de pedir perdón a la madre tierra cada vez que hunde en sus entrañas el rejo de su arado.

No hay nada que no sea para el budismo un sacramento y, a sus ojos, sagrado es, por lo tanto, el ecosistema. Si todos fuésemos (o nos hiciéramos) budistas, el globo terráqueo y quienes lo habitan no correríamos peligro alguno.

Buda nos tiende un filtro de amor generoso, un bálsamo de perdón y una tabla de salvación y liberación. No es extraño que tenga por doquier, incluso entre los ateos, como ya dije, tan buena prensa.

Publicado en: ...el @ 13:38 Comentarios (11)

DRAGOLANDIA: Causualidades

Ni causalidad ni casualidad: causualidad. Es un neologismo.

El 20 de septiembre apareció en el magazine de El Mundo la foto que hoy ilustra este blog. Un par de días después recibí lo que a continuación transcribo…

“Estupenda foto.

Aquella que John Lennon y Yoko Ono se hicieron para la contraportada del disco Two virgins allá por mayo del 68 (cuando el Dionisio de El camino del corazón descubría el hachis en Katmandú) y la vuestra (tú y Naoko) que aparece hoy en El Mundo tienen algunos parecidos y también sus diferencias. Veamos primero las coincidencias:

En ambas se ve un occidental y una oriental, mostrando el trasero. Ellos llevan gafas, ellas una espesa melena negra tapándoles la boca. Ellos, que yo sepa, detestan (a uno lo asesinaron) la violencia, nacieron bajo el signo Libra (yo también, por cierto) y se dejaron seducir por la India, también en el 68.

Ahora, los contrastes:

En aquella antigua foto se observa una cama desastrada. En la que hoy se publica, el fondo es de un blanco impoluto y luminoso.

El chico de la foto de entonces, hoy, ya no vive. La chica de la foto de hoy, entonces, aún no vivía.

Aquel muchacho de veintiocho años parecía mayor, éste tiene setenta y dos, y en absoluto los representa.

Aquel señor, cantaba muy bien. Éste, sospecho que no, en cambio éste escribe mejor que aquél.

Las diferencias entre las chicas son tan notorias que no cabe mencionarlas.

Por último:

Dos buenos tíos toman la mano, de una bruja (siempre me lo ha parecido), John, de un ángel (sólo un par de veces he visto a Naoko y apuesto que lo es), Fernando.”

Ese mismo día recibí un segundo mensaje, escrito por alguien que tiene acceso a mi correo. Decía…

“A sabiendas de lo que nos gustan las causualidades, yo convertiría dos de los contrastes que él sugiere en coincidencias:
“Aquel muchacho de veintiocho años parecía mayor, éste tiene setenta y dos, y en absoluto los representa”.

En el momento de la fotografía, Lennon tenía 27 años, 72 años (los de Dragó) al revés. Mientras que Yoko Ono tenía 35 años, al igual que Naoko.

“Aquel señor, cantaba muy bien. Éste, sospecho que no, en cambio éste escribe mejor que aquel”.

No es cuestión de someterlos a comparación, mejor acerquemos posiciones. No en balde llamaban a Lennon “el Beatle literato”. En la época de la fotografía había publicado ya dos libros de poemas y relatos cortos, y había sido agasajado por la Academia Inglesa en una célebre cena intelectual, amén de haber firmado casi doscientas canciones a medias con McCartney.”

Esto de hoy es un divertimento. A mí, al menos, me ha divertido. La gente saca punta a cualquier cosa. No falta a los autores de estos textos lo que Pascal llamaba “esprit de finesse”. Bienvenido sea frente al “de geometrie” que todo lo invade en estos tiempos.

Sincronicidad, decía Jung. Situaciones de emergencia espiritual, corroboraba Grof. Fenómenos de convergencia, añado yo.

Y, para terminar, un S.O.S.. Me he dejado en el Ave (martes 20 de octubre, trayecto Madrid-Sevilla, convoy de las 13 horas, coche 2) la agenda en la que figura todo lo hecho en 2009 y todo lo que en ese mismo año me queda por hacer. Nadie, hasta ahora, se ha personado en la oficina de objetos perdidos. Lógica inexorable: España no es Japón. ¿Alguien puede echarme una mano? Mis señas y mi teléfono figuran, creo, en la primera página de la agenda extraviada. A ver si esta coña de los blogs sirve por fin para algo.

Y si no, no pasa nada. Estoy en Sevilla para clausurar (lo haré el sábado) un congreso sobre antienvejecimiento. Sincronías, fenómenos de convergencia: nada rejuvenece tanto como volver a empezar. Quien pierde su agenda, como yo acabo de hacerlo, convierte su vida en una página en blanco. Sensación de libertad: la de echarse al camino, como decía Baroja al comienzo de sus memorias, silbando y con la chaqueta al hombro. Todo por delante, todo por hacer, nada que deshacer. Incipit vita nova. Primer vagido. Lo que importa es navegar. Y allá, a mi frente, Estambul.

Publicado en: ...el 21 Enero 2010 @ 18:22 Comentarios (1)

DRAGOLANDIA: Relaciones más o menos conyugales

La tercera entrega de Dragolandia se emitió a las doce y media de la alta madrugada. ¡Lástima, porque era mucho mejor que las anteriores! Ni yo mismo estaba al tanto de esa decisión. Me pilló por sorpresa y de igual modo pilló también a quienes, pocos o muchos que fuesen, querían verla. Las gentes de la tribu, y algunos que no lo son, me piden que ponga por escrito lo que dije en el monólogo inicial de ese programa. Accedo. Aquí lo tienen…

¿Está usted sentado frente al televisor en compañía de su señora, de su novia o de su querida? ¿Está usted sentada frente al televisor en compañía de su marido, de su novio o de su amante? Pues mírense a los ojos y pregunten a quien está a su lado si alguna vez le ha sido infiel de palabra, pensamiento u obra.

Sobre todo de obra, porque lo primero carece de importancia y lo segundo es moneda de curso común. Si le dice que no, lo más probable es que le esté mintiendo. Lo más probable, digo. Habrá excepciones, porque en este mundo hay gente para todo. Incluso para ser fieles.

¡Basta ya de hipocresía y de posesividad!

Hipocresía… Si en España, según las estadísticas, el veintisiete por ciento de las personas no son hijas de quien creen que es su padre, y hay cuatrocientas mil prostitutas al acecho por las calles, casas de citas y puticlubes de todo el país, y cada una de ellas realiza cinco servicios al día, y casi ningún hombre reconoce que va de putas, ustedes dirán…

Las cuentas no salen. Y no salen porque la infidelidad sexual, que no debe ser confundida con la lealtad conyugal ni hay razón alguna para que deteriore la convivencia si se practica de mutuo y libre acuerdo, forma parte indisoluble de la condición humana, de igual modo que también está inscrita en ella la cobardía, la ñoñería y la mentira.

¡Pues no seamos ni mentirosos ni ñoños ni cobardes! Enfrentémonos a la realidad y admitamos en el interior de nuestros domicilios conyugales lo que se hace con frecuencia y, por lo general, clandestinamente fuera de ellos.

Posesividad… Sí, la de los celos, monstruo que devasta las relaciones y cosifica a las personas.

Personas, he dicho, o sea, seres vivos, independientes y autónomos que por nadie deben ser poseídos, pues no son objetos y tienen memoria, entendimiento y voluntad propia.

¡Eres mía! ¡Eres mío! ¡Te poseo! ¡Poséeme!

¡Qué barbaridad!

¿Es el varón o la mujer una propiedad privada? ¿Es tan grave atenerse al mandato de la biología y darle de vez en cuando un poco de alegría, y de novedad, y de variedad, al cuerpo? Caviar todos los días, cansa. Y si son garbanzos, ni les cuento.

De los celos proceden, en el noventa y nueve por ciento de los casos, los malos tratos. ¿Quieren poner fin a esa lacra? Ahora la llaman violencia de género. Antes la llamaban crímenes pasionales. ¡Pues dejen de cosificar a la pareja y no se enfaden cuando se dan cuenta de que es imposible enjaularla!

Sea cada ser humano dueño de su cuerpo, porque el alma, según el alcalde de Zalamea, sólo es de Dios, y compártalo con quien le venga en gana sin engañar a nadie. Lo malo no es la infidelidad en sí misma, sino el embuste generado por las convenciones, la mojigatería y el miedo.

Yo no defiendo la poligamia ni propongo la promiscuidad. ¡Líbreme Dios de semejante dislate! Si el matrimonio monógamo suele resultar opresivo, ¡imagínense el polígamo o el poliándrico! En cuanto a la promiscuidad, es una opción, pero no una obligación ni una recomendación. Va en gustos.

Yo defiendo lo que defiendo en nombre de la libertad y de la familia, que es un proyecto de vida en común, pero no una cadena puritana ni una condena religiosa. Mejor que los niños tengan padre y madre, pero a condición de que el padre lo sea de verdad, ya que la madre siempre lo es.

Me gustaría que reflexionaran sobre todo esto sin dengues ni pamemas, por muy escandaloso que les parezca. Lo mismo llevo razón.

Dice (o viene a decir, porque no lo cito al pie de la letra) un poema de Agustín García Calvo convertido por Amancio Prada en canción: «Grande te quiero, buena te quiero, alta te quiero, blanca te quiero, libre te quiero, pero no mía, ni de Dios, ni de nadie, ni tuya siquiera».

Aplíquenselo. Les garantizo que usted y ella, o usted y él, saldrán ganando.

Publicado en: ...el 21 Diciembre 2009 @ 07:06 Comentarios (7)

Carta al director: El significado de la palabra ironía

Recibí, al día siguiente de la publicación de mi columna “¡A los barricados!”, una carta, firmada por mano femenina (no revelaré su nombre. Es persona conocida e ilustrada), en la que me decía: “¡Genial, bárbaro, contundente, claro, expresivo, directo y olé, marcándote un buen pasodoble ante el hatajo de los políticamente correctos que – imagino- rabiarán con su lectura y le darán de lo lindo a la sin hueso alardeando de una igualdad que confunden con la androginia o ni siquiera eso, pues es su estupidez es más que infinita”! Otras muchas personas, mujeres en su mayor parte, me han dicho lo mismo. Difiere esa opinión de la sostenida ayer por el señor Lorente Acosta, delegado del gobierno para la violencia de género, en una Tribuna publicada por este periódico. ¿Sabrá el autor de la misma lo que es un divertimento, una hipérbole, una broma? ¿Conocerá el significado de la palabra ironía? ¿Estará al tanto de que, además de la violencia de género (expresión gramaticalmente rechazable), existe el género de la sátira? ¿Nunca ha practicado el deporte de epatar al biempensante o hacer rabiar al progre? ¿Carece de sentido del humor? Sospecho que sí, porque, caso de tenerlo, no se habría avenido a formar parte de este gobierno.

Publicado en: ...el 11 Noviembre 2009 @ 11:23 Comentarios (96)

EL LOBO FEROZ: ¡A los barricados!

Me alzo en armas (ya saben cuáles). Fundo la Quinta Internacional… ¡En pie, varones de la tierra, / en pie, falócrata legión! / ¡Atruena la revancha el globo, / se acabó la castración! / ¡El presente hay que hacer añicos, / cuerda de presos en pie a vencer! / ¡El mundo ha de cambiar de sexo, / los ceros a la izquierda vuelven a ser! / ¡Agrupémonos todos en la lucha final, / que el género humano es la virilidad!

¿Bromeo? Sí. Pero no viene eso mal cuando tan poco bromean quienes nos acusan y acosan. ¿Exagero? Sí, pero más exageran las del sexo fuerte y sus aliados (y traidores a los suyos y a sí mismos) de cabeza y capullo gachos. Ya está bien, ¿no? Exijo cuota para mis congéneres. Pido un Bibiano que nos defienda. Sea el varón dueño de su anatomía. Permítasenos no abortar. Denuncio la violencia feminista y el lenguaje sexista utilizado por sus miembras. Póngase fin a la manipulación histérica de la memoria histórica perpetrada por las hidras, las sargentas, las amazonas, los cocinillas, los lavapañales, los metrosexuales, los calzonazos y los camisas y bragas viejas de la retroprogresía. Ya es hora de que paremos los pies con zapatos de tacón de aguja a quienes dentro y fuera de casa llevan los pantalones. Nos tienen acorralados. Hacen la mili. Van a las Sociedades Gastronómicas. Intervienen en la Tamborrada. Forman parte de la Tuna. Llegan a ministras. Son bomberas y camioneras. Corren en los encierros. Van al callejón. Nos queda el Alarde de Fuenterrabía, pero incluso ahí funciona la quinta columna de Jaizkibel.

La chispa que ha encendido la mecha de mi sublevación es lo que el otro día leí en un periódico…“Han tenido que pasar 135 años para que sea derribado uno de los pocos reductos de poder que les quedaban a los chicos: el modelo 501 de Levi´s, antes sólo reservado para ellos. Ahora también es cosa de chicas”.

Escribe Luis Alberto de Cuenca: “Dime atrocidades /que cuestionen verdades absolutas / como: «No creo en la igualdad». O dime / cosas terribles como que me quieres / a pesar de que no soy de tu sexo, / que me quieres del todo, con locura, / para siempre, como querían antes / las hembras de la tierra”.

Con un beso, chatis. No os enfadéis, aunque enfadadas estáis más guapas. Eso le decía Gaucho a Bombón en Cautivos del mal. Siempre he dicho que me habría gustado nacer mujer. ¿Para mandar, como siempre lo habéis hecho vosotras dentro y fuera de casa? No, no. Para otra cosas…

Publicado en: ...el @ 11:18 Comentarios (198)

EL LOBO FEROZ: Déjà vu

O, en castellano, paramnesia. No es el nombre de una discoteca recién inaugurada en Ibiza, sino lo que yo experimento cada vez que se me ocurre encender la tele para enterarme de lo que ha pasado en el mundo. O experimentaba, porque hace unos días tomé la drástica decisión de renunciar para siempre a los telediarios. No me refiero a ninguno en particular, pues todos son idénticos entre sí. Sonsonetes y supersticiones televisivas… Mencionaré algunas. Anunciar en titulares lo que enseguida se va a ver. Anticipar el contenido de lo que a continuación se va a escuchar (el locutor o la locutora dicen que Rajoy ha dicho lo que un instante después le oiremos decir). Incluir un resumen de la información deportiva en la apertura -atentado ése de leso periodismo- y dedicar luego medio telediario, si no más, a las pueriles noticias concernientes al deporte salpicadas por las sagaces declaraciones de quienes lo practican. Pasar rigurosa lista a todos y cada uno de los incendios que siguen en activo o que ya están bajo control. Reiterar una y otra vez que una patera cargada de subsaharianos, tres menores y quince mujeres entre ellos, con cinco casos de hipotermia y ocho de deshidratación, llegó anoche al Puerto de los Cristianos. Levantar acta de que se ha producido el sexagésimo segundo delito de violencia machista en lo que va de año, calificar de “presunto” al asesino que acaba de presentarse en la comisaría con un hacha sanguinolenta y el antebrazo de la víctima para confesar su crimen y recoger los testimonios de los vecinos de la pareja (¡quién iba a decirlo!, ¡si parecía gente normal! y otras majaderías por el estilo). Asegurar que hace calor, que las autoridades han declarado alerta amarilla en los Monegros y que los sevillanos se refrescan en las fuentes de las plazas. Informar sobre los embotellamientos del fin de semana dando fehaciente cuenta del número de coches que a lo largo del día han rendido peaje en la autopista que lleva de Bollullos a Patones. Sacar a una familia de cónyuges grasientos, suegras charlatanas y rorros hinchapelotas chapoteando en la playa de poniente de Benidorm y trasegando un tetrabrik de sangría de polvos. Colar de matute en la programación el tráiler de las películas que van a estrenarse el viernes y el vídeoclip del grupo pedorro que unas horas antes impidió conciliar el sueño a los vecinos de Móstoles. Y así día tras día, semana tras semana, lustro tras lustro… Hasta aquí he llegado. Adiós, colegas.

Publicado en: ...el 18 Octubre 2009 @ 13:18 Comentarios (29)

EL LOBO FEROZ: Al oeste del Edén

Una semana en Bangkok y dos en Pnom Penh. Regresé el sábado, y la impresión fue brutal. Asegura la Biblia, ese catálogo de horrores y de errores, que Yavé envió a Adán y Eva a un lugar oscuro y frío situado al este del Edén el día en que mordieron la manzana enteogénica. ¿No sería al oeste? Ignoro por qué creen los europeos que su mundo, al que llaman, con asombrosa petulancia, Primero, sin reparar en que pronto será Tercero, termina donde empieza el Islam. La línea divisoria entre Oriente y Occidente es la del monoteísmo y el politeísmo. Cristianos, judíos y musulmanes son una sola y misma cosa, salida de lo que todos ellos llaman el Libro. O incluso, con mayor y aún más estulta petulancia, el Libro de los Libros. Donde no hay Sagradas Escrituras, y en ninguna religión oriental las hay, no cabe el integrismo, por ser éste fruto perverso de la tentativa de interpretar y aplicar aquéllas en su literalidad. Nunca se ha desencadenado una guerra en nombre de Siva, Buda o el Tao. Muchas, en cambio, han sido las libradas a mayor gloria de Yavé, Cristo y Alá. Esa danza de la muerte, por cierto, no ha cesado. Que se lo pregunten a los vecinos de Tel Aviv y de Gaza, a los iraquíes y los norteamericanos, a quienes ponen y padecen bombas en Paquistán y en Afganistán… Bombas, aclaro, musulmanas y cristianas, pero occidentales todas: tanto montan, tanto matan. Lo dejo ahí. No era hoy mi intención volar tan alto, sino hacerlo a ras de tierra: la de aquí. Decía que el sábado llegué a Barajas, tras veinte días de felicidad y facilidad vividos en dos países de Oriente donde todo funciona, donde la gente sonríe, donde la buena educación es norma y donde, para colmo, la temperatura era primaveral, y me di de bruces con el frío, el griterío, la picaresca, la chapuza, el caos, las malas maneras, la envidia, la maledicencia, la quejumbre, los nacionalismos, los patrioterismos, los partidismos, las manifestaciones, la violencia, la telecaca, la zafiedad, el Pocero, el pucherazo de un don nadie con nombre de dramaturgo y la foto de Soraya convertida en episodio nacional de Galdós, sainete de Arniches y chiste de Jaimito. Callejón del Gato. ¿Será por el jetlag? No. Es porque he vuelto a un país oscuro y frío situado al oeste del Edén donde todo el mundo sigue hablando de las mismas idioteces de las que hablaba cuando me fui de él. Ya estoy en España. Que la aspen, que la zurzan, que la ondulen y que le den por lo que es su verdadero y pestilente rostro.

Publicado en: ...el 02 Febrero 2009 @ 12:57 Comentarios (2)

EL LOBO FEROZ: Manos blancas

Ni Abundio convertiría en delito de maltrato una colleja propinada en el momento justo. Mi madre, que nunca me impuso un castigo por más que a veces lo mereciera, me dio dos bofetones a lo largo de su vida. Uno, porque le dije una mentira. Otro, porque le alcé la mano. Agradecí entonces y agradezco ahora lo que hizo. Los niños tienen sentido innato de la justicia y, a diferencia de Abundio, saben distinguir entre lo excepcional y lo habitual. Amor y pedagogía, dijo Unamuno. La segunda no duele si va acompañada por lo primero. Excepcionalidad es ejemplaridad, y ejemplares, por excepcionales, y altamente pedagógicos, por el amor que los acompañaba, fueron los dos bofetones de mi madre. Jamás volví a decir una mentira, y estoy convencido de que ese infantil y evangélico amor a la verdad me enseñó a ser libre. Sólo mentí, muchos años después, a quienes me interrogaban en las mazmorras de Sol, pero lo hice en defensa propia y estaba allí, precisamente, por amor a la verdad, esto es, a la libertad. Tampoco volví a levantar la mano a nadie. La de mi madre, en ambas ocasiones, lo fue de santo. Quedé inmunizado de por vida frente a los virus de la doblez y la violencia. No lo fui, violento, cuando en 1971, padre ya, arreé un sopapo a mi hija Ayanta. Tenía menos de tres años. La pesqué balanceándose sobre la barandilla del balcón de un cuarto piso. Su punto de apoyo era el ombligo. Me acerqué reptando por la tarima como un tigre al acecho, la agarré por los tobillos, tiré de ellos, le aticé la bofetada en cuestión y me caí redondo, desmayado yo, salvada ella, al suelo. Fue también, la mía, como lo había sido la de mi madre, mano de santo. Primera y única vez. Nunca más volvió mi hija a practicar acrobacias de funambulismo a quince metros de altura. Mi madre y yo tuvimos suerte. Hoy nos habrían procesado y condenado, alejándome a mí de ella y a Ayanta de mí, por un delito de malos tratos. ¿A qué extremos de estupidez estamos descendiendo? ¿Adónde nos lleva la repugnante moralina puritana de los monstruos generados por los sueños de la razón utópata del pensamiento progre? ¡Claro que las manos, como dice un anuncio necio, por obvio, de la tele, sirven para acariciar, recoger y proteger, pero también sirven para descargar una bofetada de amor y pedagogía cuando las circunstancias lo aconsejan! Por ejemplo: cuando un niño grandullón y caprichoso lanza una zapatilla contra el noble rostro de su madre (tampoco son modales lo de los zapatazos a Bush). Indulte ipso facto a la acusada, sin que medien subterfugios ni demoras judiciales, quien esté capacitado para hacerlo. La sentencia a la que aludo es ignominiosa. No soy yo quien lo dice. Lo dice toda España, ese país en el que Abundio abunda, juzga y manda. En el gobierno, en la oposición, en la magistratura y en la fiscalía no cabe un tonto más. Sería acto de justicia, y no delito, descargar sendos bofetones pedagógicos y amorosos en los mofletes de quienes por activa han perpetrado y por pasiva han consentido el crimen de lesa falta de sensatez contra el que arremeto. Manos blancas no ofenden. Las de una buena madre o un buen padre lo son.

Publicado en: ...el 14 Enero 2009 @ 14:51 Comentarios desactivados

Educación para la ciudadanía


Miguel Ángel Perera

Torear doce toros de distintas ganaderías en el plazo de veintiséis horas y con cuatrocientos kilómetros por medio iba a ser una gesta, y lo fue. Perera sólo pudo estoquear a cinco de esos toros. Bastó con eso. Lo suyo, en la tarde gélida del viernes, pasará a la historia, a los romances de ciego que ya no existen y a las coplas de cordel que nadie canta.

Lo que sucedió ese día en el coso de Las Ventas exige una reflexión moral.

Esa misma mañana se había presentado en el Instituto de Cultura Francesa el libro de Francis Wolff Filosofía de las corridas de toros (Bellaterra). Su autor es catedrático de eso, de filosofía, en la Universidad de París. En su ensayo se analiza la evidencia de que en la tauromaquia, cuya belleza formal admiten incluso sus detractores, importa mucho más la ética que la estética.

La misma tesis había sostenido otro filósofo de altos vuelos, Víctor Gómez Pin, en su libro La escuela más sobria de vida. Tauromaquia como exigencia ética (Espasa).

Lo que vimos el viernes en Las Ventas fue la escenificación de lo que se había dicho por la mañana en la puesta de largo del libro de Wolff y, por supuesto, de lo que en esa obra se defiende y, a mi juicio, se demuestra.

Entresaco algunas líneas…

“Hay una ética torera que se distingue de la moral común. Sus principios se remontan a los de los grandes sabios de la Antigüedad, en particular los estoicos. La excelencia suprema para un torero consiste en ser torero, ocurra lo que ocurra. Se resume en una palabra: aguantar. O sea: no ceder frente al adversario ni la adversidad, frente al miedo, frente a la muerte, pero, sobre todo, hacerlo con desapego, lo más cerca del toro, lo más lejos de sí mismo. Aún acosado ―escribe Séneca―, aún zarandeado por la violencia de tu enemigo, resulta indigno ceder: mantén el puesto que te ha asignado la naturaleza. La ética de la plaza es una moral basada en la preeminencia de los mejores, la excepción, la generosidad, el don gratuito. Es la del combate de los héroes, de los príncipes conquistadores y de las princesas liberadas. Es la que hace soñar al niño que juega a los mosqueteros, no la que despierta al adulto que lee el periódico matutino. El héroe es el hombre excepcional que afronta la adversidad a solas o antes que los demás, el que hace lo que los otros no pueden hacer y por ello suscita su asombro y su admiración”.

¿Niños? ¡Ojalá hubiesen ido muchos el viernes a Las Ventas! La moral, cuando se imparte en público, pasa a ser pedagogía. Decoro, dignidad, firmeza, respeto, valentía, aguante, entrega, desprendimiento, elegancia, filantropía, hombría de bien, vigor, voluntad, excelencia, alma… O sea: ética. La única posible, la única deseable, la que todos ―taurinos y antitaurinos, laicos y creyentes, de izquierdas y de derechas― echamos en falta: la de los valores.

Eso es lo que vimos en la tarde heroica del viernes. No fue bello: fue sublime y, además, instructivo, aleccionador, edificante. Alta pedagogía, alta pererogía. El titular de esa cátedra impartió a veinticuatro mil personas en el aula del coso de Las Ventas una clase de Educación para la Ciudadanía.

De la de verdad, claro, no de la otra.

La femoral es el talón de Aquiles de los toreros. Cuando vi a Perera, llevándola herida, salir del albero por sí mismo, sin ayuda, pensé con los ojos vidriados por las lágrimas: ése es un hombre.

Que Dios nos lo guarde.

Publicado en: ...el 24 Octubre 2008 @ 10:25 Comentarios (10)

DRAGOLANDIA: Pánico en las calles


Dos miembros armados con un piquete

¿Recuerdan aquella película? Pánico, sí, es lo que cunde ahora en las calles, en los supermercados, en las gasolineras y, sobre todo, por el momento, en las autopistas de este país que anda, como dijera aquel ministro de Franco, al borde del abismo y a punto de dar un paso hacia delante. Zapatero lo dará. No abriguen dudas. Es posible, incluso, que lo haya dado ya cuando estas líneas lleguen hasta ustedes.

Ayer, martes, estaba viendo el telediario de las tres en compañía de mi mujer, que como saben (supongo) es japonesa, joven y tan ingenua en lo concerniente a la política como suelen serlo casi todos sus compatriotas. Vive ajena por completo a ella. No entiende que a nosotros nos preocupe tanto. Dice, y tiene razón, que en su país nadie habla nunca de eso. Señal, por cierto, de que las cosas funcionan y de que,
cuando no lo hacen, la gente apenca, carga sobre sus propios hombros la responsabilidad de lo que sucede y no corre a refugiarse lloriqueando en las faldas del papá Gobierno ni de la mamá Estado. Es otro mundo, otra sociedad, otra forma de entender la vida y de enfrentarse a ella.

Así estábamos, viendo la tele mientras almorzábamos con frugalidad de monje zen, cuando irrumpieron de pronto en la pantalla las imágenes relativas a la violencia de vitola facha desencadenada en la red de carreteras por los piquetes, comandos, navajeros y bandoleros de quienes ante la pasividad del gobierno y de las mal llamadas fuerzas del orden se creen con derecho a todo. Mi mujer, estupefacta, se volvió entonces hacia mí y, con los ojos como platos, me preguntó:

―¿Son obligatorias las huelgas en España?

Me eché a reír, por no llorar, y le dije que, en teoría, no, pero que en la práctica lo eran.

―¿Y las leyes? ―dijo.

Mi risa se convirtió entonces en carcajada abierta. Unas horas después llegaba el primer muerto. Lamentable, sí, pero… Juegos de manos, juegos de villanos.

A todo esto, la ministra Bibiana Aída (Aída, digo. No es errata, sino adaptación fonética del apellido al sexo de quien lo lleva) convertía la tragedia en esperpento y animalizaba a la mujer llamándola mi hembra. ¡En menuda lía se ha metida! ¡Manda huevas! Las chicas ya no tienen ojos, sino ojas, y las orejas de los chicos son orejos. ¿Tendremos que llamar al coño coña y a la polla pollo? Bibiana, por cierto, no es un bombón, como yo creía, sino una bombona.

¡Ay, Señor! Chikilicuatre al poder, gansterismo en las carreteras, delincuencia proverbial y lo dicho: mejor reír que llorar.

Publicado en: ...el 12 Junio 2008 @ 17:30 Comentarios (2)

Gujarat. No se lo cuenten a nadie

El mundo está lleno, por fortuna, de cosas raras, y raro es, en efecto, que casi nadie ―ni turistas ni viajeros― incluya Gujarat en su hoja de ruta, o lo haga sólo como zona de breve e inevitable paso, cuando visita la India. No soy yo la persona más indicada para presumir de lo contrario, pues durante varias décadas he cometido el mismo error, víctima, como tantos otros, de esa dolencia mental y óptica que es la distracción. Pasé de largo, sin reparar en casi nada, por la zona central y el flanco oriental de Gujarat en el otoño del 68.

Y permítanme reconstruir aquel viaje. Miren un mapa. Entré en tierra gujarati por el camino que conduce a ella desde el monte Abu, enclave de santidad jainista coronado por tres templos marmóreos que parecen joyas cinceladas por un orfebre florentino, atravesé un desierto de infinitud parduzca habitada por una plétora de pavos reales que desplegaban sus colas como si fueran peinetas de mujer de lujo en tardes andaluzas de toros, yeguas y vinos finos, hice noche en Ahmedabad, capital del estado, di allí, por la mañana, buena y veloz cuenta de unos cuantos monumentos y salimos de estampida hacia la gateway of India pasando de refilón por Vadodara ―la Baroda de los parsis― y, casi fuera ya de Gujarat, por Daman, la ex colonia portuguesa, que sigue pareciéndome hoy, como ya me lo pareció entonces, uno de los lugares más absurdos que haya visitado nunca. Eso fue todo.

Bueno, todo, no, porque en Ahmadabad me encapriché con la mangosta de un encantador de serpientes, se la compré por pocas rupias, la bauticé con el nombre de Riki-Tiki-Tawi, en homenaje a la heroína del célebre cuento de Kipling, y me la llevé campo a través de la India hasta que se extravió, asustada por unos niños, en una gasolinera de Mysore. Era, aquel roedor, un encanto, un ángel, un animal divino. Viajaba sobre mi hombro, besuqueaba el lóbulo de mis orejas con su hociquillo fresco y me limpiaba con su patita delantera la cazoleta de la cachimba cada vez que yo, después de haber fumado en ella, se la tendía.

Nunca he vuelto a tener una mangosta. Dones y pérdidas: así es la vida.

Pero quizá, quién sabe, fue su espíritu, o el de su estirpe, o el de su descendencia, si la tuvo, lo que hace un año, en la primavera de 2005, tiró de mí y me condujo por segunda vez ―hippy anciano, cowboy o sheriff de Peckimpah que se niega a dejar de serlo― hasta el fulgor, el silencio y la calma, todo simultáneo, de Ahmedabad. Allí nació un 2 de octubre el padrecito ―bhapu lo llamaban― Gandhi. Yo también nací ese día, aunque en peores tiempos, los del 36, y en distinto año. Quizá también tiró de mí esa coincidencia cronológica, esa convergencia zodiacal, esa fraternidad de horóscopo.

Pero en mi segunda expedición, hace nada, y sea como fuere, con o sin mangosta, con o sin Gandhi, ya no iba distraído, sino muy atento.

A Gujarat, que siempre ha sido región de cruce, puede llegarse desde muchos sitios, incluso por mar, como lo hacían los veleros portugueses, o desde Paquistán, que es nación limítrofe, aunque no sé si ese punto de entrada es hoy viable. Recomendable, desde luego, no. Cachemira queda lejos, allá arribota, pero hindúes y paquistaníes, doquiera estén, son como gatos y perros que se pelean en la misma jaula.

Yo lo hice, llegar a Gujarat, en la excursión (o, mejor, incursión) que ahora relato, desde el lugar, acaso, más hermoso, por mil motivos, de la India: Mandu, la ciudad olvidada y colgada de las nubes. Sí, sí, ya sé que, tratándose de ese país, lo que acabo de decir es mucho decir, pero lo digo, y que los cuatrocientos millones de dioses del Panteón hindú ―¿quién demonios los habrá contado?― me perdonen.

De Mandu ya hablaré ―escribiré― otro día. Lo tengo pendiente. Si hoy lo cito es sólo por escrúpulo cartográfico y, también, para explicar a quien me lea que iba yo, cuando entré en Gujarat, contento, impresionado, casi en arrobo.

Y cuando salí de él, alrededor de quince días más tarde, seguía estándolo.

Lugar de cruce, dije, y lo es ―Gujarat― no sólo de gentes, de culturas, de idiomas, de costumbres y de invasiones, evasiones y guerras, sino también de la mitología con la historia, o viceversa. No es fácil, lo aseguro, entender y digerir la India sin haber estado en Gujarat. Y casi nadie, ya dije, ni siquiera los indios, sólo los nativos (y muchos de ellos se van a Londres o a Nueva York, donde los llaman patel, que es el apellido más común en la comarca), lo hacen.

¿Por qué? No lo de emigrar o no haber ido nunca, sino lo de entender y digerir la India… A eso me refiero. Y añado ―respondo― que en la costa meridional del Estado se encuentran, geografía sacramental e imaginaria, muchos de los lugares que jalonaron y en los que, dicen los textos y las voces del inconsciente colectivo, transcurrieron los portentosos hechos de la leyenda de Krishna, que es el Cristo hindú y el Niño Jesús de hinduismo, el divino pastor (por ese apodo se le conocía) que no fue a Belén, porque la pastorcillas ―las gopi― se lo rifaban, el hombre que iluminó a Aryuna e inspiró la Gîta, evangelio mayor del hinduismo, la manifestación y encarnación humana de Visnú, segunda persona del Verbo y de la Trinidad india, el Redentor asaetado por los arqueros y sayones del rey Kanda…

Así ―contado queda con autoridad de escritura sagrada― lo aseguran el Mahabbharata, la Gîta, Govinda, los Purana

¿Les suena todo eso? Prodigios como los mencionados, y como los que menciono, se produjeron al sur de Gujarat, en su costa, al hilo del érase una vez de las centurias áureas. ¿No quedará algo donde tanto hubo?

Allí, en el estado de la Unión India sobre el que ahora escribo, no sólo se ilumina, y se entiende, y se digiere, al trasluz de las leyendas de Krishna, el hinduismo. También lo hace el cristianismo.

La Edad de Oro, sí, pero aún cabe, en Gujarat, llegar más lejos, desplazándonos hacia atrás en la máquina del tiempo, volando con el ala delta de Ícaro, empuñando las riendas del carro ígneo del profeta Elías, remontando a contracorriente el río de la vida del universo y oteando desde esa perspectiva, desde tan singular atalaya, lo que sucedió antes de de que se produjera el big bang y estallase la guerra genesíaca de las galaxias.

No es, lo dicho, literatura volitiva e imaginativa de quien lo escribe, sino leyenda remota en la que los hindúes creen y, por lo tanto, para todos ellos, que son muchos, artículo de irrefutable fe. Vaya, quien no la tenga, al norte del litoral krisnaíta y contemple, estupefacto, mirándolo desde fuera y paseándose luego, con respeto o, si cabe, con unción y devoción, por sus adentros ―patios, galerías, azoteas, pabellones y sanctasanctórum―, el templo heliolátrico de Somnath, mil veces destruido y vuelto a reconstruir con minuciosa exactitud, al que acuden cientos de miles, quizá millones, de peregrinos todos los años y del que se dice ―y así lo creen sus visitantes jacobeos― que ya existía cuando Brama, espirando, exhalando, suspirando, creó el mundo.

No cabe, efectivamente, retrotraerse más, trepar más alto, rayar más hondo, volar más lejos…

¿Más lejos? ¡Pero si el templo de Somnath está a ochenta kilómetros de Junagadh y de Junagadh a Ahmedabad sólo hay trescientos cuarenta y cuatro! Un amén, aunque se recorran ―no sería imposible― a pezuña de camello. En Gujarat, como en la Castilla de Ortega, no hay curvas. Es, en su mayor parte, como el vecino Rajasthan, un desierto, y en los desiertos, que son mares petrificados, todas las líneas son rectas.

Somnath, aunque llegue a él zigzagueando, será uno de los puntos angulares y de los momentos estelares del viaje a Gujarat, y no tanto por lo que allí se ve cuanto por lo que se siente. Es un chakra de la mitología, un corazón de la geografía, una arteria coronaria del corazón de la historia, un párpado del tercer ojo, un lugar de poder chamánico… Venido a menos, por supuesto, en el entorno actual del Kaliyuga o Edad de Hierro (Violencia, Decadencia, Materialismo y Muerte) pero aún se percibe en él la energía que in illo témpore generó el mundo. Fue el dios de la luna ―Somraj― quien construyó en oro puro de infinitos quilates el primer templo, el segundo ―ya de plata― fue levantado por Ravana, rey de los demonios, Krishna utilizó la madera para levantar el tercero y fue, finalmente, reedificado en piedra por una deidad menor. Cuando Al Biruni, viajero árabe del siglo XI, lo visitó, tocaban y cantaban allí trescientos músicos, danzaban quinientas bailarinas y manejaban sus tijeras y navajas trescientos barberos cuya misión consistía en afeitar a ras de cuero cabelludo los cráneos de los peregrinos. Hoy…

Dejémoslo, a modo de señuelo, así, añada lo restante quien a Somnath acuda y regresemos todos ―ustedes, servidor y mi relato― al enclave, todavía ausente de estas páginas, por donde yo debía haber empezado y por donde, sin duda, casi seguro, empezará el viaje de quienes escojan como escenario de su aventura Gujarat. Vámonos allí.

Ahmedabad, capital del Estado con casi cinco millones de habitantes, es una ciudad próspera, industriosa, ruidosa, amistosa, cosmopolita, refinada, contaminada, acribillada por los riscsós ―dicen que en ninguna parte del mundo hay tantos por kilómetro… ¡qué digo por kilómetro!, ¡por centímetro cuadrado!―, y adornada por decenas de mezquitas, mausoleos, baolis (ya destaparé lo que ese palabro oculta) y otros monumentos con mucha miga, tirón y carácter. Dos días no bastan para recorrerla y se necesitan tres, como mínimo, para palparla, absorberla y llegar a quererla. Quizá ―lo último― resulte, al principio, fácil. Ahemedabad sorprende e interesa desde el primer momento, pero hay que arrojarse a ella con decisión y buena voluntad, cerrando los ojos (aunque sin para ello entornar los párpados), como el niño que se tira por primera vez a una piscina, y que sea lo que Dios quiera.

Un consejo: busque el viajero, para recuperar el aliento y la sindéresis, sosegar el pulso, pernoctar y soñar, un buen oasis. Es esencial. Quien no descansa, no mama. Yo lo encontré, el oasis, con avezado olfato de persona asendereada en tales lides, y fue mi bálsamo de Fierebras. Entrar en la suntuosa, elegante y, a la vez, sobria, contenida, espartana House of MG ―un heritage hotel que fue morada de un importantísimo empresario, mecenas y prócer local― y pasar instantáneamente del caos al orden, del estruendo al silencio, del monóxido de carbono a la pureza, era todo uno. Mano de santo. Verandas, grandes ventiladores, mobiliario de lujo, detallismo, delicadeza, dos restaurantes de primera clase, famulato digno de un marajá, servicios puntuales de la más variopinta índole, y todo eso por la décima parte, en rupias, de lo que en euros o dólares nos costaría semejante despliegue de confort en otros pagos (nunca mejor dicha esa palabra). La India colonial en estado puro y con todo su esplendor. Vayan y vean, y alójense allí si pueden permitírselo. Está en el centro de la ciudad, a dos pasos de la mezquita de Sidi Saiyad, ante la que nadie debería pasar de largo y a menos de un kilómetro de las plazuelas, callejuelas y callejones con o sin salida del bullicioso casco antiguo y moderno dédalo de la ciudad. Agarren un ricsó, sujétense a sus barras por si vienen curvas, que vendrán, imagínense que están en la cabina de cualquier montaña rusa, trasládense donde digo y hale, fluyan, déjense ir, resbalen, deslícense cuanto quieran, porque se divertirán, se sorprenderán, picotearán (si no son dengosos y melindrosos… No lo sean) y, vayan donde vayan y acaben como acaben, siempre irán adonde hay que ir y acabarán como hay que acabar. Estamos en la India, fratelli, y ―aunque musulmán en muchos de sus aspectos― conozco pocos lugares tan indios como ese barrio.

Hablaba yo antes de los baolis sin aclarar lo que por tal se entiende. Lo hago ahora. Son pozos profundísimos y elaboradísimos, de empinadas escaleras descendentes (y a la inversa, sobra decirlo, luego) y numerosos niveles repechos o plataformas circulares de curioso pergenio repujado y labrado mármol o roca viva a golpe de buril, martillo, laboriosidad y ensueño. Rascacielos, por así decir, invertidos, subvertidos, que buscaban y encontraban con ahínco, trajín, duelo y alegría de pozos artesianos, y artesanales, el agua dulce, allí donde estuviese, para saciar la sed y el apetito de higiene, para lavar, para baldear y para irrigar la enjuta, abrasada y afanosa tierra de labrantío. Los baolis abundan dentro y fuera de la ciudad, en sus aledaños, en todos los poblachones y aldeas del estado (también los hay en el Rajasthan, aunque allí los llaman baoris), y eran ―son―, además de joyas de la arquitectura, lugar de encuentro, de juegos infantilies, de chismes de mujeres, de chistes de varones, antenas de radio macuto, ágoras y cenáculos, trastiendas de la vida vecinal y tribunas del quehacer municipal, liceo y academia de santones, pícaros y filósofos, remansos de frescura para aliviar los rigores del estío, baños públicos y palmerales sin palmeras en los que se detenían y recuperaban el vigor y el buen humor los camelleros de las caravanas. Visitar los baolis es, amigos, obligatorio. Sigamos.

¿Mezquitas? Muchas. ¿Templos? Algunos. ¿Museos? Bastantes.

Deber de quien llega a Ahmedabad es buscarlos, pero les daré una pista: póngase el visitante, para cuanto la mencionada búsqueda y el transporte dentro o fuera de la ciudad requieran o aconsejen en mano de un tal Ahmed, que es de fiar, lo sabe todo, está más que acostumbrado a lidiar con extranjeros, habla un inglés aceptable (mejor que el mío, pero eso es poco decir), propone tarifas juiciosas y susceptibles, como todo en la India, de regateo y tiene un ricsó más que relimpio que las enaguas de una princesa en su noche de bodas y varios vehículos de mayor aforo, almacenaje y cilindrada. En The House of MG facilitan su teléfono, aunque la gestión es ociosa, pues el número viene en los papeles de la carpeta que forma parte de la dotación de las habitaciones.

A Ahmedabad se la conoce por el apodo de la Manchester de la India, y algo habrá en ella para que así la bauticen. Lo hay, y es su inmemorial y cada vez más floreciente industria textil, cuyas ramificaciones y terminales se extienden por toda la India. Tan hermosas como celebradas urbi et orbi son, cierto, las telas de ese país, en general, y eso es algo ―el tejido fabril― que deben a los ingleses, pero ninguno lo son tanto como los procedentes ―made in Gujarat, garantía, etiqueta y certificado de origen― de Ahmedabad. Tiene allí su sede ―y es visita inexcusable que demanda y merece varias horas― el Calico Museum of Textiles, instalado en una haveli (vivienda tradicional y profusamente decorada de quienes en las regiones desérticas del sudeste de Delhi se enriquecieron con las alfombras, las gemas y el tráfago de las caravanas) construida y reinventada a partir de piezas de desguace, reventa y trapicheo de antiguallas. El museo Calico es mucho más que una serie de salas de exposición de objetos como hay tantas en el mundo. Está vivo y… Bueno, bueno, merecería ser ―ahora andan con esa vaina― una de las siete o siete mil nuevas maravillas del planeta, pero describirlo y ponderarlo me llevaría mucho tiempo y requeriría, en consecuencia, muchísimo espacio del que aquí se me concede. Visítenlo, agradézcanme la indicación, que es también exhortación, y punto, pues ya va siendo hora de que nos larguemos, deprisita, arreando y abreviando, porque la mies de Gujarat es mucha y tendré que apelmazarla, hacia… ¿Hacia dónde? Hacia Lothal, por ejemplo, que dista ochenta y cinco kilómetros rumbo al sur. Caben otros caminos, otros derroteros, pero ése es el que yo, en mi último viaje tomé, por lo que no veo motivo alguno para proponer otro.

Dije antes que Gujarat es uno de los puntos focales, genésicos, de la mitología hindú, y añado ahora que lo es también de la historia de la India. En Lothal floreció hace cosa de siete milenios, siglo arriba, siglo abajo, la cultura más remota, en el tiempo, del valle del Indo: la de Harappa, cuyo ombligo y núcleo inicial y capital de difusión estaba en ese país hogaño odioso, por su integrismo islámico, y antaño hinduista, y por ello tolerante y tolerable, que se llama Paquistán.

En Lothal se palpan las vísceras de un ayer tan lejano como misterioso, pues no es mucho lo que se sabe acerca de lo que intramuros de la civilización y era de Harappa se cocía, pero lo descubierto hasta ahora y lo que en las excavaciones, aún en marcha, de ese yacimiento arqueológico va, poco a poco, aflorando, basta para que el ánimo del viajero vuele y componga, a su modo, una estampa de novela de Pierre Benoit o Rider Haggard.

Lothal significa, en gujarati, montículo de la muerte, y no es para menos… Campos de soledad, mustio collado, diría el poeta de las ruinas de Itálica. La comparación no es ociosa. Escucha el viajero allí, mientras absorto frente a la llanura infinita otea el horizonte de la nada y vagabundea por las calles, los muelles, las dársenas, los diques y las compuertas de lo que fue, seguramente, pujante puerto semifluvial, casi marítimo, alejado hoy del agua por las visicitudes geológicas y metereológicas, el fúnebre martilleo de la música de fondo del sic transit.

Pero no se engañe quien me lee. Lo que los ojos ven en Lothal necesita ser apuntalado, completado, por la imaginación. Hay en sus ruinas, poca cosa tangible, pero abunda lo invisible, y ya dijo Saint-Exupéry, en El Principito, que eso, cuanto no se ve, pero se siente, es lo esencial.

¿Vemos lo que somos o somos lo que vemos? Quizá pueda el viajero resolver en Lothal ese koan.

El siguiente punto de destino, en buena lógica geográfica, y etapa cimera de cuanto cabe visitar en Gujarat, es Palitana. Pronto llegaremos allí, pero permitámonos antes un bucle: el Parque Nacional de Veladar, árido, pelón, de escasa fauna y aún más escasos servicios de alojamiento y avituallamiento, lo que forma parte de su encanto, pero que merece, con todo, la visita ―sólo, eso sí, aconsejada a exquisitos que no se la cojan con papel de arroz, a viajeros duros y a frailes mendicantes―, porque parece secadero de bacalao, un territorio complementario del manual de zoología fantástica de Borges. Lo digo, pájaros aparte, pues los hay a granel pensando en dos de los vecinos que más abundan en tan surrealista, excéntrico (en el sentido literal de la palabra) y estrambótico lugar de autos: a los antílopes negros provistos de extravagantes y elegantísimos cuernos con forma de espiral y a los no menos asombrosos nilgai, que son extrañísimos cuadrúpedos de pezuña situados, por su aspecto, a mitad de camino entre la vaca y el caballo. No sé, la verdad, cómo definirlos. ¿Centauros equinos? ¿Vacunos centáuricos? ¿Engendros de la isla del doctor Moreau? ¿Vástagos de bestiales orgías celebradas contranatura para combatir el tedio de las horas muertas en el largo crucero comprendido por el arca de Noé? ¿Clones fallidos y fugados de los laboratorios de la transgenética del siglo XXI? Vayan, vayan allí, si la curiosidad les pica, achichárrense, ármense de paciencia (y de víveres previamente adquiridos) y formulen sus hipótesis.

Palitana…

Pero, antes, un consejo. No se empeñen en dormir allí, a no ser que esté ya abierto el Vijay Vilas, otro heritage hotel, que consigan encontrarlo y que alguna de sus seis habitaciones esté desocupada. Yo no tuve esa suerte y, tras dar mil vueltas de cangilón de noria en busca de una cama moderadamente limpia no me quedó más remedio, salvo el del dormir al raso entre turbas de pícaros, beatas y peregrinos, que irme a la relativamente cercana ciudad de Baghnavar, alojarme allí en el suntuoso y espacioso ―toda una experiencia, agradabilísima, por cierto, y vale también la afirmación para su refinado e inesperado restaurante al aire libre― hotel Nilambang, que fue morada de un señorón venido a menos, abandonar ese paraíso a las cuatro de la mañana y, volviendo grupas, encontrarme ya alrededor de las cinco al pie de la colina de seiscientos metros de altitud en cuya cumbre levantó el jainismo algo que parece un sueño, y que, aunque de piedra, lo es.

¿Cabe en cabeza humana construir y suspender del éter por el que sólo las más intrépidas rapaces vuelan una ciudad sagrada y centro de peregrinación en cuyo recinto despuntan ochocientos sesenta y tres templo ―sí, sí, han oído bien― edificados con artesanía de encaje de bolillos hace la friolera de novecientos años?

Poco se puede añadir. Las palabras, por mucho que se busquen y se ajusten, se quedan cortas, no sirven para transmitir quien acometa, con ánimo alegre y piernas firmes, y siempre a la del alba, para que el sol no apriete, la inconcebible fatiga de ir dejando atrás, uno después de otro, y otro más, y otro más, y aúpa, compañero, no te me vengas abajo, los tres mil quinientos setenta y dos escalones ―cuéntenlos, si no me creen― que conducen desde la llanura hasta la cima.

Y una vez en ella…

Soy compasivo. Les echaré una mano. Cabe contratar, al pie de la montaña, un dolí, es decir, una especie de palanquín o sillita de la reina en la que dos membrudos porteadores los llevarán en andas, descansando a veces en los repechos de la escalinata, hasta rendir viaje en el umbral de la civitas Dei… Pero no digan que yo lo he dicho, porque lo canónico es hacerlo sin ayuda, por las bravas, a pelo, a pie, y con un par de pulmones a prueba de alpinismo, vértigo y soroche, y no, nunca, como un señorito de posibles remilgos y rostro pálido. Sin esa condición no se limpia el karma ni hay, para el cristiano, jubileo, lo que significa que este cura sigue con sus pecados a cuestas, sin indulgencia plenaria que los borre, pues subió, lo confieso, levitando y en volandas, arre, caballito, vamos a Belén, aunque no lo hizo así para salvar la cara y el amor propio, durante todos los tramos del trayecto. ¿Me servirán de disculpa antes el Altísimo, y ante todos ustedes, que vergüenza, los tres by-passes de las coronarias?

Gajes de la edad y de la vida a quemarropa. Corto y paso.

Y, además, lo aprieto… El paso, digo, pues me queda mucho Gujarat por delante y sólo tres páginas para contarlo. Nunca tuve, como escritor, y seguro que tampoco en otras cosas, sentido de la medida.

Nuestro destino, ahora, es la islita de Diu, que fue colonia portuguesa y está hoy unida a la costa por istmo artificial de asfalto y peaje, pero desviémonos un poco de la línea recta que antes mencionaba para visitar de refilón el término de Alang, mastodóntico cementerio de despojos náuticos procedentes del desguace de todo tipo de buques y baratillo ―decenas y decenas de almacenes y lonjas de quincallería dispuesto en fila india a lo largo de la carretera― en el que puede encontrarse y comprarse a precios irrisorios cualquier objeto, por disparatado que sea, de los que componen el mobiliarios de los barcos. Aquello parece, como mínimo, un cuadro del Bosco, el estómago de la ballena que se tragó a Jonás o el Gran Bazar de Estambul. Asombroso.

Diu es una joya aún oculta y al resguardo en el joyero, pero está a punto de perder su status. Alienta en mí el deseo de irme a pasar allí una larga temporada antes de que la marabunta del turismo se adueñe por completo de la isla y la trasforme en una sucursal de Marina Horror, vacaciones todo el año. Está eso al caer. Las primeras hormigas exploradoras ―procedentes, en su mayoría, del infierno de Bombay y pertenecientes a la clase media enriquecida por el milagro económico que vive el país ya han hecho acto de presencia, invaden las casas de comidas a la vieja usanzas con su griterío y la zafiedad de sus modales, ensucian las playas con sus despojos y la irritante algarabía de la pésima educación de sus criaturas, e incorporan a la música de fondo ―constante y relajante― de las olas y del viento que mueve las palmeras el rudo brutal de las horrísonas canciones que emiten, a pleno volumen, los altavoces de sus aparatos.

―¿Cómo dice usted?

―Sí, sí, claro que han aparecido ya, arrimados a las playas todavía virginales, los primeros diplodocus de cuatro estrellas provistas de piscinas en forma de riñón, gimnasios para turistas y gordinflones, tratamientos ayurvédicos para vikingas tontorronas, chulitos de playa para cuarentonas insatisfechas, servicios de spa y toda suerte de horteradas.

Pero Diu es aún, pese a lo dicho y a los nubarrones que lo amenazaban (ya hay, ¡mecachis!, vuelos directos desde Bombay), lo que fue Goa en los sesenta: un paraíso de quietud, de libertad, de baratura, de lujoso subdesarrollo, de pereza y de pobreza, de cosmopolitismo ultramarino, de bebidas alcohólicas, de pescado fresco, de cordialidad y de dolce far niente, envuelto todo ello en casi imperceptibles aromas lusitanos, épica de verso de Camoens, túnicas y greñas de supervivientes del movimiento hippy, en sexualidad y sensualidad difusas, efluvios de tierra de frontera y sonidos lejanos de fado lisboeta.

Toque de silencio, amigos. Estoy revelándoles, y sé que hago mal, pero ya todo es inútil, caigan sobre mí las columnas del Templo y empiece cuanto antes el Diluvio, un secreto que corre de boca en boca y de oído en oído por la India sólo entre nosotros, los de entonces… Absténganse el resto de los mortales.

De Somnath ya se ha hablado. Hablaré ahora del Parque Nacional de Sasan Gir. Está a cincuenta y nueve kilómetros de Junagadh, por donde también pasaremos, y es el último reducto del león asiático de negra crin.

Yo tuve suerte. Vi muchos ―una media docena larga― y guardo de ello una vívida impresión que el paso de los meses no ha borrado. Quizá porque a algunos de ellos los avisté de cerca y no desde la seguridad del vehículo, sino desde la incertidumbre del caminar a pie. Quizá porque hay aún asentamientos y paupérrimos aldeas de tribus ―los maldhari― que fueron nómadas, y dueñas absolutas del bosque y sus misterios, y que ahora sobreviven malamente acogotadas en los últimos calveros de una selva acogotada también por la sequía, la deforestación y el turismo. Quizá por…

Fue todo, desde que llegué, una jornada mágica. Me sentí durante horas como se sentía, supongo, Mowgli cuando Baloo, Bagheera, Kaa, Akela y el Hermano Gris lo acompañaban. También lo acompañaba el agua, y el viento, y la banda sonora de la jungla. Luego, como él, como Mowgli, también yo regresaré al poblado, a Ahmedabad, a Delhi, a España, a Soria, a la familia, a las rutinas…

Y a la condición humana. El hombre vuelve al hombre: tal era el melancólico estribillo de la canción que los pobladores y amigos de la selva, al irse Mowgli, le dedicaron. ¡Quién hubiese nacido niño lobo! Sería placer de dioses y néctar de libertad reencarnarse en eso.

Regresé, sí, con la cabeza gacha ―alejarme de lo consuetudinario es esplendor en la hierba, acercarse y retornar a ello es el único momento amargo del viaje― a todo lo enumerado, pero antes (era forzoso… ¡Y aunque no lo hubiera sido!) pasé por Junagadh. Hágalo también el lector. ¡Fantástico y milenario enclave, India brava, impoluta, sin turistas, barullo, hermosos edificios de otros tiempos con pátina de polvo venerable, un fuerte de los que cortan el resuello, una mezquita intramuros de él, cuevas budistas, dos baolis de singular belleza, un mausoleo de nabab que habría aguantado el tipo frente al de Halicarnaso y la imponente peña en la que el emperador Ashoka grabó a cincel catorce edictos altamente juiciosos y misericordiosos dos siglo y medio antes de que Jesús dijese casi lo mismo en el Sermón de la Montaña! Y por añadidura, a dos pasos, al alcance de la voluntad y de los pies otra colina sagrada ―la de Girnar― y muy parecida, por no decir idéntica, a la de Palitana, pero con una variante. No son, como ésta, tres mil quinientos setenta y dos escalones los que conducen a la cima, sino diez mil, aunque cabe evitar los tres mil primeros salvándolos en carretera. Algo es algo. ¿Se animan?

Y, si lo hacen, y si la escalada les pilla en noviembre o diciembre, repongan fuerzas y segreguen endorfinas echándose al coleto un par de batidos de leche y mango. Éste, en gujarati, se llama kesar, y los de Junagadh llevan fama de excelencia en toda la India.

Por cierto, y ya que estamos… Comer en Gujarat es placer divino. El de tahalí, plato único y simultáneamente múltiple ―omnia in unum, como decían los alquimistas― que es despliegue de fantasía gastronómica y menú completísimo, vegetariano, por supuesto, a cuyo arrimo van apareciendo, de uno en uno o, por lo general, a la vez, alrededor de una docena de platillos habitados por legumbres, verduras, cereales y mescolanzas de sabrosísima delicadeza y acompañado por una escudilla de arroz y rimeras de chapatis. Todos los tahalí son de fiar, todos son buenos para el sentido del gusto y la salud del cuerpo, y algunos, en determinados lugares, rozan lo sublime. ¿Dónde, por ejemplo? Búsquenlos, pero, en el ínterin, concédanse una cena en el restaurante Agashiye, de Ahmedabad, que está en el último piso, con terraza incluida, del House of MG. Buen provecho.

Tengo que poner fin, ya mismo, a este reportaje, pero no lo haré. Avisarlos antes de que ningún viajero en su sano juicio puede irse de Gujarat sin echar antes un vistazo minucioso al Templo del Sol, en Modhera, al abolí rectangular de Surya Kund, que alberga en su interior más de cien santuarios y que está en frente al monumento recién citado y aconsejado, y al Panchasara Parsvanath, otro templo jainita, que se encuentra en Patan, a dos pasos de Modhera. Las dos ciudades pueden visitarse, desde Ahmedabad, en una sola jornada de ida y vuelta.

¿Hay más cosas, más sitios, más templos, más mezquitas, más baolis, más fuertes, más ciudadelas, medinas y alcazabas, más paisajes? Pues sí, las hay, y a borbotones: Gondal, Pavagadah, Champanes, Aya ―en las quimbambas―, la terra incognita (lo es también para mí. No llegué tan lejos) de Dwarda, Janagar y Kutch. Quédense para la próxima vez, que no ha de faltar ni de tardar, y de momento, señores, carretera sin manta, porque la segunda, en Gujarat, sobra y sería innecesario engorro. Ojalá disfruten del viaje tanto como yo lo disfruté. Nos vemos, cuando quieran, por allí.

Fernando Sánchez Dragó

Publicado en: ...el 13 Diciembre 2007 @ 13:49 Comentarios (256)

Váyase, señor Rodríguez

Ayer, en una coyuntura de enorme gravedad nacional, el presidente volvió a apelar a las palabras huecas, a los conceptos gastados, a los mantras genéricos y vacíos que articulan su “pensamiento mágico”. Tenía delante una amenaza explícita, una declaración de guerra abierta, un desafío delirante y vesánico ante el que un dirigente político sólo puede responder con firmeza, consistencia y seguridad. A cara de perro y con los dientes apretados; sangre, sudor y lágrimas. La ocasión requería palabras claras y conceptos diáfanos: resistencia, lucha, ley, rigor, decisión y coraje. Un líder delante y un pueblo detrás, con la fuerza de la razón y la determinación de la libertad. Una barricada moral de la que nadie pueda quitar el hombro.

Pero ésa fue la actitud del jefe de la oposición. El que habló de derrotar al terrorismo, de no ceder y no negociar fue Mariano Rajoy. Porque lo que el Presidente del Gobierno dijo ayer, fue lo de siempre, la habitual logomaquia ambigua, incontestable por obvia y estéril por insustancial, con que ha afrontado anteriores fracasos de su malogrado empeño. La misma nada envuelta en el celofán retórico del buenismo, la oquedad idealista y el verdor inocente y virginal de las praderas del Edén. Eso sí, al menos esta vez no ha salido corriendo a refugiarse en el silencio de Doñana.

Ah, tambien dijo que Eta se ha equivocado de nuevo. Eta, claro; él no se ha equivocado nunca. Él sólo es un hombre cargado de buenas intenciones. El Príncipe de la Pazzzzzzzz, incomprendido en su iluminado esfuerzo por abrir caminos de diálogo y convivencia. Igual es que no nos lo merecemos. Que un líder tan preclaro, idealista y generoso no está a la altura de nuestros torpes, asustados desvelos, y es menester que abandone cuanto antes una responsabilidad tan mal recompensada.

Lo que acaban de oír no lo he escrito yo. Lo que acaban de oír lo ha escrito en el Abc del miércoles el extraordinario columnista —periodismo y literatura en estado puro— Ignacio Camacho. Hago mías sus palabras sin pedirle consentimiento para ello. Sé que me lo daría. Irreprochables. Zapatero tiene que irse. Debía haberlo hecho inmeditamente después de enterarse del atentado de Barajas tras asegurar un día antes que estábamos mejor que hace un año y peor de lo que estaríamos un año después. Tenía que haberlo hecho al estallar el escándalo de la Comisión Nacional del Mercado de Valores. Cualquier gobernante con decoro de cualquier país democrático, con democracia antigua o no, como la nuestra, de recién llegados y nuevos ricos, habría dimitido. Zapatero tiene que hacerlo ahora si no quiere que todos sus juguetes se le rompan en las manos provocando un estropicio de incalculables consecuencias en este país al que se niega a llamar España. Confío en que no sólo el PP y la gente de la calle se lo exija, sino que también lo hagan sus correligionarios por el bien de todos, empezando por el de ellos mismos. Unidad democrática frente a la violencia significa también unidad democrática para que la democracia ejerza su más alta virtud: la de expulsar pacíficamente de la jefatura del gobierno a quien la ocupe sin rayar a la altura de lo que ese cargo exige, merece y necesita. Nos gobierna un orate, un iluso, un hombre que sólo sabe crear problemas sin resolver ninguno. Váyase, señor Rodríguez. ¿Le suena esta frase? Se lo pido como hombre de a pie, como ciudadano, como escritor y como director de este informativo, y opinativo, que ahora arranca con su noticia de cabecera. Imagínenese cuál es.

Publicado en: ...el 06 Junio 2007 @ 23:18 Comentarios desactivados

Firmo unilateralmente la paz con el PSOE

Vengo en son de paz. Esta rosa roja en mi mano, y no amarilla como la de la mesa, lo demuestra. Quiero ofrecérsela a los miembros de la ejecutiva del PSOE y a cuantos militan en ese partido. Es su símbolo, no lo esgrimo con el puño cerrado, sino con mi mano tendida, la izquierda. En los dos últimos días, por cosas y casos de mínima importancia, se ha desencadenado un pequeño zafarrancho de combate entre ese partido y mi persona. Me parece absurdo. Lo que yo quiero aquí es, simplemente, informar a todos y no ofender a nadie ni ser ofendido por nadie. Nací el mismo día en que lo hizo Gandhi, aunque de otro año, y la Ahimsa, la No violencia, ha sido siempre mi lema. Firmo, pues, unilateralmente la paz. Espero idéntica contrapartida y anuncio que regalaré este libro de Gandhi al primer miembro destacado del partido socialista que venga al Diario de la Noche. Ayer anuncié una pieza de agravios; la almohada es buena consejera, no voy a formularlos. Asunto, por mi parte, concluido. No es éste el lugar adecuado para dar cabida a personalismo alguno, sino a la información.

Fernando Sánchez Dragó
Madrid, 23 de febrero de 2007

Publicado en: ...el 23 Febrero 2007 @ 18:54 Comentarios (27)

Canossa

Juanito Caos estaba en la cárcel, se negaba a comer y sus correligionarios y simpatizantes esperaban la decisión de quienes podían liberarlo o mantenerlo en cautividad. El preso había asesinado en sus buenos tiempos a 25 personas y no daba muestra alguna de contricción, pese a lo cual el señor Zapatazo, presidente del Gobierno, titubeaba.

Los cómplices de Juanito Caos eran gente astuta. Se acercaban las elecciones generales y cabía dentro de lo posible que si el reo, recientemente condenado a un plus de 12 años de encierro por un delito de amenazas, seguía en la cárcel, los suyos volviesen a las andadas y la estrategia negociadora del Gobierno se viniera abajo, con el subsiguiente riesgo de que el partido en el poder perdiera éste. El señor Zapatazo no sabía cómo salir de tan desagradable atolladero y Juanito Caos, para colmo, se lo ponía cada vez más difícil alardeando de sus crímenes y manifestando su intención de seguir cometiéndolos de uno u otro modo en el futuro.

El juez estaba atado de pies y manos por el Código Penal vigente. La Fiscalía, muy a su pesar, también. Al señor Zapatazo no le quedaba más recurso que el perdón, pero éste, si bien le garantizaba el apoyo de los grupos partidarios de la violencia y le permitía seguir embaucando a sus votantes con el señuelo de la negociación, no estaba exento de riesgos, pues no era del todo imposible que la ciudadanía despertara, se negara a comulgar con tan indigesta rueda de molino y desviara su voto hacia el adversario. El decreto de clemencia era un arma de dos filos y Zapatazo, que lo sabía, se encontraba en una situación parecida a la del célebre asno de Buridan, pero también era consciente de que el tiempo trabajaba en contra de sus intereses, el nerviosismo cundía en su partido, la oposición se frotaba las manos y en cualquier momento podía desayunarse con la mala nueva de un enésimo atentado terrorista.

Los días iban pasando, faltaban ya muy pocos para el de las elecciones, los cabildeos se disparaban, los titulares de los periódicos arreciaban y…

Zapatazo convocó por fin una rueda de prensa y en su transcurso, sonriente, anunció:

     —El Gobierno que presido respeta, como siempre lo ha hecho, las decisiones del Poder Judicial, pero en esta ocasión, obligado a ello por su talante conciliador y para no interferir en el proceso electoral en el que estamos inmersos, ha decidido corregir la sentencia recientemente dictada sin traicionar el espíritu de justicia que la anima.

Cayó sobre la sala un manto de estupor y de silencio, interrumpido éste, al cabo de un instante, por la osadía de un periodista de EL MUNDO, que se atrevió a preguntar:

     —¿Significa eso que el ejecutivo renuncia a Montesquieu, da por concluido el Estado de Derecho y concede el perdón?

     —No, no, de ningún modo —se apresuró a responder Zapatazo con su sonrisa habitual—. No he hablado de perdón, sino de corrección. Vamos, sólo, a matizar la sentencia emitida ajustando ligeramente la pena impuesta al señor Caos y rebajándola a una semana de prisión incondicional. Eso es todo.

Se trataba, sin duda, de una decisión valerosa, que los periodistas orgánicos aplaudieron allí mismo sin reservas, aunque escandalosa para los conmilitones de Juanito Caos, que acariciaron las culatas de sus revólveres y profirieron gritos de traición, pero el señor Zapatazo era hombre consecuente y no podía desoír la voz del pueblo ni la del principal partido de la oposición. Lo suyo era, y así lo había prometido en el discurso de investidura, negociar siempre, a todo trapo, con cualquiera, a cualquier precio y en cualesquier circunstancia.

Media hora después de conocerse la noticia ya estaban tomadas las calles, plazas y plazuelas de la región natal de Juanito Caos por una compacta muchedumbre de patriotas que apedreaba escaparates, volcaba contenedores, quemaba autobuses, insultaba a Zapatazo y anunciaba que le retiraría a su apoyo en las inminentes elecciones. Faltaban sólo tres días para que éstas se celebrasen.

     —¡Buena la hemos hecho! —exclamó Zapatazo en el consejo de ministros convocado para hacer frente a la crisis—. Las encuestas nos dan una mayoría de tan sólo dos diputados y basta con que esos energúmenos nos retiren el voto para quedarnos sin ellos.

     —Tranquilo, jefe —dijo el Responsable de la Campaña, que se llamaba Robachampán—. Saquemos ahora mismo de la cárcel a ese cabroncete y recuperaremos en el acto los votos perdidos.

     —Sea —concedió Zapatazo—, pero no nos precipitemos, porque algunos de nuestros fieles lo interpretarían, en el resto del país, como una claudicación. Hagámoslo dentro de dos días, aunque nos acusen de violar la tregua impuesta por la jornada de reflexión.

     —De acuerdo —dijo Robachampán—. Las voces de los locutores amigos y los teléfonos móviles de nuestros comandos necesitarán sólo unos minutos para que la noticia llegue a todas partes.

     —Pásalo —ordenó Zapatazo.

Y así se hizo. A media tarde del sábado se pusieron a tronar las emisoras leales, a zumbar los teléfonos de la greña jacobina y a mugir los chicuelos de la LOGSE, el botellón y la antiglobalización frente a las sedes y las viviendas de los adversarios políticos de Zapatazo. Todo el mundo se enteró de que Juanito Caos estaba a punto de ser puesto en libertad.

Las cosas, sin embargo, no salieron como Robachampán había previsto. El domingo por la mañana, dos horas antes de que abriesen sus puertas los colegios electorales, el Responsable de la Campaña llegó con el rostro demudado al desayuno de bravucona y confianzuda espera que su jefe compartía con todos los miembros del gabinete y le espetó:

     —¡Juanito Caos se niega a salir!

     —No digas tonterías —comentó Zapatazo—. Todos los presos sueñan con recuperar la libertad.

     —Pues éste, no. Se ha puesto chulo y dice que sólo saldrá a la calle si se le recibe en ella con una banda de música que celebre su liberación. Dice que ya se le ha excarcelado en otras ocasiones y que siempre ha sido así.

     —¡Pero eran sus amiguetes quienes lo organizaban y corrían con los gastos! No podemos incluir ese renglón en el Presupuesto. El ministro Salves se enfadaría. Y, además, es domingo. ¿Dónde demonios vamos a encontrar una banda?

     —En el Ejército o en la Policía.

     —¡Encima!

     —Decide. No se me ocurre otra solución ni hay tiempo para encontrarla.

Zapatazo, con la sonrisa transformada en carámbano, vacilaba. A las nueve en punto abrieron los colegios electorales y la gente empezó a votar. No había transcurrido ni media hora cuando un cipayo de Robachampán telefoneó a éste y le dijo:

     —Las primeras encuestas realizadas a pie de urna sugieren que estamos perdiendo alrededor de 1.000 votos por minuto.

Zapatazo, lívido, se volvió hacia su ministro de Defensa, convirtió en rictus su sonrisa y ordenó:

     —Envía inmediatamente la banda del cuartel más cercano a la puerta de la cárcel. Te doy treinta minutos. Ni uno más.

     —¿Qué canción deben interpretar?

     —La que más de moda esté. Así tendremos más votos.

El ministro llamó a Los 40 Principales y pidió información. Pentimento, le dijeron.

     —Ésa es perfecta —comentó Juanito Caos al ser consultado.

La sonrisa de Zapatazo se descongeló. El mundo estaba bien hecho.

Se abrió el portón de la cárcel. La banda del cuerpo de artificieros atacó los primeros compases de la melodía. Juanito Caos avanzó con paso firme hacia la muchedumbre que lo aclamaba. Todos, en ella, daban por sobrentendido que el título de la canción —Arrepentimiento, en italiano— no se refería al autor de los 25 asesinatos, sino al Gobierno que había decidido imponerle una pena, excesiva, aunque ajustada a derecho, de siete días de cárcel.

A eso de las diez de la noche se dio a conocer el veredicto de las urnas. Fue sorprendente. Zapatazo había perdido, quizá por aquello —tan antiguo, tan exacto— de que no se puede engañar a todo el mundo durante todo el tiempo, mas no por ello se inmutó. Al contrario. Apareció, con su sonrisa habitual cruzándole el rostro como un navajazo, en el balcón de la sede de su partido, saludó a sus hinchas —entre los que no faltaban conocidas figuras del cine nacional, de la literatura de pesebre y de la canción de protesta— y, remedando a Unamuno en Salamanca, dijo:

     —Lo que importa no es vencer, sino convencer, y los fascistas que a partir de ahora van a gobernar, no lo han hecho. Nuestro es el triunfo moral. Hemos demostrado una vez más que somos gentes de diálogo y alianza entre civilizaciones, que la política es el arte de la negociación y que nuestro partido sabe cómo, cuándo y dónde debe ceder.

Y los del no a la guerra, el nunca mais y los jamones de El Corte Inglés de Barcelona, inasequibles al desaliento, lo jalearon mientras gritaban: ¡no pasarán!

(Este cuento es paráfrasis del que hace cosa de cien años escribiese, con el mismo título, el escritor británico Saki, que lo incorporó a su libro Los juguetes de la paz. La cuadratura del huevo, recientemente publicado en España por Valdemar. El emperador de Germania Enrique IV acudió en 1077 a la ciudad italiana de Canossa para solicitar el perdón del papa Gregorio VII, que lo había excomulgado en el transcurso de la llamada querella de las investiduras. Ese hecho dio origen a la locución ir a Canossa, que significa humillarse ante el adversario. Sobra añadir que el pentimento del emperador era fingido y que enseguida se le vio el plumero. Enrique IV murió abandonado por los suyos, pero no sin que antes se sublevaran contra él sus propios hijos. Sic transit).

Publicado en: ...el 20 Noviembre 2006 @ 16:39 Comentarios (30)